
El 7 de agosto del 2026 Colombia tendrá nuevo presidente. No necesitamos un mesías ni un verdugo, sino a alguien con carácter, liderazgo y respeto por la democracia. Urge fortalecer la fuerza pública el orgullo de servir a la patria, sin que su labor se vea opacada por discursos vacíos que justifican al delincuente.
Ese nuevo presidente debe ser un estadista que conozca el país y respete la división de poderes como un principio democrático que separa los poderes del Estado en Ejecutivo, Legislativo y Judicial. El objetivo es que estos poderes se controlen entre sí y eviten la concentración de poder, aspecto que no se respeta en este Gobierno.
El próximo mandatario debe ser un estadista que conozca el país y respete la división de poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, para que se controlen mutuamente y eviten la concentración de poder. Aristóteles ya lo advirtió en La Política: deliberar, mandar y juzgar no deben recaer en la misma persona, o el pueblo se convierte en súbdito.
Aunque no hablaba de una separación de poderes como la teoría moderna, Aristóteles sentó las bases para entender que gobernar exige equilibrar estas funciones. Quien modernizó la teoría fue Montesquieu, con la separación de poderes, los cuales deben ser distribuidos para evitar abusos y generar una pérdida de la democracia, y Rousseau reforzó esta tesis con un pilar muy importante, donde señalaba que el poder solo es legítimo si emana del pueblo y sirve para generar un bienestar común.
Hoy, en Colombia pensar distinto puede costar la vida, como fue la de Miguel Uribe y con tantos otros colombianos, que a lo largo de la historia han sido azotados por el terrorismo a lo largo del territorio. Este debe ser un punto de inflexión en la historia de Colombia, donde exista un periodo de transformación social, porque no solo basta con la protección a candidatos presidenciales, sino que tiene algo más de fondo: fortalecer nuestras instituciones judiciales, erradicar de manera categórica las redes criminales y de narcotráfico, reducir los índices de pobreza y hambre, incentivar a la generación de empleo sin asfixiar al pequeño y mediano empresario, pero sobre todo, sanar la polarización que hoy nos divide como sociedad de un mismo territorio.
Por último, la persona que suceda a Gustavo Petro debe ser un símbolo de unión nacional, como lo establece la Constitución del 91. Debe ser alguien que no vea el poder como un botín, sino como un honor y una responsabilidad, que genere un liderazgo regional, apartándose de extremismos ideológicos y de la idolatría hacia figuras políticas, sean de izquierda o derecha, ya que hay que entender que en Colombia se deben generar liderazgos más allá de los de Álvaro Uribe o de Gustavo Petro, pues crear un precedente político no es lo mismo que perpetuar un culto a una persona.
¡Ánimo Colombia!, veamos las próximas elecciones como una oportunidad real de reconciliarnos y amar a nuestro país.