
En el año 2013 compré un computador. Lo usé hasta que un día no encendió más. Tal vez fue en febrero de este año. Ese computador fue una compañía. Ahí escribí muchas de mis columnas. Ensayé con mis pensamientos. Escribí una tesis. Hice cartas de amor. Redacté trámites burocráticos. Vi películas. Escuché música y vi videos. Hice videollamadas a mis mejores amigos. Leí noticias. Leí libros. Preparé clases. Diseñé presentaciones en PowerPoint. Aprendí a hacer cálculos sencillos en Excel para las calificaciones. En fin, durante mucho tiempo respondí que una de mis posesiones más preciadas era mi computador.
Pero cada día se hacía más lento. Se le empezaron a dañar partes: el trackpad, los parlantes. También perdió unos soportes. Lo llevé a mantenimiento. Hasta que un día dejó de prender. Me resigné. Lo guardé en un cajón. Pensaba que la información estaba en el disco duro. No temí perder mis fotos ni algunos de mis recuerdos convertidos en escritos.
Un lunes, navegando en Instagram, me encontré con la publicación de una tienda de servicio técnico en Tunja. Escribí. Me respondieron al instante. Pregunté si mi computador tendría arreglo. Me dijeron que sí. Lo llevé. Lo revisaron. Encontraron que el disco duro se había dañado. Me propusieron cambiarlo. Acepté. Aun cuando sabía que el sistema operativo ya no se actualizaría. Aun cuando sabía que tarde o temprano dejaría de funcionar por completo.
Le hicieron el cambio de disco. No se le pueden instalar muchas cosas. Como bien sabía, el sistema operativo ya no lo permite. Aun así, Word funciona; una versión viejita. Precisamente escribo esta columna en mi computador resucitado, al que le hicieron un trasplante.
La historia de mi computador, la nostalgia que me produjo no volver a usarlo, es un recordatorio del tiempo. El tiempo que nada perdona. Las cosas, como los humanos, son finitas, se agotan. Aunque la publicidad, falsamente, se atreva a vendernos sueños de inmortalidad, la verdad es que somos fugaces, como las cosas. Algunas durarán más que nosotros, pero en esta época, en la que producimos basura por toneladas, casi nada quedará para la posteridad. Dentro de cientos de años, muy pocas cosas sobrevivirán para que pueda hacerse una historia a partir de los objetos que usábamos.
Nuestra época es distópica en todos los sentidos. No solo amamos libremente a nuestros opresores, sino que la memoria, en medio de tanta algarabía y tecnología, no perdurará. Seremos una época destinada a desaparecer. No estaremos en los recuerdos de nadie. Seremos como este computador: puede que sirva esta noche para escribir esta columna, pero que nada dejará.