“Cierto día, algunos padres llevaron a sus niños a Jesús para que los tocara y los bendijera, pero los discípulos regañaron a los padres por molestarlo. Cuando Jesús vio lo que sucedía, se enojó con sus discípulos y les dijo: Dejen que los niños vengan a mí. ¡No los detengan! Pues el reino de Dios pertenece a los que son como estos niños. Les digo la verdad, el que no reciba el reino de Dios como un niño estará en él”. Marcos 10 -13,15.
Este versículo bíblico, más allá de un relato religioso significativo para los creyentes, nos hace una invitación espiritual para valorar la condición de ser niño dentro de toda su inocencia, vulnerabilidad y espontaneidad en un mundo violento que destila odio, indiferencia, intolerancia y amargura. Los niños te exigen una absoluta atención del ser y estar aquí en el presente, activando la escucha activa de todo lo que ellos expresan y que debe ser tomado en serio, pero en este mundo adulto la capacidad de escuchar al otro de manera atenta, consciente y asertiva es escasa.
Desde que nació mi hijo, ha sido mi maestro, con tan solo cinco años, él me enseña cada día a ser mejor persona, además de darme lecciones de vida que me muestran que en la adultez se va perdiendo la esencia de ser auténtico, sincero y feliz. Mi hijo me enseña a partir de sus actitudes y comportamientos a reencontrarme conmigo misma, a dejar muchas veces de lado la dureza, el rencor y el afán que nos exige el día a día la vida adulta.
Hace unos días, tuvimos un suceso con mi hijo, en el que salió a jugar al parque y una perra pequeña lo mordió cuando él estaba jugando con unos vecinitos. Esta perra le dejó unas marcas en su piernita, unas mordeduras no tan profundas, pero que sí le causaron dolor. Por su puesto, mi hijo lloró cuando entró a la casa a contarnos lo sucedido; en mi lógica o en mi instinto de madre, quería ir a hacer el reclamo a los dueños de la perra de una manera violenta, pero luego me calmé y pensé de manera más sensata la situación. Posteriormente, la situación se calmó y el dolor de mi hijo también. Lo que me impresiona de él es su capacidad para perdonar y olvidar el incidente a través de la felicidad que le emana el juego, además, de encontrarlo tranquilo hablando de lo que le había pasado de una manera anecdótica; veía en él que no había ningún resentimiento en la perrita que lo había mordido, solo dijo: “Ya no vuelvo a salir a jugar con las perritas al parque porque me muerden”. Sin embargo, le dije que no todos los perritos mordían, que no les tuviera miedo y le puse varios ejemplos de cuando él ha estado cerca de otros perros.
Mi hijo me ensaña a disfrutar de los pequeños instantes del presente entre juegos sencillos hasta su compañía cálida, tierna y enérgica. Él, la mayoría del tiempo está alegre, bromea contantemente, situaciones que muchas veces, en el caparazón duro que hemos construido como adultos nos parecen molestas, nos irritamos de la inocencia y espontaneidad que los niños poseen, sin máscaras ni capas que camuflan la fragilidad del ser humano. Con el paso del tiempo, las situaciones que vivimos, los problemas que enfrentamos en el día a día hacen que perdamos muchas de las capacidades que tenemos cuando somos niños y, sobre todo, endurecemos nuestros corazones porque en el mundo competitivo en el que vivimos, lo más importante es mostrar a los demás que somos fuertes y que nada nos afecta ni nos doblega.
