Los que nunca debieron llegar al Congreso – Cristian Morales Reyes #ColumnistaInvitado

En Colombia insistimos en debatir quiénes deberían llegar al Congreso, como si el problema fuera de aspiraciones y no de filtros. Tal vez el ejercicio más honesto sea el inverso: identificar a los arquetipos de personas que nunca debieron ocupar una curul, no por capricho moral, sino porque su presencia erosiona la representación, distorsiona la democracia y vacía de contenido el poder legislativo.

El primer arquetipo es el heredero del poder sin mérito propio. No llega al Congreso por una trayectoria pública, ni por ideas claras, ni por liderazgo social, sino por el peso simbólico del apellido. Su campaña no gira alrededor de propuestas, sino de la nostalgia: “mi familia siempre ha servido al país”.

En la práctica, estos congresistas reproducen una política patrimonialista, donde la curul se hereda como si fuera una finca. El ejemplo es conocido: el joven legislador que no puede explicar un proyecto de ley sin leerlo, pero que vota con absoluta disciplina porque “así lo hacía el jefe de la casa”. No legisla: administra una herencia.

El segundo es el congresista-empresario de sí mismo.

Concibe la política como un negocio de alto riesgo, pero de alta rentabilidad. Invierte en campaña esperando retornos en contratos, favores regulatorios o silencios estratégicos. Su interés en una ley no depende del impacto social, sino de a quién afecta —o beneficia— en su círculo cercano.

El arquetipo es fácilmente reconocible: el legislador que habla de “libre mercado” mientras ajusta la norma para que solo una empresa —curiosamente cercana— pueda cumplirla. No es ideológico, es contable.

El tercer arquetipo es el operador de maquinarias clientelares. No representa ciudadanos, representa votos amarrados. Su legitimidad no proviene del debate, sino de la estructura que lo puso ahí. Está obligado a responder con puestos, contratos y favores, porque su curul no es propia: es prestada.

El ejemplo clásico es el congresista que aparece en campaña repartiendo promesas municipales y, ya en el Capitolio, solo levanta la mano cuando hay presupuesto de por medio. En las plenarias guarda silencio; en los pasillos negocia. No delibera, intercambia.

El cuarto arquetipo es el político que normaliza la cercanía con la ilegalidad. No siempre empuña un arma ni firma pactos explícitos, pero se beneficia de territorios controlados, silencios convenientes o apoyos “difíciles de rastrear”.

En un país con una historia tan marcada por la violencia política, este perfil no es solo indeseable: es peligroso. El ejemplo satírico es conocido: el congresista que obtiene votaciones “milagrosas” en zonas donde nadie hace campaña, y que responde a las preguntas con frases vagas sobre “liderazgos sociales espontáneos”. El azar electoral, versión armada.

El quinto es el influencer legislativo. Llega gracias a su visibilidad, no a su capacidad. Cree que un reel reemplaza una ponencia y que un trino equivale a un argumento. La política para él es contenido; el Congreso, un set.

El ejemplo es el congresista que transmite en vivo una sesión que no entiende, vota sin leer y luego celebra el “alcance orgánico”. No legisla para el país, legisla para el algoritmo.

Finalmente, el ausentista profesional. No asiste, no debate, no estudia, pero permanece. Su estrategia es la invisibilidad: pasar desapercibido para no rendir cuentas. En cualquier otro trabajo sería despedido; en el Congreso, a veces, es reelegido.

El arquetipo es el parlamentario que solo aparece para tomarse la foto de posesión y reaparece cuatro años después pidiendo otra oportunidad. La democracia como contrato de prestación de servicios sin supervisión.

En conclusión, lo que debilita al Congreso no es la diferencia ideológica, sino la repetición sistemática de estos perfiles que confunden representación con privilegio, poder con negocio y política con espectáculo.

Antes de preguntarnos quién debería legislar, Colombia necesita asumir una verdad incómoda: seguir eligiendo a quienes nunca debieron llegar es una forma silenciosa de renunciar a la democracia.

Pero esta historia no se escribe sola. Como ciudadanos, tenemos la responsabilidad de no caer en los candidatos que hacen campaña como personeros de colegio, prometiendo piscina, jean day todos los días y soluciones mágicas para problemas estructurales. La política no es un concurso de popularidad ni un acto de fe, es una decisión informada. Si de verdad nos interesa, nos duele y nos importa lo que pase con el país, debemos ejercer el voto con pensamiento crítico, revisar trayectorias, entender propuestas y asumir que cada elección al Congreso es una apuesta directa por el tipo de democracia que queremos. Votar a conciencia no es un lujo: es una obligación democrática.

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