
Cuando hablamos de una reforma tributaria, lo primero que hay que tener presente es que no sería la primera ni la última en Colombia
A lo largo de la historia, diferentes Gobiernos han acudido a esta fórmula con el mismo argumento: aumentar el recaudo. Y claro, la discusión no está en que existan, sino en cómo se diseñan y a quién realmente terminan impactando.
Y aquí quiero detenerme un momento. Porque más allá de tecnicismos o cifras, lo que preocupa es que estas propuestas casi siempre recaen sobre quienes menos margen tienen para soportarlas: la clase media, los pequeños emprendedores, las familias que ya sienten que el salario se queda corto.
Lo digo con conocimiento de causa. Cuando fui alcaldesa de Tibasosa, entre 2020 y 2023, nos enfrentamos a un reto enorme: lograr que el municipio pasara de sexta a quinta categoría. No fue sencillo. Los requisitos eran claros: cumplir con la población mínima, demostrar un aumento en los recursos de libre destinación y de inversión, y, al mismo tiempo, reducir los gastos de funcionamiento.
Ese avance no se logró creando nuevos impuestos ni apretando más a la ciudadanía. Se logró con eficacia y eficiencia, administrando cada peso con responsabilidad, priorizando proyectos, siendo transparentes y, sobre todo, buscando alternativas que fortalecieran las finanzas del municipio sin cargarle más peso a la gente. Aumentar la inversión no significó cobrar más: significó gastar mejor lo que ya teníamos.
Por eso, cuando hoy escucho el debate sobre la reforma tributaria, no puedo evitar preguntarme: ¿por qué siempre se piensa primero en cobrar más, en lugar de administrar mejor? ¿Por qué insistir en lo fácil, que es subir cargas, y no en lo correcto, que es mejorar la forma en que se gobierna?
A lo largo de mi vida pública, también como personera y como fiscal, vi cómo los recursos se perdían en trámites interminables o, peor aún, en corrupción. Ahí está la raíz del problema. No siempre falta dinero, lo que falta es eficiencia y transparencia. Mientras no corrijamos eso, cualquier reforma tributaria será apenas un parche costoso para la ciudadanía.
El riesgo de insistir en lo mismo —más impuestos para los mismos— es grande: más descontento social, más informalidad, más desconfianza en las instituciones. Una reforma que no tenga sentido social ni visión de equidad no resuelve nada, al contrario, profundiza la desigualdad.
La experiencia de Tibasosa nos deja una lección valiosa: sí es posible crecer y fortalecer la inversión sin recurrir a medidas que castiguen a la gente. Con una gestión honesta y responsable, se puede avanzar sin ahogar a quienes ya hacen esfuerzos enormes por sostenerse.
Colombia necesita recursos, sí. Pero más que otra reforma tributaria, lo que necesita es una reforma ética y administrativa. Una que priorice la eficiencia, que cierre fugas de corrupción, que reduzca gastos innecesarios y que devuelva la confianza al ciudadano de que cada peso se convierte en bienestar.
La verdadera solución no está en apretar más el bolsillo, sino en gobernar con amor por lo público. Porque cuando se administra con transparencia y eficacia, la gente no se siente exprimida: se siente parte de una transformación real.