
Hace unos días, en el marco del Festival Internacional de la Cultura Campesina, viví una de esas noches que invitan a mirar hacia adentro. Mientras disfrutaba de una noche gospel, escuchando a Daniel Habif y luego a los artistas estelares de la jornada, decidí voltear la mirada hacia el público. Fue un gesto simple, pero profundamente revelador.
Vi rostros bañados en lágrimas, personas en silencio, otras con las manos al cielo agradeciendo, y muchas más sonriendo con esperanza. En medio de esa mezcla de emociones, una palabra comenzó a resonar en mi mente con una fuerza que no pude ignorar: empatía. Una palabra poderosa, pero tantas veces usada sin acción. Una palabra que hemos aprendido a pronunciar, pero que hemos olvidado practicar.
La empatía, más allá del concepto, es la capacidad de ponerse en los zapatos del otro, de comprender que detrás de cada rostro hay una historia, detrás de cada silencio hay una batalla y detrás de cada gesto hay una emoción que merece ser reconocida. En tiempos de prisa, ansiedad y ruido, parece que olvidamos lo esencial: amar al prójimo, escuchar con atención y tender la mano con compasión. Vivimos tan enfocados en nuestras propias preocupaciones que hemos dejado de mirar con los ojos del corazón. Sin embargo, la verdadera transformación social comienza precisamente allí: en la mirada que comprende, en el abrazo que reconforta, en el gesto que acompaña.
La empatía no es debilidad, es madurez emocional y compromiso humano. Es la fuerza silenciosa que puede reconciliar familias, unir comunidades y sanar heridas invisibles. Y es, también, una forma de liderazgo. Gobernar o servir con empatía significa entender que detrás de cada política pública hay seres humanos con sueños, necesidades y esperanzas que merecen atención real. No se trata solo de entender al otro, sino de actuar en consecuencia: acompañar, proteger y servir. Los pueblos no avanzan únicamente con obras o discursos, sino con el sentimiento compartido de que todos importamos.
Boyacá es una tierra noble, trabajadora y sensible. Nuestra historia está marcada por la ayuda mutua, por el saludo amable y por el respeto a la palabra dada. Pero hoy, más que nunca, necesitamos recuperar esa esencia colectiva: la de mirarnos como hermanos, no como competidores; la de tender puentes, no levantar muros. Volver a sentir con el otro es volver a nuestras raíces. Es recordar que el bienestar del vecino también es el nuestro, que cuando uno sufre, todos lo sentimos, y que cuando uno avanza, todos crecemos y evolucionamos.
Practicar la empatía no requiere grandes gestos, sino pequeñas acciones diarias: escuchar sin interrumpir, mirar sin juzgar, ayudar sin esperar y recordar que todos estamos librando una batalla que no se ve. Cuando somos capaces de ver el mundo desde los ojos del otro, la indiferencia desaparece. La empatía no transforma de inmediato las estructuras, pero sí cambia corazones, y los corazones cambian el mundo.
Aquella noche en el FICC me recordó algo esencial: la empatía es el idioma universal del alma. Es hora de volver al corazón, de liderar con amor y de vivir con compasión. Porque solo así Boyacá podrá seguir evolucionando, no solo en infraestructura o tecnología, sino en humanidad. Empatía es más que un sentimiento: es una forma de vida. Y si cada uno de nosotros decide practicarla, Boyacá no solo será un territorio ejemplar, sino un faro de amor y esperanza para Colombia.