Crónica sobre el hijo de Boyacá que conquistó el corazón de los vallenatos con el instrumento que ellos hicieron famoso.

El 30 de abril del 2018 y ante acordeoneros finalistas del Magdalena, Cesar y La Guajira, Julián Mojica Galvis se convierte en el primer Rey Vallenato boyacense. Foto: Zeiry Juliana Acosta Triana
*Por: Zeiry Juliana Acosta Triana
“Desde el día en que yo vine al mundo oyendo el acordeón, los ojos se me abrieron y desde entonces llevo con orgullo la gran herencia que olvidar no puedo”. Con este fragmento de ‘La herencia’ de Emiliano Zuleta, Julián, Javier, Juan Pablo y Román Mojica se transportan a su propia historia y posesionan con ímpetu a la dinastía Mojica entre los favoritos del festival.
Por un instante, en la plaza de Valledupar se hizo silencio. Ni un murmullo ni una cuerda vibraba. Solo él, Julián Mojica en el centro del escenario, con los ojos cerrados, pero conectado con todos sus sentidos, sostiene su acordeón con gran firmeza como si este fuera una extensión de su cuerpo. En el aire, el calor dulce y pesado del departamento del Cesar suspendía la emoción y los aplausos no solo de un pueblo sino de todo el interior del país. La incertidumbre y la ilusión era obvia, desde el público,
Benedicta Galvis, madre de Julián, junto con todos sus vecinos de Paz de Río y del país sentía esa tensión compartida. “Yo veía a toda esa gente ilusionada y llorando porque mi Julián ganara”, menciona ella, y sí, allí se encontraban ellos a la espera de la historia que estaba a punto de escribirse.
Julián tenía apenas 7 años cuando empezó a sumergirse en la música. Sus primeros maestros fueron sus hermanos, como él mismo lo afirma: “aprendí viendo a mis hermanos mayores Román y Juan Pablo Mojica, además de mi papá y mi tío. Desde entonces, no he parado”.
Julián, aunque quieto y tímido como lo describe su señora madre, era un muchacho callejero: se iba con los amigos a tocar caja; luego llegó la guitarra y más tarde, el acordeón, “y todo lo tocaba bien este berraco”, recuerda entre risas Pablo Mojica, padre de Julián.
Julián no nació con un acordeón en las manos, pero sí con la música recorriendo todo su ser. Su hermano Javier Mojica recuerda cómo se encerraba horas con Román, otro de sus hermanos, para practicar “pito a pito” —también conocido como nota a nota—. En aquellas jornadas Julián tocaba su primer acordeón: un “5 letras” en una tonalidad ADG, el que heredó de su padre. El sonido de las melodías se coló por las ventanas de aquella casa de techos rojos y viajó por el río Chicamocha hasta llegar al río Guatapurí. Abrazado a su acordeón, el cual era más grande que él, con las correas cruzadas y perfectamente ajustadas para que no se le resbalara. Su padre, “Pablo, lo escuchaba en silencio quien pa’sus adentros dijo ‘este chino va pa grandes cosas’”, dice Benedicta, y fue así como decidieron llevarlo con tan solo 10 años a su primer festival en Valledupar.
La doble cara del deseo
A los 10 años, Julián pisó por primera vez el Festival de la Leyenda Vallenata en la categoría infantil. Los recibió el olor a pescado frito, polvo y trago seco “sin duda alguna Valledupar olía a vallenato”, menciona Juan Pablo Mojica.
Llenos de ilusión y con toda la fe puesta en Dios y en el ángel que acompaña a Julián, aunque lleno de nervios se lanzó a la tarima y dio un show que descrestó no solo al jurado, sino a todos los espectadores; su presentación lo hizo quedar entre los cinco mejores.
Al día siguiente, como suele pasar en estas tierras, una ‘ayudadita’ convirtió la experiencia en algo agridulce. En medio de la competencia un intermediario se acercó a la señora Benedicta y sin ningún reparo le dijo: “si quiere que su hijo gane hay que colaborar con algo” ella se negó rotundamente “prefiero que lo saquen” respondió y así fue, su nombre dejó de aparecer en la lista de los finalistas. La desilusión fue tan grande que, sus padres llegaron a perderlo en Valledupar. Angustiados recuerdan: “echamos pata por medio Valledupar y nada”; horas después lo encontramos en el hotel muy tranquilo él ya se había aprendido el camino, “pero nos pegó nuestro susto” recuerda ella.
Un ejército de músicos y parranderos
Julián manifiesta: “lo mío no es mío, es de todos los que me enseñaron a amar esto”, y así nos reafirma que su amor por la música no viene solo de Julián sino de su familia, la dinastía Mojica.
Todo comienza en el municipio de Tasco, Boyacá, a mediados de los años 50, donde Jorge Mojica, más conocido como ‘Chapete’, solía visitar a unos amigos que tenían un acordeón de hilera. Iba con frecuencia a la casa de ellos a que se lo prestaran; fue tanto el interés que despertó en él que pronto estaba interpretándolo con gran destreza, tanto que su padre, Arturo Mojica Llanos, al escucharlo le compró un acordeón y así se fue perfeccionando.
Este acordeón, más conocido como ‘El juguete’, despertó también gran emoción en sus hermanas Adelina y Ernestina, quiénes empezaron a interpretarlo junto a Pablo y Manuel. Los más sobresalientes de esta generación fueron ‘Chapete’ y Pablito, luego de ellos vienen los hermanos Mojica Galvis: Juan Pablo, Fredy, Román, Julián y Luis Alejandro, hijo de Jorge; de esta generación, uno de los más grandes es reconocido como el rey Julián Mojica.
Ocho años de sudor y puya
En la travesía de la sinfonía del Chicamocha al Guatapurí el camino al festival de la leyenda vallenata no fue fácil, pues este “participó siete veces antes de ganar”, cuenta don Pablo.
“Todo inició con mi tío, quien se presentó en el Festival Vallenato desde 1971 y obtuvo un segundo lugar en 1981; desde ahí empecé esta travesía, participé ocho veces consecutivas hasta ganar en 2018”, menciona Julián con efusividad.
Durante este camino logró cinco finales, dos terceros lugares y un segundo lugar antes del título. La tarde del 30 de abril el parque la Leyenda Vallenata estaba desbordado, el aire tibio, cargado de polvo fino y emoción, el murmullo creciente de una multitud expectante. Pablo nos cuenta que “en una conversación, Peter Manjarrés dijo algo como: ‘El nuevo rey es boyacense’, no en el micrófono, sino charlando. “Yo lo escuché y dije: “Es Julián, ¿quién más?”.
Bajo las luces amarillas de los faroles y el fulgor del escenario principal, empezó a correr este rumor. “Juan Pablo me decía: –papá que Julián ganó– Pablo serio responde– sí sí– Juan pablo–alégrese papá, le estoy diciendo que ganó– Pablo– que sí hombre, espere–”.
Los presentadores se aproximan al micrófono con papeles en mano. Un instante de silencio se apodera del público, tan denso que casi puede tocarse. Los micrófonos se abrieron y dijeron: “Tercer puesto, Alfonso Monsalvo, segundo puesto, Javier Mata… y el nuevo Rey Vallenato es Julián Ricardo Mojica Galvis de Paz de Río”.
Lleno de emoción Pablo recuerda: “Esa noticia era la que quería oír, ahora sí vamos a celebrar”. Benedicta dice: “teníamos que estar seguros, antes de que lo nombraran, cualquier cosa podía pasar”.
Julián recuerda cómo una alegría profunda recorrió todo su cuerpo como un “corrientazo”, paso por su sangre tanto que hizo que los recuerdos de un proceso intenso aparecieran de modo que al principio no creyera lo que sucedía, como él mismo lo dice, “tuve que preguntar varias veces si era cierto”, pues él se encontraba profundamente inmerso en la competencia.
El profesionalismo, la humildad y la disciplina son cualidades que Julián ha llevado consigo por las montañas color verde esmeralda de Boyacá hasta los valles color ocre polvoriento del Cesar. En esta travesía trata de honrar y dejar en alto el nombre de su departamento natal que no, no es el Cesar como aquella vez “cuando era niño y participó en el Festival Vallenato. Publicaron que era de La Paz, Cesar, porque les parecía increíble que un niño boyacense tuviera ese nivel con el acordeón”, cuenta su hermano Román.
Sus inicios fueron en el frío altiplano boyacense en el Festival de Nobsa, aquí se forjó la leyenda de Julián. Una tarde de noviembre de 1994 entre el olor de los chorizos al carbón y la chicha espesa y burbujeante, “Julián tenía 9 años y en ese momento no existía la categoría infantil en el festival. Sin embargo, con ayuda de su tío y la junta directiva se le permitió realizar una presentación especial”, comenta Marcos Cely, organizador del Festival de Nobsa.
Entre tanto él ajustaba las correas de su acordeón, su familia y Marcos lo observaban desde las gradas mientras interpretaba ‘La hamaca grande’. El frío viento de la cordillera se llevó las partituras y el sombrero de uno de los jurados, pero, nadie prestó atención a esto, todos estaban anonadados, tres redobles en tono menor con un pase inédito hicieron erizar los brazos de los veteranos con quien concursaba. “Julián convertía el fuelle en un suspiro de la tierra” afirma Pablo.
Aunque muchos creen que el rey cambió con la corona, su amigo Giovanni afirma lo contrario, “aunque a veces parece serio, él se transforma con un café, cuenta chistes se ríe duro, hace notar su corazón” como músico no se conforma con lo que ya es, cada día sigue estudiando, preparándose, toca en tarimas grandes y chicas.
“Es un artista en todas las letras” dice Poncho Quevedo, su compañero musical, no solo por lo que toca y como lo toca, sino por lo que transmite. En cada nota que Julián toca hay un eco de su trayectoria con su fe colgando del cuello y aquel niño improvisando en la montaña marcado en su corazón, su acordeón no toca solo vallenato, toca Boyacá, toca resistencia, toca corazón.
Julián es un hombre que escribió su propio camino en un género ajeno y se enfocó en hacerlo tan bien que lo hizo suyo, “el toque de Julián no es ni de costeño ni de boyacense, Juli suena como él” resalta Luis Alejandro Mojica, su manager, quien es testigo de las largas y pesadas noches de ensayo en que Julián desarmó canciones, buscó texturas, y rearmó las mismas como si se tratara de un juego de lego, esto no solo lo convirtió en un músico de oído fino, también se volvió uno de alma profunda, su música tiene el calor y el fuego del Caribe pero va acompañada de la templanza de las imponentes montañas de Boyacá.
Nadie creía que de las frías tierras de Boyacá pudiera salir un rey vallenato, pues bien dicen que el vallenato es cosa de la costa, de donde el calor se pega a la piel y la mayoría de pelaos nacen con apellidos folclóricos e influyentes de la industria, muchos tienen padrinos folclorólogos —quienes estudian las expresiones culturales— y parranderos de la región. Pero Julián demostró que el talento no tiene climas. Con su acento andino y sus alpargatas de fique subió a tarimas de Valledupar y tocó como si el Caribe corriera por sus venas, siendo inspiración para muchos talentos nuevos del interior del país.
Cuando lo coronaron, más de uno no creía esto, pues cómo era posible “¿qué un boyacense fuera rey vallenato?”, especularon algunos regionalistas del Cesar.
Julián no solo toca para el público. Toca para su madre, para su padre, para sus hijas y toda su gente que lo escucha desde Boyacá. Recuerda a su familia esperándolo en cada viaje, a su padre aquella vez que le dio su primer acordeón, a su madre orando por su futuro, de igual manera a quien lo abrazaba cuando no pasaba a la final, y por ellos es que deja que sus dedos bailen en el fuelle como un par de truchas en el río Chicamocha, dando vida a una perfecta sinfonía y marcando una historia que afirma que su victoria en el Festival de la Leyenda Vallenata no es solo eso, como él mismo lo afirma: “No fue solo mi victoria, fue el reconocimiento de todo un proceso familiar y cultural, especialmente del amor que Boyacá le tiene al vallenato”.
Hoy, a sus 41 años, Julián sigue siendo el mismo que tomaba sancocho con arroz en la cocina de su madre. “Es honesto como el agua”, menciona Javier Agudelo, mientras evoca las parrandas donde forjaron su amistad. En su casa, alejado de las cámaras y los reflectores, toca el violonchelo —herencia de sus estudios en la Universidad Distrital— o juega con sus hijas, “prefiere el sancocho casero que los banquetes”, expresa su señora madre y aunque vive en la industria de las parrandas, es un hombre más de casa, sencillo al que le gusta estar tranquilo. Pero en el escenario, se transforma.
Ángel Berbel, un joven acordeonero de Duitama, Boyacá, lo describe así: “su acordeón suena intenso, claro, potente y con raíces”, como una lluvia intensa en el monte y es que como bien dice su hermano Román: “juli no imita, crea”, su música es un puente entre lo clásico y lo nuevo, sin perder nunca el olor a hierro y a café de su origen. Al cerrar el telón y apagar las luces Julián se queda con lo esencial: los suyos, su música, su fe. Porque más que un rey es un río, el mismo que lo llevó de Paz de Río a Valledupar y los ríos como él, nunca dejan de sonar.
*Estudiante de Comunicación Social de la Universidad de Boyacá