
Hasta hace algunos años, muchos boyacenses creyeron que esa tierra fértil había dado —al fin— un hijo ideal para el cambio: un hombre capaz de devolverle a la política la decencia perdida y de honrar la tradición de líderes que engrandecieron la República en su momento —Enrique Olaya Herrera, Armando Solano, Miguel Jiménez López, José Ignacio Márquez, Santos Acosta, Santos Gutiérrez, Clímaco Calderón, Eduardo Santos Montejo, entre otros—, símbolos de un tiempo en que el servicio público tenía un sentido de propósito.
En ese linaje moral muchos quisieron inscribir el nombre de Carlos Andrés Amaya. Nacido en Socha, en un hogar donde las limitaciones eran parte del paisaje y la palabra oportunidad sonaba a promesa lejana, emergió como un joven de verbo encendido, dispuesto a desafiar la vieja política —cómoda, ventajosa y ladrona— desde los pasillos universitarios hasta las plazas públicas. Fue el muchacho de provincia que se convirtió en referente generacional: vehemente, locuaz, de sonrisa fácil y discurso rebelde en un cuerpo menudo.
Durante un tiempo, encarnó la esperanza de un cambio real. Comenzó incursionando en el Partido Liberal, luego pasó al Partido Verde, y hoy no hay rincón boyacense donde se mueva un papel sin su autorización. Pero el poder, como el tiempo, no pasa en vano. Lo que empezó como épica juvenil se ha ido convirtiendo, poco a poco —dicen amigos y detractores—, en una historia de espejos rotos y cabos sueltos. Los boyacenses que lo vieron llegar por primera vez a la Gobernación creyeron asistir al nacimiento de una era. El mérito, el esfuerzo y la humildad parecían volver a tener sentido. Sin embargo, el brillo de los reflectores fue moldeando otro rostro: el del líder que empezó a parecerse a aquello que un día prometió combatir.
Hoy, entre sus propios aliados y críticos, existe una coincidencia amarga: Amaya ya no representa la ilusión del cambio, sino el desencanto de lo que pudo ser. Su cercanía con el poder, su habilidad para tejer alianzas y su ambición expansiva lo han convertido en un político de cálculo. A donde antes llegaba la esperanza, hoy llega el ruido de la desconfianza.
El episodio reciente en Paipa fue apenas el reflejo más visible de esa fractura entre su promesa de cambio y la práctica del poder. El enfrentamiento público con el alcalde Germán Ricardo Camacho, durante la entrega de la nueva plaza de mercado —un proyecto de más de 26.000 millones de pesos (inicialmente proyectado en 16.000 millones)—, terminó exponiendo el deterioro del liderazgo que un día despertó admiración. Aquella escena, entre reproches y desdenes, se repite en distintos municipios, con alcaldes maltratados, donde la cooperación institucional ha sido sustituida por la vanidad y el control. Lo que debía ser un acto de unidad territorial terminó convertido en una escena recurrente, de espectáculo ordinario y pobre. “Ya dejó de parecer un líder y empezó a parecer un político más”, comentó un viejo aliado suyo, con resignación.
Pero el problema no comenzó en Paipa. El deterioro viene de antes, de los gestos de grandeza que no encajan con sus orígenes. Su boda en Villa de Leyva, con desfile en plaza pública y despliegue innecesario de fasto y elegancia indolente, fue leída como el síntoma de un nuevo narcisismo: el de quien necesita el aplauso para validar su propia historia. Luego vendrían las estrategias para extender su poder en cuerpo ajeno —como en la gobernación de Ramiro Barragán, su leal y sumiso heredero político—, con patrocinios a festivales, eventos musicales o ciclísticos financiados con recursos municipales, más útiles para su imagen que para resolver las urgencias sociales.
Mientras tanto, en los despachos de la Procuraduría, Contraloría y Fiscalía comenzaron a acumularse investigaciones por presuntas irregularidades en contratación y manejo presupuestal durante su primera administración. Aún no hay fallos, pero el ruido de los procesos alimenta la percepción de que aquel joven que pedía transparencia con fervor moralista hoy enfrenta los mismos cuestionamientos que antes lanzaba contra otros. “Todo se mueve abajo y nada se mueve arriba”, dijo otro amigo suyo que lo cuestiona.
Aunque aún no hay sentencias condenatorias, existen varios casos documentados que muestran debilidades éticas, riesgos de corrupción o presuntas irregularidades. En junio de 2023, la Procuraduría abrió indagación previa por la construcción de una casa-finca en zona de preservación ambiental, en una colina que bordea el lago Sochagota, en Paipa, inmueble vinculado al suegro de Amaya.
De otra parte, el gobernador estaría favoreciendo a empresarios cercanos: los hermanos José Antonio y David Felipe Peña Villalobos, con varios contratos viales, acusación de sobrecostos, incumplimientos, licitaciones múltiples e interventorías repetidas. La Fiscalía le abrió una investigación penal sobre el tema. En los sistemas de seguimiento existen hallazgos administrativos: el contrato por el corredor vial del Oriente, firmado en 2018, inició con un valor estimado de 93.000 millones de pesos y, por prórrogas y retrasos, habría alcanzado los 124.000 millones.
Estos casos muestran que no se trata únicamente de rumores, sino de documentos e investigaciones abiertas que despiertan la exigencia del escrutinio público. Pero hay que decir también que no todo en la administración de Amaya ha sido cuestionable. El Premio Gobernador Solidario e Incluyente de Latinoamérica 2018 fue una distinción pública por su política social, especialmente en temas de género, desarrollo humano y atención a poblaciones vulnerables.
A su favor debe sumarse el concurso Regalías Bien Invertidas, que destacó obras como la Terminal de Transportes de Tunja y el puente colgante de Cubará, reconocidos por su impacto regional. Entonces, lo que ocurre con Amaya va más allá de la política: es la travesía moral de un hombre atrapado por su propio relato. El poder, cuando se confunde con identidad, devora al individuo.
El pensador francés Alexis de Tocqueville advirtió que “no hay tiranía más peligrosa que la ejercida en nombre del pueblo”. Y George Orwell, en su fábula eterna del poder, escribió: “los que prometen el paraíso terminan construyendo granjas donde solo ellos son los animales más iguales que los demás”.
En América Latina la historia es pródiga en ejemplos: líderes que surgieron del pueblo para terminar convertidos en reyes de su propia corte. Fujimori, Chávez, Correa, Ortega, Bukele… todos creyeron encarnar la voz del pueblo y todos fueron devorados por su propio ego. En Boyacá, Amaya parece recorrer un camino semejante, en otra dimensión.
Su relato de cambio terminó absorbido por la lógica del cálculo, del control y del micrófono. En lugar de fortalecer instituciones, ha preferido asegurar obediencias. En vez de dejar obras duraderas, ha multiplicado inauguraciones. “2025, el año de los 700 logros”, proclama su lema, entre placas, actos y titulares. Pero entre los boyacenses de las veredas sin vías ni agua potable, crece la idea de que muchos de esos logros son “foto-logros”: imágenes bien editadas para el recuerdo, no para la transformación.
Aun así, la crítica no busca destruirlo, sino recordarle su propio credo. Él mismo solía repetir, en sus días de estudiante, que “el poder no se ostenta, se sirve; no se hereda, se honra”. Hoy esa frase suena como advertencia. El escritor Albert Camus decía que “el hombre se condena cuando la mentira pretende volverse verdad”. Esa es la rebelión silenciosa que comienza a sentirse en Boyacá: la de quienes no se oponen por ideología, sino por desencanto.
Carlos Amaya, según sus propios copartidarios, puede aún reencontrar el hilo que lo trajo hasta aquí. Pero el tiempo —como la confianza pública— no se detiene. Si insiste en confundir liderazgo con espectáculo, terminará recorriendo los mismos pasillos de la desilusión, máxime cuando actúa y milita en un partido que tiene como norte la transformación. Entonces se cumplirá la tragedia mayor que ronda a cualquier hombre público: el momento en que el pueblo deja de copiarle. Ese, y no otro, es su verdadero laberinto.