
Durante diez años Boyacá ha sido gobernado por un partido que llegó lleno de jóvenes como símbolo de limpieza y renovación y terminó funcionando bajo las mismas reglas que planteó cambiar. La Alianza Verde empezó con un aire de renovación que la gente recibió con ilusión: hablaban de ética, de romper viejas costumbres y de demostrar que sí era posible gobernar sin caer en lo de siempre, ello con el don de la palabra, que fue dada y recibida con ilusión. Pero una vez en el poder, establecieron un sistema territorial duro, lleno de presiones, hacia los gobernados y gobernantes de turno, se establecieron pactos y estructuras que llevan una década moviendo la política regional y boyacense.
Para sostener la gobernabilidad, el círculo se cerró alrededor de el color que les representa, los acuerdos se volvieron inevitables, las presiones cotidianas, rayando incluso en lo ilegal y poco a poco ese discurso inicial fue perdiendo fuerza. La contratación pública empezó a usarse para mantener apoyos; mantener su mando. Algunos proyectos y contratistas levantaron cejas; y varias decisiones se tomaron con afán y dejaron una sensación de falta de claridad y señales continuas que hicieron que la gente comenzara a dudar.
En los cargos también se vio la tensión: llegaron buenos perfiles profesionales y técnicos, pero también otros claramente elegidos por conveniencia política y se otorgaron a los mismos, una y otra vez , tal vez en diferentes lugares pero “los mismos” y aunque realizaron una que otra obra que ayudaron a mostrar gestión, también sirvieron ellas como argumento para pedir continuidad, y mantenerse en el control, algo muy distinto a la narrativa idealista con la que habían arrancado.
Todo este desgaste se acumuló de manera silenciosa. No hubo un derrumbe repentino, sino una pérdida progresiva de confianza. Cada informe de control, cada comentario en la calle fue sumando. El ciudadano común, que había creído en un proyecto distinto, terminó viendo que la práctica no se alejaba tanto de lo que ya conocía. La fractura más grande no fue en infraestructura ni en cifras: fue en la credibilidad. Boyacá esperaba un cambio profundo y, con el paso del tiempo, sintió que ese cambio nunca llegó realmente, al contrario creció y crece la falta de fe y esperanza en la dirigencia politica, porque así es la política, es inevitable medir a todos los que hacen o hacemos política con el mismo rasero.
Lo que deja esta década es una verdad sencilla pero dura: gobernar bien no depende solo de la intención, de la palabra, de la promesa sino de tener reglas firmes, valores y principios fuertes, controles que funcionen y la determinación para no caer en los mismos juegos de poder. La Alianza Verde llegó con un relato fuerte, pero el sistema terminó absorbiéndola. Su historia en Boyacá no es solo la caída de un partido, sino la confirmación de que transformar la política territorial requiere mucho más que promesas; requiere carácter para resistir las presiones de los egos y los intereses mezquinos y valentía para hacer lo correcto incluso cuando es más difícil.