Cuando la plaza pública es un espejo roto del poder – Jorgeá Sánchez Vargas #Elmadrigal

Con lo sucedido el fin de semana en Paipa, Boyacá, sin respeto por los asistentes al Concurso de Bandas musicales, se volvió a demostrar que cuando los egos gobiernan, la democracia se desangra. El enfrentamiento entre el gobernador Carlos Amaya y el alcalde Germán Ricardo Camacho —a propósito de la entrega de la nueva plaza de mercado— es un episodio bochornoso y un retrato de cómo la politiquería destruye la confianza ciudadana.

Ambos dirigentes, que se autoproclaman “progresistas” y “renovadores”, terminaron actuando con el mismo libreto de los viejos caciques. Insultos, protagonismos, cálculo electoral y desprecio por el respeto institucional: episodios semejantes se repiten en distintos municipios del departamento.

La escena —el gobernador Amaya reclamando apuros y el alcalde Camacho respondiendo con desdén— desnuda algo más profundo que una disputa de obra pública: el deterioro ético del poder en su máxima expresión. La plaza, símbolo de encuentro ciudadano, se convirtió en campo de batalla.

En lugar de celebrar una infraestructura que contribuye a fortalecer la economía local, los dos gobernantes terminaron ofreciendo un espectáculo que erosiona la fe política en lo público.

Los medios han reportado que el proyecto supera los 27.000 millones de pesos y que su ejecución es motivo de controversia en presupuesto, cumplimiento y corruptela. La comunidad observa que, sin soportes ni información precisa, solo quedan fotografías, discursos torpes y egos en competencia, en un departamento donde el robo y el clientelismo deja heridas profundas. El enfrentamiento reabre la duda de si los nuevos líderes son la versión maquillada de los viejos vicios.

La ciencia política enseña que gobernar no es mandar: es servir.

Norberto Bobbio, uno de los más lúcidos pensadores del siglo XX, advertía que “la democracia se mide no por quién gobierna, sino por cómo gobierna”. Giovanni Sartori insistía en que el poder político debe estar limitado por la ética pública, porque sin ella la democracia se convierte en farsa. Y Hannah Arendt, señala que “el poder deja de ser legítimo cuando se ejerce sin respeto ni verdad”.

Hoy, Boyacá necesita recordar esas lecciones. Lo público es «sagrado», no propiedad de quienes temporalmente lo administran. No se gobierna para humillar ni para ganar votos, se gobierna para dignificar la vida. El respeto institucional no es un gesto de cortesía: es la base misma de la convivencia democrática.

En Paipa no se enfrentan dos enemigos políticos, sino dos estilos de hacer política que deberían avergonzarnos por igual: el de quien usa el cargo para construir un pedestal personal, o el de quien confunde la gestión pública con un escenario para dar paso a sus apetitos electorales de quienes se lamen los labios para continuar en el festín oprobioso.

Mientras tanto, el pueblo —ese que madruga, que paga impuestos, que vende y compra en las plazas y que cree en la palabra dada— sigue siendo el gran engañado. Por eso, no se defiende aquí a ninguno. Se rechaza a los dos. Ambos han faltado a su deber, al principio de cooperación institucional y, sobre todo, al respeto por la gente.

Si la plaza de mercado se convierte en el monumento a su vanidad, entonces habrán traicionado la esencia del servicio público. El verdadero liderazgo no se ejerce con micrófono ni con aplausos: se ejerce con humildad, con resultados y con ejemplo.

Los dirigentes de Boyacá deberían recordar que la historia no perdona a quienes usan el poder para dividir: honra a quienes lo usan para servir. Hay ejemplos. Y ese recordatorio, aunque parezca obvio, hoy suena urgente. Ahí debería reflejarse la dignidad del servicio público.

Opiniones y comentarios al correo jorsanvar@yahoo.com

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