¿Son los conciertos medicina para el alma? – María Teresa Gómez #Columnista7días

Hace unos días Bogotá vibró con la llegada de Green Day, una banda que reúne generaciones enteras en torno a la energía del punk-rock. Miles de personas coreamos las letras como si fueran mantras colectivos, liberando tensiones en un país donde, muchas veces, las emociones se guardan en silencio. El concierto fue, para muchos, un respiro en medio del ruido cotidiano de la violencia, la desigualdad y la incertidumbre. En ese sentido, no es exagerado decir que la música se convierte en una forma de terapia colectiva, una medicina para el alma.

Investigaciones del instituto Psychology of Music, muestran que: “los conciertos elevan el bienestar subjetivo y fortalecen el sentido de pertenencia comunitaria”. Es decir, no se trata solo de “pasarla bien”; cantar y vibrar juntos genera lazos invisibles que disminuyen el estrés y amplifican la esperanza. En un país como Colombia, atravesado por una carga de violencia interminable y una sobreexplotación laborar que se agudiza, estos momentos de comunión colectiva no son un lujo, sino una necesidad humana.

Sin embargo, también cabe preguntarse por las sombras que dejan estas celebraciones masivas. Quien haya asistido a un concierto en Bogotá sabe que la experiencia no siempre es democrática. La disposición de zonas VIP frente a graderías, los embudos en los accesos, la falta de señalización o de salidas seguras generan incomodidad y, a veces, riesgo. La desigualdad que marca nuestro día a día se reproduce incluso en los escenarios de entretenimiento: quién ve mejor, quién se siente más seguro, quién accede con mayor facilidad. Esa brecha resta al espíritu colectivo que el arte busca despertar.

A ello se suman los horarios. Muchos conciertos terminan pasada la medianoche en días laborales, obligando a los asistentes a enfrentar al día siguiente una jornada extenuante. Lo que debería ser un bálsamo termina dejando cansancio, falta de sueño e incluso afectaciones en el ánimo. El famoso “jet-lag social” que generan estos desajustes ya ha sido documentado como un factor que incide en la salud mental. En un país con altos índices de estrés laboral. Entonces, valdría la pena preguntarnos -de pronto algo ambicioso-, ¿no sería más sensato pensar en la programación como parte del cuidado al público?

La conclusión es clara: los conciertos son medicina, pero como toda medicina requieren dosis responsables. Nos devuelven alegría, construyen memoria compartida y, por unas horas, nos recuerdan que no estamos solos. Pero también nos confrontan con la necesidad de exigir mejores condiciones logísticas, horarios más humanos y una cultura de autocuidado. Solo así, la danza del “pogo”, lejos de convertirse en un caos que erosiona la salud y la unión, podrá seguir siendo ese espacio de catarsis donde la vida se celebra con fuerza y sin exclusiones.

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