
Desde 1974, cada 27 de mayo es especial para mí. Esta fecha marcó un deslinde entre la incertidumbre y la certeza. Me señaló un sendero sin límites que he venido desbrozando, convencido de haber encontrado el sentido de la esencia que me constituye. Con nadie la había compartido. La celebraba solo en mis pensamientos.
En 2019 esta fecha tuvo ribetes singulares y nostálgicos. Era lunes. Me encontraba, junto con mi esposa, lejos, muy lejos de nuestro país. Estábamos en Moscú terminando una gira turística por los países escandinavos y Rusia. Faltaban unos minutos para las dos de la mañana. Sonó el teléfono de la habitación del hotel. Fue un despertar abrupto e incómodo. Recordé que a las tres de la mañana nos recogería un vehículo para trasladarnos al aeropuerto, ya que nuestro vuelo a Paris estaba programado para las ocho de la mañana. Somnoliento y resignado respondí:
—Aló.
— Bueno, Gustavo, ya estamos aquí en la recepción con mi esposa. Nos recogen a las dos. Nuestro vuelo es a las seis de la mañana. Lo llamo para despedirme y decirle que fue muy grato haberlos conocido. Los esperamos en México. Por cierto, ya tienen que levantarse, ja, ja, ja —me dijo Luis Salas, un mexicano que conocí durante la excursión.
—Gracias Luis. De verdad, fue una fortuna conocerlos. Gracias por todo. Sí, ya hay que dejar la cama, ja, ja, ja.
Apenas colgué el teléfono me acordé de la fecha. Pensé en lo que significaba ese día en mi vida. Si bien en Colombia eran las seis de la tarde del día anterior, en Moscú ya era 27 de mayo.
A las dos y cincuenta de la mañana ya estábamos en la recepción del hotel. El lugar se encontraba a media luz y solo había un empleado. Lo saludamos con una venia de cabeza. Nos respondió de la misma manera, con rostro serio. Su indiferencia la sentí, pero no me importó.

Casi que a las tres en punto, tal vez uno o dos minutos después, apareció en la entrada del hotel un hombre alto, robusto de unos 30 años. Con mi esposa nos acercamos a él. Nos mostró su móvil en cuya pantalla aparecían nuestros nombres. Con la cabeza le hicimos el gesto de confirmación. No le entablamos conversación porque pensamos que no hablaba español y porque no sabíamos ni una palabra de ruso.
El firmamento tenía una claridad difusa. El alumbrado público nos permitía apreciar la variada arquitectura de Moscú y el buen estado de las vías públicas.
En el aeropuerto debimos padecer un calvario por el sobrepeso de nuestras maletas de mano. Teníamos que pagar un valor adicional. En la ventanilla correspondiente, mostramos euros, pero la funcionaria encargada nos hizo entender a señas que solo recibían rublos. Recorrí todo el aeropuerto y no encontré una agencia de cambio de dinero. Volví a la ventanilla y como la empleada me hablaba en ruso, recurrí a gestos de angustia y señales de desesperación porque iba a perder el vuelo. Esa actitud fue la salvación. Sin que hubiese pagado, visó las maletas y las envió directamente a la bodega del avión. Sin duda, se compadeció de mi desesperación.
A las ocho de la mañana, hora de Moscú, partimos rumbo a París. Allí llegamos a las 10, hora de Francia, tres de la mañana hora de Colombia.
El tour que nos había llevado a Europa ya había terminado y ahora, por nuestra cuenta y riesgo íbamos a pasar unos días en París.
Después de instalarnos en el hotel y almorzar en un restaurante cercano, nos fuimos en metro al centro de París. A pie nos desplazamos por distintos sitios. Fuimos al edificio de la Ópera de París, a las Galerías de Lafayette, al Jardín de las Tullerías, a la Plaza de La Concordia.
Cuando estaba tomando una fotografía a la iglesia de La Madeleine, me di cuenta de que eran las cinco de la tarde, hora local, 10 de la mañana en Colombia. En ese momento me detuve, cerré los ojos y recordé que, a esa hora, justo 45 años atrás, había ingresado por la puerta retadora del apasionante ámbito del periodismo. Me alegró que fuese allí, en el corazón de la mágica y soñada París, donde tuviera esta añoranza.
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El lunes 27 de mayo de 1974 a las 10 de la mañana, luego de haber asistido a la clase de siete a nueve en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia en Tunja, donde estudiaba idiomas, llegué a las oficinas del radioperiódico Avance Boyacense, situadas en la calle 19, entre carreras trece y catorce, a media cuadra de las instalaciones del SENA. Me atendió una joven risueña, comedida, desparpajada, de ojos alegres, tez blanca y rostro encantador, que oficiaba como secretaria, no solo del radioperiódico, sino también del Diario de Boyacá; después supe que ella era la hija del dueño de estos medios de comunicación, José Riveros Riveros y que se llamaba María Victoria Riveros Aguirre.
—Señorita, buenos días. Tengo una cita para esta hora con Germán Riveros, el gerente de Avance Boyacense.
—Buenos día, siga por favor a la oficina que está situada al fondo y a la izquierda.
Atendí las instrucciones de la chica. En una amplia oficina, sentado detrás de un escritorio metálico, se encontraba el gerente. No tenía más de 25 años, vestía prendas informales, atento, de voz suave y pausada. Sin formalismos me dijo que mi tarea consistiría en redactar las noticias para la emisión de la una de la tarde.
—Tiene que entregar mínimo 20 noticias —me advirtió.
Me dio una grabadora y me condujo al fondo de la oficina en donde estaban situadas la sala de redacción y la cabina de locución. Me señaló el que sería mi escritorio. Luego, de nuevo en su despacho, me solicitó algunos datos para la suscripción del contrato.
—Empiece ya. Por hoy el periodista encargado de la emisión de las siete de la noche hará el noticiero del medio día, pero desde mañana esa emisión será responsabilidad suya. Mi papá es el director. Él, más tarde, le impartirá las instrucciones respectivas.

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Desde muy pequeño me atraía escuchar radio. Después comencé a leer los periódicos viejos que encontraba a la mano en Úmbita, mi pueblo natal, en donde llegaba diariamente El Siglo y semanalmente, El Campesino, el cual compraba mi padre para que lo leyera y coleccionara; de este me leía todas las secciones, e inclusive releía algunas. Fui asiduo oyente de Radio Santafé y de Emisora Nuevo Mundo de Bogotá.
En cuarto y quinto de primaria, junto con mis compañeros de curso Rafael Rubiano y Adriano Cepeda elaboramos una hoja informativa a manera de periódico escolar. Luego, a partir de 1969 y hasta 1971, cuando terminaba mis periodos lectivos semestrales del bachillerato que cursaba en Tunja, pasaba mis vacaciones en Úmbita y allí, en las horas de la tarde y las primeras de la noche manejaba, desde la casa cural, el equipo de sonido de la iglesia, gracias a la confianza que recibí del párroco de ese entonces, Samuel Gómez Serrano. Ese equipo tenía tres potentes cornetas instaladas en la torre de la iglesia, cuyo cubrimiento llegaba no solo al perímetro urbano, sino a varias veredas. Allí ponía música y leía anuncios parroquiales. Fue mi comienzo en la locución. En el seminario menor de Tunja, al cursar cuarto y quinto de bachillerato, transmitía partidos de baloncesto en el equipo de sonido de la institución.
En 1971 hablé por primera vez a través de la radio. Fue un domingo en un programa de la Legión de María, que se transmitía a las 10 de la mañana a través de Transmisora de la Independencia de Tunja. Tuve que leer un texto del guion del programa, de apenas unos 10 reglones. Ese día conocí lo que era una cabina de radio y una consola. Fue una ocasión que me generó un goce especial. Desde muy pequeño deseaba hablar por radio y ese día lo logré.
Después, en 1973, mientras estudiaba el sexto de bachillerato en el Seminario de Facatativá, algunos fines de semana me acerqué a conocer las oficinas y sala de redacción del Noticiero de Radio Súper, en donde me brindaron acogida el director, Jaime Arango y el subdirector, Jairo Humberto Rico. Ellos me permitieron observar el funcionamiento del informativo y el proceso de redacción de las noticias.
En marzo de 1974, cuando comencé a estudiar en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia en Tunja, lo primero que hice fue averiguar si existía en esa institución un periódico de los estudiantes. No tuve que investigar demasiado para saber que desde hacía varios años había sido fundado uno, dependiente de la facultad de educación y que se denominaba Avance Universitario. Conté con la fortuna de que uno de los directivos de este era un amigo muy cercano a la casa de mi tío Gustavo Núñez Puentes, quien me había brindado su apoyo para cursar el bachillerato. Aquel amigo era un estudiante de idiomas de la sección nocturna, Luis Helí Parra Fino.
El director del periódico era José David Gómez Vergara, quien estaba de salida porque acababa de graduarse como licenciado en idiomas modernos. El subdirector era mi amigo Luis Helí. Como asesor, designado por la Facultad de Educación, actuaba el profesor Gilberto Ávila Monguí, hoy secretario perpetuo de la Academia Boyacense de Historia y presidente de la seccional de la Academia Colombiana de la Lengua. Lo recuerdo muy constante asistiendo a las reuniones del consejo editorial y muy acucioso en el análisis del material que se sometía a discusión.
A mediados de mayo de ese 1974 se inició el proceso de preparación del siguiente número de Avance Universitario. El director y el subdirector me pidieron que los apoyara en distintos asuntos, uno de estos, el de recolectar el material.
Hacia las seis de la tarde del 23 de mayo se realizó una reunión del consejo editorial en la oficina del periódico, situada en el costado oriental del tercer piso del bloque central de la UPTC. Allí se ultimaron detalles de la edición. Al escoger los textos para la primera página, Luis Helí planteó que como al día siguiente se iba a inaugurar la Segunda Semana Internacional de la Cultura se hiciera una nota sobre ese acontecimiento y con esta se abriera página. Todos acogimos la propuesta. Me encomendaron la tarea de elaborarla. Luis Helí se ofreció a acompañarme a la inauguración del evento.
—Gustavo, veámonos mañana a las 10 en la plaza de Bolívar y de ahí salimos para el Puente de Boyacá al acto inaugural —me dijo.
—Listo, allí estaré —le respondí.
Cumplí la cita. Era un viernes. Nos fuimos en un bus de servicio intermunicipal al Puente de Boyacá. En este histórico lugar se llevó a cabo un solemne evento con presencia de funcionarios del gobierno nacional, el gobernador del departamento, sus secretarios, el alcalde de Tunja, los comandantes del ejército y la policía, representantes de instituciones culturales nacionales y por lo menos cuarenta embajadores de diversos países. Allí saludé de mano al entonces ministro de Justicia, Jaime Castro, quien frisaba 38 años de vida.
Mientras observaba la ceremonia fijé mi atención en la transmisión que, desde un transmóvil, realizaban para Transmisora de la Independencia y la Radiodifusora Nacional de Colombia Carlos Martínez Vargas, Édgar Oviedo Sandoval y Hernán Castro Rodríguez, a quienes conocía de vista, pues por ser un irredento oyente de la radio me interesaba identificar, así fuera de lejos, a quienes trabajaban en esta en la ciudad de Tunja.

Al terminar la inauguración, se inició el desplazamiento de los asistentes a la capital boyacense.
—Dejémonos ver allí en la carretera para que alguien nos recoja —dijo Luis Helí.
Pasaron varios vehículos. Comenzamos a hacer señas con el pulgar derecho elevado. De pronto el médico Antonio Martínez Zulaica detuvo su vehículo y nos indicó que entráramos. Llegamos a Tunja y nos dejó en la plaza de Bolívar.
—Bueno, aprovechemos el tiempo y veamos las exposiciones que hay aquí en el centro —sugirió Luis Helí.
Avanzamos a pie por la carrera décima hacia el sur con dirección a la iglesia de San Ignacio. Frente a la entrada del Colegio de Boyacá se encontraba estacionado el biblio bus de Colcultura, en el cual se exhibía una muestra de libros. Entramos y allí estaba un amigo de Luis Helí: Germán Riveros Aguirre, gerente del radio periódico Avance Boyacense. Se saludaron con mucha familiaridad.
—Germán ¿cómo está? Acabamos de llegar del Puente de Boyacá. La inauguración de la Semana Internacional de la Cultura fue un acto muy vistoso.
—Hola Luis Helí, ¿qué tal? No pude ir porque debí solucionar unos problemas del noticiero.
Luis Helí me presentó a Germán. Él me saludó con cortesía. Nos estrechamos la mano.
—A propósito ¿usted no sabe de algún redactor que quiera trabajar en el Avance? Carlos Cortés, el encargado del noticiero de la una de la tarde renunció y trabaja hasta hoy. Para el lunes ya necesito alguien que esté al frente de esa emisión —le preguntó Germán a Luis Helí.
—Pues aquí está el tipo que necesita —le dijo este y me señaló.
—¿De verdad? ¿Qué preparación y que experiencia tiene? —repuso Germán.
La postulación me tomó por sorpresa. Le informé a Germán que yo estudiaba idiomas en la UPTC y que estaba vinculado al periódico Avance Universitario.
—Experiencia concreta no tengo. De noticieros solo cuento con unas vivencias en Radio Súper donde fui observador del trabajo que se realizaba. Escribo a máquina con cierta rapidez, a pesar de que soy “chuzógrafo” (así se le dice a quien solo utiliza dos dedos para escribir, el índice de cada mano). Me apasiona mucho la radio y el periodismo. En la Universidad tengo clases todos los días de siete a nueve de la mañana y de dos a seis de la tarde, o sea que podría trabajar de nueve a una. Le agradecería si me diera esa oportunidad.
—Veámonos el próximo lunes a las 10 de la mañana en las oficinas del noticiero. Allá hablamos.
—Muchas gracias. Iré sin falta.
Después de que se fue Germán, le di un abrazo fuerte a Luis Helí en señal de agradecimiento por esa gestión que acaba de realizar en favor mío.
El lunes 27 de mayo de 1974 estuve puntual en las oficinas del radioperiódico.

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Salir airoso de este reto que se me planteaba a tan temprana edad fue el propósito que me tracé. Sabía que debía prepararme y que tendría que sortear con tino las encrucijadas que se me presentaran. Mi atracción por la radio y por el periodismo me motivaba. Haber leído muchos artículos de la enciclopedia El Tesoro de la Juventud que mi padre me había comprado por allá en 1960, cuando yo apenas tenía siete años, me permitió tener el contexto de lo que era el mundo y el desarrollo de este a lo largo de los siglos. Además, el ejemplo de laboriosidad, tenacidad, arrojo y sacrificio de mi madre se convirtió en mi fortaleza durante el tránsito inicial por un sendero desconocido y complejo.
Ese lunes 27 de mayo de 1974, luego de asistir a clases de dos a seis de la tarde y de haber cenado en el restaurante de la Universidad, me fui para la biblioteca a buscar libros sobre periodismo. Era consciente de que solo con deseos y buena voluntad no podría lograr un desempeño sobresaliente. Necesitaba fundamentación académica.
Sabía que el estar estudiando español era una gran ventaja, pues el idioma es una herramienta capital del ejercicio periodístico. No obstante, requería manejar la estructura de una noticia y conocer detalles técnicos de la información. Por eso estaba ahí en la biblioteca. Esa noche encontré un libro de periodismo y su autor era un alemán. Con avidez leí lo que allí se consignaba sobre las funciones del periodismo y los géneros periodísticos. Al día siguiente consulté con mi profesor de español sobre bibliografía en materia de redacción.
—El libro que les sugerí como texto de consulta para esta clase, el Manual de redacción de Santiago Martín Vivaldi, es el ideal, búsquelo —me dijo mi profesor de español, Constantino Muñoz.
No pude conseguir de inmediato ese libro porque en la biblioteca de la Universidad solo había tres ejemplares y cuando lo solicitaba me decían que todos estaban prestados. Comprarlo me era imposible porque no tenía dinero. Debí, entonces, ser práctico y afinarme en la redacción de noticias grabando informativos nacionales que luego, en la noche, transcribía. Estudiaba la estructura de cada párrafo y deducía las características de los textos. Los noticieros que tomé como modelo fueron los de Todelar, Caracol y Radio Sutatenza.
Poco tiempo después, a finales de julio, pude viajar a Bogotá en donde, en una librería situada en la esquina de la calle 13 con carrera 5ª compré no solo el Manual de Redacción sino un libro de 730 páginas titulado: Enciclopedia del periodismo, de Noguer Ediciones, el cual se convirtió en una biblia para mí. Allí encontré todo sobre reporterismo y redacción periodística. Poco después compré, en una librería de Tunja, los textos: Redacción periodística y Curso General de Redacción periodística del profesor español José Luis Martínez Albertos y Géneros periodísticos, de Santiago Martín Vivaldi, el autor del Manual de redacción.
Pero, sin duda, los dos libros que más me potenciaron fueron: Géneros periodísticos informativos de Carl Warren y Manual de estilo de la Agencia EFE, elaborado por Rafael Seco. El primero lo compré en una librería de Bogotá y el segundo me lo obsequió el periodista tunjano Carlos Hernando Gómez Peñalosa, radicado en España, en donde se le conoce como Carlos Peñalosa.
Otras fuentes de capacitación fueron los seminarios y talleres de periodismo, realizados unos en Tunja y otros en Bogotá. Desde 1974 hasta la fecha no he dejado pasar un solo año sin haber participado, por lo menos, en dos eventos de capacitación.
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Un día después de que aparezca publicado este relato en el portal de Boyacá Siete Días, mañana lunes 27 de mayo de 2024, se cumplirán 50 años del día en que llegué al periodismo. No me quedé en el campo empírico. Avancé académicamente. Me gradué de comunicador social periodista en la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá, a través del programa de profesionalización; cursé estudios de economía en la UPTC y de administración pública en la ESAP y me gradué como magister en docencia en la Universidad de la Salle en Bogotá. En lo laboral, del periodismo radial hice tránsito al periodismo escrito y, luego, al institucional. También incursioné en la docencia universitaria. En la actualidad me dedico a redactar crónicas, semblanzas y perfiles; lo hago por el gusto de escribir, como lo apuntó hace algunos días el cronista Alberto Salcedo Ramos al presentarme en un taller sobre periodismo narrativo que él dirige.
El camino recorrido en estos cincuenta años ha sido tortuoso, pero también grato. Si volviera a nacer no dudaría en escoger el periodismo como el oficio de mi vida.