
El pasado sábado 8 de noviembre, la capital boyacense sufrió un atentado que, por fortuna, resultó fallido. Desde muy temprano, la ciudadanía alertó a las autoridades, motivo por el cual se evitó una desgracia.
Yo me enteré porque escuché un ruido exterior muy fuerte: las ventanas de mi apartamento se estremecieron con el sonido. Era como si un trueno hubiese dejado sorda a la ciudad. Momentos después, comenzaron a escucharse sirenas. Intrigado, busqué en internet qué había sucedido y fue entonces cuando me enteré de las explosiones y del atentado.
A partir de ese instante, la zozobra y el miedo se apoderaron de todos. Existía la posibilidad de que hubiese más explosivos en la ciudad. Salí a caminar y pude sentir el miedo de la gente; algo extraño flotaba en el ambiente. Mientras tanto, algunas personas apelaban a la idea de que Tunja es una ciudad muy segura y no podían creer que esto estuviera ocurriendo aquí.
En ese momento, pensé en otras ciudades y pueblos del país donde, de manera cotidiana, las personas viven con esa misma zozobra, con ese miedo, con esa angustia; lugares donde los ataques son permanentes y el terror forma parte del paisaje diario.
Para Tunja, ojalá ese haya sido el único día de terror. Nadie debería vivir con ese miedo. No obstante, la sola experiencia del temor debería bastar para que pensemos e imaginemos, aunque sea mínimamente, cómo es vivir en un lugar donde no hay paz.
Es cierto que la palabra paz está muy politizada en Colombia. Sin embargo, todos deberíamos perseguirla como un imperativo moral. En consecuencia, tendríamos que ejercer nuestra capacidad crítica para condenar todos los actos de violencia: tanto los de los candidatos presidenciales como aquellos que, de manera más sutil, reproducimos en nuestra vida cotidiana, que también es política.
En definitiva, los atentados en Tunja buscan generar miedo y terror. Pretenden que los ciudadanos intenten apagar el fuego con más fuego. Ojalá la ciudadanía comprenda que hechos como los del sábado no son merecidos por nadie.