De Montealegre a Montetriste, la caída del ministro que creyó ser indispensable en el Gobierno Petro

Hasta hace pocos meses, Luis Eduardo Montealegre caminaba por los pasillos del poder con la seguridad de quien se siente imprescindible.

Luis Eduardo Montealegre, ministro de Justicia dimitente. Foto: archivo particular

Se le veía convencido de que su paso por el Ministerio de Justicia sería la reivindicación de su cruzada personal contra la impunidad, y el escenario ideal para demostrar —una vez más— su influencia sobre el rumbo del derecho colombiano. Pero terminó saliendo por la puerta de atrás, sin aplausos ni defensores, en un episodio que refleja tanto su estilo personal como las grietas de un Gobierno que no logra retener a sus figuras más controvertidas.

La renuncia, anunciada con destemplanza el 24 de octubre, llegó envuelta en una carta que más parecía un alegato de víctima que un acto legítimo. Montealegre dijo irse para “retomar su papel” en los procesos judiciales relacionados con el expresidente Álvaro Uribe, luego de la absolución del exmandatario. Pero entre líneas se leía otra historia: la de un ministro cada vez más aislado, investigado, y cuya presencia se había vuelto una carga política para el presidente Gustavo Petro.

Durante su breve paso por el ministerio, Montealegre intentó trasladar su estilo combativo —el mismo que marcó su paso por la Fiscalía— al escenario gubernamental. Había llegado con promesas de reforma judicial, discursos altisonantes sobre la ética pública y la justicia restaurativa, y una abierta disposición a enfrentarse con los poderes establecidos. Sin embargo, terminó enredado en disputas innecesarias, quejas disciplinarias y una confrontación casi permanente con la Procuraduría y las Cortes. Su protagonismo, más mediático que institucional, empezó a incomodar incluso a quienes inicialmente lo habían apoyado.

El presidente Petro, que suele tolerar el fuego amigo hasta cierto punto, terminó pidiéndole la renuncia. No por diferencias ideológicas —ambos comparten la narrativa de la “justicia como instrumento de transformación”—, sino porque Montealegre se volvió un riesgo político difícil de sostener. Su presencia generaba más ruido que resultados, y cada declaración suya abría un frente nuevo de polémica. En Palacio comprendieron que mantenerlo era insistir en una tormenta que distraía al Gobierno de sus prioridades.

Así, el exfiscal que se creyó insustituible terminó convertido en un problema. Pasó de ser una ficha fuerte en el ajedrez del poder a un peón sacrificado para evitar el jaque mediático. Y lo que pudo ser una renuncia discreta se transformó en un espectáculo final: denuncias, acusaciones de traición y una narrativa de víctima que contrasta con la responsabilidad que implica dirigir una cartera tan sensible.

La ironía es inevitable: quien llegó como Montealegre —sólido, elocuente y desafiante— se fue como Montetriste, derrotado por su propio ego, por la política que no entendió y por un entorno que dejó de creer en su causa.

L.F.L.R.

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