Atribulaciones al garete – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

José Dolores caminó con aparente indiferencia entre la multitud, a esa hora del atardecer cuando la gente salía del trabajo, y como poseídos por un insano espíritu de angustia, se arrojaban a navegar en el desbordado caudal de transeúntes desconocidos, que apresurados avanzaban en todas direcciones, asemejándose a un enjambre de seres humanos, cada uno cargando sus ilusiones y preocupaciones personales, las cuales, sin embargo, eran desconocidas para los demás.

Paradójicamente, todos avanzaban inmersos en la soledad del hombre moderno, entre una muchedumbre de anónimos, abriéndose paso a codazo partido, entre seres indiferentes a quienes se les había olvidado sonreír, y que en sus miradas solo se reflejaba la desconfianza.

Así iba José Dolores esa tarde, atropellado por la marea de desazones ajenos, queriendo encontrar un trasporte para llegar a su casa, huyéndole a la inseguridad y al peligro, que se apoderaban cada vez más de las calles en las ciudades, en este mundo de fieras con sonrisa de hienas hambrientas.

Hacía un par de horas había sido atracado, dejándolo con tan solo unas monedas, los pies descalzos y sumido en un mundo nebuloso, que no le permitía tener lucidez de sí mismo ni de su entorno.

En ese momento se sintió más solo que nunca, pensó que no le importaba a nadie, y que la compasión por el prójimo se había diluido en el tiempo, imaginó que estaba perdido en un mundo antropofágico, donde todos huíamos hasta de nuestra propia sombra, para evitar ser víctimas, pero con ansias contenidas, para evitar llegar a convertirnos un día en victimarios.

A esa hora del ocaso, el día se perdía en el horizonte artificial de los edificios y la luz del día huía despavorida, a arroparse en el manto de tinieblas de la noche, mientras el ruido ensordecedor de los pitos de los carros llenaba el ambiente, y el humo negro de los exostos saturaba el aire, creando fantasmas de colores, con las luces de la publicidad, la que se nos mete por los ojos, alienándonos y envolviéndonos en necesidades creadas y absorbidos por las tendencias de la moda.

José Dolores sentía que la cabeza se le estallaba en mil pedazos, solo podía  recordar retazos de lo sucedido, especialmente el momento del atraco, cerró los ojos y se dejó llevar a empellones por la turba, se sentía como una débil pluma danzando a la voluntad del viento, o una astilla de madera en el torbellino de la humanidad, cada vez más deshumanizada, de pronto volvió a abrir los ojos, y la multitud lo había dejado arrodillado en la entrada de un parque, a esa hora cercana a la media noche, él quiso hablar con la naturaleza, se perdió en un diálogo con el concierto del croar de las ranas, bailó entre las luces de las luciérnagas, y disfrutó la caricia fría de la brisa helada subiendo del lago, su lucidez se reducía a dejar que las cosas pasaran, porque el efecto del alucinógeno suministrado por los atracadores, todavía lo mantenía en un pantano.

En ese momento, oyó en la distancia las acompasadas campanadas del reloj de alguna iglesia, anunciando las doce, en tanto él seguía recostado sobre el mullido césped, dejando que su mirada se perdiera saltando de estrella en estrella, incluso habló con ellas, y se obsesionó buscando la luna, sin encontrarla, hasta que el viento se llevó una nube negra, dejándola al descubierto, como el más gigantesco copo de nieve, allí colgada en lo más alto del cielo, en tanto el aullido de los lobos rodaba de cerro en cerro, en un extraño diálogo con la luna, en una conversación que solo ellos entendían.

La luz plateada fue iluminando las cosas y los rincones, el paisaje se cubrió de un velo espléndido, mientras que José Dolores desnudaba su cuerpo, y lentamente fue hundiéndose en el agua hasta el cuello, quería llegar el fondo, donde estaba el reflejo de la cúpula celeste, y allí, ungir su cuerpo de luna y estrellas, entonces rompió el espejo de agua en infinidad de gotas, que alborozadas rodaban por su cuerpo como perlas, dejando en cada poro un pedazo de cielo.

En ese amanecer, el pobre hombre recuperó su conciencia, cuando vio que Selene, se empezó a esconder tras las copas de los sauces y los cedros, y él sonreía satisfecho, llevando en su piel la misteriosa luz plateada de la luna nueva, dibujada en los sentidos versos de su poema, y antes que los gallos anunciaran el nuevo día, José Dolores partió del lago, iba envuelto en un quimérico velo plateado, perdiéndose entre calles y avenidas en desbocada carrera, para ir nuevamente a la cruda realidad, de una humanidad llena de contradicciones, donde el hombre había perdido sus propias dimensiones, atribulado por dilemas, que lo transformaban en fiera hambrienta en su lucha diaria por la sobrevivencia.

Fabio José Saavedra Corredor

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