Lo que nadie explica de la Ley de Garantías: una visión desde los territorios #ColumnistaInvitado

En Colombia hemos aprendido, muchas veces a golpes, que la confianza es un recurso tan escaso como valioso. En lo público, esa confianza se construye con actos, no solo con discursos. Y una de las herramientas creadas para fortalecerla es la conocida Ley de Garantías.

En el último semestre he dialogado con muchos alcaldes y aunque todos la mencionan, pocos la explican, y otros tantos la ven como un obstáculo para gobernar. Por eso vale la pena volver a ella, entender su origen, revisar sus debates y preguntarnos, con honestidad y sentido público si debe mantenerse tal como está, transformarse o incluso eliminarse.

¿Qué es y por qué nació la Ley de Garantías? La Ley 996 del 2005, llamada popularmente Ley de Garantías Electorales, surgió en un momento de tensiones profundas sobre la transparencia electoral en Colombia. Fue creada para establecer reglas claras que evitaran el uso indebido de los recursos públicos durante las campañas. Su mensaje era sencillo: el Estado no puede convertirse en la maquinaria de ningún candidato (volver a leer).

Estableció restricciones temporales en contratación directa, vinculación de personal y participación en política por parte de servidores públicos. En otras palabras: puso frenos para evitar privilegios, distorsiones y ventajas en época electoral.

Su espíritu es correcto: proteger el equilibrio democrático.

Quienes respaldan esta ley sostienen que en un país con desigualdades estructurales, corrupción persistente y redes clientelistas que aún sobreviven, no se puede dejar sin controles una etapa tan frágil como la electoral.

Estas voces, magistrados, académicos, organismos de control y algunos líderes políticos recalcan que:

  • Permite un mínimo de equidad en campañas.
  • Reduce el riesgo de desviar recursos a favor de candidatos oficiales.
  • Evita que los gobiernos de turno abran la chequera para influir en electores.
  • Aporta transparencia y confianza institucional.

En términos prácticos, para muchos es una barrera que, aunque imperfecta, frena abusos. Como dicen algunos expertos, “si la Ley de Garantías no existiera, habría que inventarla”.

Por otro lado, alcaldes y gobernadores, especialmente en municipios pequeños como la gran mayoría de nuestro departamento, han señalado que la ley se convierte en un obstáculo para ejecutar obras fundamentales, porque los períodos preelectorales paralizan la contratación.

Los territorios sienten que quedan “amarrados” justo cuando más necesitan mover proyectos estratégicos.

Entre las críticas más frecuentes están:

  • La contratación no se detiene por arte de magia: se traslada hacia el año previo, generando cuellos de botella.
  • Afecta la ejecución de metas del plan de desarrollo.
  • Su enfoque es punitivo, de castigo, más no preventivo.
  • En municipios con baja capacidad administrativa, detener procesos en plena ejecución genera retrasos que pueden durar años y hasta convertirse en elefantes blancos.

Quienes piden eliminarla argumentan que el problema no es la contratación, sino la falta de control efectivo y vigilancia real. Alegan que la ley castiga la gestión pública sin atacar la raíz de la corrupción.

Hoy, casi veinte años después de su creación, la Ley de Garantías está nuevamente en debate. En el 2021 tuvo una modificación temporal que permitió contratar en época electoral, pero la Corte Constitucional luego tumbó esa reforma y restauró las restricciones originales.

Lo que este ir y venir demuestra es simple: la Ley de Garantías ya no puede seguir discutiéndose como un tema técnico; es un asunto político, ético y territorial, que necesita modernizarse, adaptarse a la realidad actual y mantener su propósito original sin bloquear la ejecución pública.

Desde mi experiencia, estudios en administración pública territorial y compromiso con la función pública, estoy convencido de que la Ley de Garantías sigue siendo necesaria, pero no en el formato rígido con el que fue concebida en el 2005.

El país ha cambiado, las herramientas tecnológicas también, y hoy tenemos capacidades de vigilancia, trazabilidad y transparencia que antes no teníamos.

Creo profundamente que:

  • La transparencia no debe depender de un calendario, sino de un sistema de control permanente.
  • Los territorios no pueden seguir frenando su desarrollo cada cuatro años.
  • La confianza ciudadana debe ser prioridad, pero también la movilidad de la inversión pública.
  • El problema no es la ley: es la cultura política.
  • En lo público, las normas sirven; lo que no sirve es pretender que una ley supla la falta de ética de algunos actores.

Para finalizar, a quienes hemos gestionado, contratado, ejecutado y defendido lo público, la Ley de Garantías nos pone frente a un espejo:

no es el Estado el que debe demostrar que es confiable; somos nosotros quienes debemos hacerlo.

Ni la mejor ley reemplaza la integridad. Ni el mayor control suple la ausencia de vocación pública. Ni la más estricta restricción sustituye el liderazgo ético.

Por eso, esta ley, se mantenga o se transforme,  debe ser una oportunidad para recordarnos que la política es un ejercicio de servicio, no de ventaja.

Porque al final, lo verdaderamente peligroso no es flexibilizar la Ley de Garantías…

lo verdaderamente peligroso es flexibilizar nuestra conciencia pública.

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