
Cada cierto tiempo, los titulares de los medios de comunicación regionales y nacionales —ya sean tradicionales como la radio y la televisión, o medios independientes que circulan en internet y redes sociales— vuelven a poner sobre la mesa las mismas denuncias: problemas en el Programa de Alimentación Escolar (PAE). Sobrecostos, alimentos en mal estado, contratos cuestionados, operadores sin experiencia. Es un ciclo predecible que reaparece con frecuencia, como un déjà vu que ya no sorprende a nadie, pero que debería alarmarnos siempre. Porque detrás de cada titular hay un niño afectado, una escuela frustrada y un sistema que no aprende de sí mismo.
Y no es solo un fenómeno en Boyacá. En Casanare, por ejemplo, la Procuraduría según informa en su boletín 1072 – 2024, abrió una investigación disciplinaria contra varios funcionarios de la Gobernación por presuntas irregularidades en la contratación del PAE. Se denuncian fallas en la estructuración de dos procesos de licitación en 2023 que habrían llevado a la revocatoria y a declarar una “urgencia manifiesta” para adjudicar un contrato por más de 8.200 millones de pesos para solo 58 días de clases. Estos hechos muestran que incluso donde su presencia es crítica —como en las residencias escolares rurales—, el programa puede no arrancar adecuadamente o está plagado de irregularidades.
Estos casos en Casanare se suman a los de Boyacá, donde también se han documentado proveedores sin control sanitario y alimentos en mal estado. En Togüí, por ejemplo, tras una visita de rutina, la Procuraduría General de la Nación logró evitar que se entregaran 45,5 kilogramos de pollo en estado de descomposición a 803 estudiantes de 14 colegios. En Tunja, contralores estudiantiles denunciaron la entrega de pan duro, lácteos vencidos, fruta en mal estado y hasta insectos en la comida.
El hilo conductor es evidente: la corrupción en el PAE no comienza cuando la comida llega al colegio, sino al definir quién la provee. La estructura del programa —descentralizada, urgente y con elevados recursos— facilita que la alimentación escolar se convierta en una pieza estratégica de clientelismo local. Controlar quién distribuye los alimentos equivale a controlar recursos y favores, y eso se traduce en un riesgo para la calidad nutricional y la equidad. Sumado a lo anterior, muchos municipios no tienen equipos técnicos sólidos para supervisar con rigor la entrega de dichos alimentos, verificar la calidad de los alimentos en tiempo real es complejo, y por último, las denuncias comunitarias, cuando existen, tropiezan con la lentitud institucional.
El costo lo pagan los más vulnerables: niños de zonas rurales o institucionales, quienes dependen del PAE como su principal —a veces única— ración diaria.
Para romper este ciclo no basta con sanciones: se necesita rediseñar el programa.
1. Contratación transparente: pliegos estándar, criterios claros de idoneidad y procesos con supervisión ciudadana.
2. Trazabilidad digital de los alimentos: saber origen, peso, tiempos y proveedores.
3. Veeduría comunitaria: involucrar a padres, estudiantes y docentes con canales de denuncia rápidos y efectivos.
4. Estructura técnica regional: equipos permanentes, no sujetos a ciclos políticos, que garanticen supervisión continua y profesional.
La alimentación escolar no es un favor del Estado: es un derecho. Es la base para que los niños aprendan y crezcan. Cuando permitimos que se degrade, no solo fallamos en la ejecución: traicionamos el futuro de nuestros estudiantes. Si el PAE ha sido capturado por la política, es hora de recuperarlo para los niños. No podemos seguir aceptando que lo que llegue a sus platos sea “pan duro”, literal y simbólicamente.