
El día en que un motociclista bajo los efectos del alcohol chocó contra la parte trasera de un automóvil que circulaba con normalidad, cambió para siempre la cotidianidad y la percepción de la justicia vial frente a una situación como esta.
El conductor de automóvil no tuvo ninguna culpa en el accidente: circulaba con todas las precauciones, respetando las señales, cuando de pronto fue embestido por detrás por el motociclista que manejaba en estado de embriaguez.
A consecuencia del impacto, el vehículo sufrió daños materiales que no sólo implican un desembolso económico inmediato, sino también una alteración de su movilidad diaria: quedarse sin uso de su automóvil, verse inmovilizado, desplazarse en transporte alternativo, perder tiempo, esfuerzo y tranquilidad.
A esta situación, se suman efectos psicológicos que muchas veces se pasan por alto: la angustia del estado de salud del accidentado, el estrés de los trámites, la incertidumbre del estado del auto mientras está en los patios, el temor a que la responsabilidad sea compartida o a que el sistema judicial/asegurador no responda.
Esa pérdida de uso también representa un perjuicio económico: gasolina, transporte alternativo, pérdida de eficiencia. La reparación del vehículo, incluso cuando está cubierta por seguro, muchas veces exige copagos, deducibles o simplemente el tiempo sin vehículo. Todo ello agrava la situación de la persona que, recordemos, no tuvo culpa alguna.
Un hecho que se vuelve aún más insoportable cuando quien choca lo hace en estado de ebriedad: eso agrava la negligencia y eleva el factor de irresponsabilidad que en muchos casos abre la vía civil y penal contra quien causó el daño.
Bajo la normativa de tránsito colombiana, el hecho de causar un accidente bajo influencia de alcohol o sustancias psicoactivas acarrea sanciones severas: por ejemplo, la Ley 769 del 2002 que regula el Código Nacional de Tránsito Terrestre (CNTT) en sus artículos 150, 151 y 152 establece que la autoridad de tránsito puede requerir examen de embriaguez (artículo 150) y que quien cause lesiones u homicidios en accidente de tránsito bajo estado de embriaguez sufrirá suspensión de licencia por cinco años (artículo 151) y multas según grado de alcoholemia (artículo 152).
Asimismo, la Ley 1696 del 2013 contempla sanciones penales y administrativas para la conducción bajo alcohol o psicoactivos.
Desde esta perspectiva, el conductor fue una víctima de un acto irresponsable que no provocó.
En ese sentido, es su derecho exigir la reparación de los daños, tanto materiales (arreglo del vehículo, pérdida de su uso, transporte alternativo) como los inmateriales (angustia, estrés, alteración de la vida diaria), pero ello implica un proceso judicial largo de indemnización que, en la práctica, aunque la normativa no lo específica para cada caso, la jurisprudencia en Colombia reconoce que quien no tiene culpa puede reclamar indemnización al responsable directo del siniestro.
También cabe revisar si la inmovilización del vehículo fue causada por la autoridad de tránsito por una razón atribuida al motociclista y si eso implica un adicional perjuicio para el conductor del automóvil, pues el vehículo quedó retenido sin que este tuviera responsabilidad.
Es aquí donde la reflexión debe ir más allá del accidente: ¿qué clase de justicia es aquella que inmoviliza al inocente mientras el infractor es atendido con prioridad? Las normas de tránsito deberían proteger de manera efectiva a quien actúa con responsabilidad, garantizando que su vida cotidiana no se vea afectada por la imprudencia ajena. Sin embargo, en la práctica, muchos de estos procedimientos terminan castigando de manera silenciosa al más cuidadoso.