Santa María bajo el agua: entre el lodo, la falta de respuesta estatal y los sueños perdidos

Seis viviendas han colapsado totalmente y 220 hectáreas de tierra se han visto afectadas en Santa María.

Aquí, en el sector Puente Muros, el río Batá se ha llevado parte de la carretera. Foto: Agencia Nacional de Infraestructura

*Por: Yuliana Bohórquez Montañez

La tragedia llegó despacio, como una grieta que se abre y no se detiene. Así lo relata Orlando Segura, zootecnista y agricultor, oriundo de la vereda Planadas, quien hoy, junto a su familia y vecinos, enfrenta una de las peores crisis vividas en este rincón del sur boyacense. Las lluvias, inclementes y persistentes, han dejado seis viviendas con pérdida total, 15 predios productivos inutilizables, puentes colapsados y familias desplazadas sin saber cuándo ni cómo podrán volver a empezar.

“Todo empezó con una grieta pequeña (…) luego fueron agrandándose de tamaño hasta que terminó todo al revés”, narra con voz pausada don Orlando, quien durante años construyó su proyecto de vida en estas tierras. Su finca era un sueño en marcha: un criadero de ganado brahman blanco, estanques piscícolas, galpones, establos… todo quedó enterrado bajo el lodo y la desesperanza.

La emergencia, según cuentan los habitantes, no fue repentina. El terreno comenzó a agrietarse, el suelo se movía, pero las precipitaciones no daban tregua. Lluvias constantes, deslizamientos de tierra y el represamiento de los ríos Tunjita y Lengupá hicieron colapsar los dos únicos puentes que comunicaban a la vereda Planadas con el resto del municipio. “Ahora quedamos peor, porque todos los puentes que teníamos para acceder a la vereda colapsaron”, lamenta.

La única alternativa que queda es un viejo puente colgante, abandonado durante años, que hoy ha sido reactivado por la comunidad en un intento desesperado por no quedar totalmente aislados. “Ese puente no garantiza mucha seguridad, pero es lo único que nos queda, sino, ya el resto sería vía aérea”, dice con resignación.

Cinco personas vivían en la casa de don Orlando: ahora, todos están refugiados en Garagoa. “Nos dieron orden de salida, pero fue: ‘miren a ver para dónde se van’”, recuerda. Sus vecinos corrieron con la misma suerte: unos se acomodaron en casas prestadas, otros se fueron con familiares, y algunos intentan resistir entre paredes agrietadas. La vivienda paterna de Orlando quedó destruida. La nueva, en construcción, terminó ladeada y atravesada por un caño que apareció de la nada.

“No ha habido pérdidas humanas, gracias a Dios. Pero sí animales, y mucha producción”, afirma. Los peces que criaba murieron cuando las grietas secaron los estanques. Más de 50 animales fueron evacuados como se pudo, y hoy pastan en potreros prestados. “Mientras haya pasto, bien. Pero después no sé qué hacer con ellos”, agrega. Sus palabras revelan el dilema de todos: el presente es difícil, pero el futuro es aún más incierto.

Los terrenos antes fértiles están ahora agrietados, revueltos, llenos de lodo. Las condiciones hacen imposible el pastoreo. Los propietarios de predios como Orlando no solo perdieron su casa, también sus medios de subsistencia. “Eso era mi autoempleo, tenía un encargado, generaba un empleo formal. Todo eso se perdió, ahora estoy en ceros”.

Y aunque en Garagoa ha podido continuar con un pequeño negocio, no es suficiente. El criadero, el ganado, los créditos bancarios, las inversiones… todo depende de lo que ya no existe. “Quedamos en pérdida total y con producción cero”, afirma. Para él, uno de los mayores temores es no poder cumplir con las obligaciones financieras, pese a los seguros que alguna vez firmó como garantía. “No sé si esos seguros aplican o no aplican…”.

No es la primera vez que este municipio boyacense sufre los golpes de la naturaleza, pero esta vez es distinto: “Santa María está colapsado”, dice una y otra vez el alcalde, Rubén Darío González, y no necesariamente se refiere solo a los caminos destruidos o al rebose del embalse de Chivor. Habla del comercio paralizado, del turismo cancelado, de los campesinos que no pueden sacar sus productos. De los 4.000 habitantes que, de una forma u otra, están tocados por la emergencia.

En Planadas, 220 hectáreas están completamente afectadas. Pero hay más: veredas como San Agustín, Nazareth, Ceiba Grande, entre otras, también han sufrido consecuencias por la temporada de lluvias.

Las ayudas, por ahora, han venido del Gobierno departamental: maquinaria amarilla, mercados y alimento para animales. La empresa privada Enlasa entregó seis toneladas de insumos para las veredas más golpeadas. Pero el Gobierno nacional no ha llegado, “ni un vaso de agua”, denuncia el alcalde con frustración. Asegura que desde el 5 de julio la Unidad Departamental de Gestión del Riesgo notificó la situación, pero aún no hay respuesta.

Mientras tanto, AES Colombia, la empresa responsable del proyecto hidroeléctrico, anunció la creación de un fondo solidario. Sin embargo, no está claro ni el monto ni la manera en que se ejecutará. Lo cierto es que el daño está hecho, y el impacto, tanto ambiental como social, es profundo.

Santa María depende de sus atractivos turísticos, del embalse de La Esmeralda, del turismo que llega en motos o carros los fines de semana, de la venta ambulante en el parque. “Ni una moto puede pasar por aquí, antes nos llegaban 100, 200 motos un fin de semana”, dice el alcalde. Las arepas, los chorizos y los productos del campo no tienen a quién llegar. “La cuajada, el queso, el plátano, el limón… hoy se están regalando”.

Las preguntas se acumulan: ¿quién responde por el comercio paralizado? ¿por las vías destruidas? ¿por los campesinos incomunicados? ¿quién responde por los estudiantes que no pueden llegar a clases? “Lo que necesitamos son respuestas”, afirma el mandatario con determinación.

El rebose del embalse de Chivor ha sido devastador: aguas abajo, las veredas San Rafael, San Agustín, Hoya Grande y Ceiba Chiquita sufren el impacto, “y lo más increíble”, dice el alcalde, “es que por la ley 99 de regalías, Santa María es el que menos recibe recursos, a pesar de que lo afecta todo el proyecto”. Asegura que ningún congresista ha tenido el valor de modificar ese artículo que deja a los municipios aguas abajo sin garantías. Y lo dice con rabia, pero también con tristeza.

Para este martes 22 de julio se tenía prevista una reunión con la Procuraduría, la ANLA y AES Colombia. Allí esperan que por fin alguien escuche los cuestionamientos de los alcaldes de la zona como: “¿dónde está la inversión?, ¿dónde está el beneficio para Santa María y aledaños?, ¿quién nos va a responder por los damnificados y las vías?”, dice.

El comercio está quieto, el turismo prácticamente muerto, la esperanza al borde del colapso. “Yo siento impotencia”, admite. “No sé cómo responderle al campesino que no puede sacar su producto, al niño que no puede ir al colegio”. Y agrega: “estamos completos que es lo importante, no hay fallecidos, pero no sé cuánto más aguante mi pueblo”.

La comunidad ha recibido algunos apoyos humanitarios, especialmente mercados y alimento para animales. Pero los damnificados coinciden en que esas ayudas son solo un alivio momentáneo y que muy seguramente una vez pase el boom de la noticia, cada quién deberá seguir con su vida, recogiendo lo poquito o nada que les quedó.

El dolor más grande, sin embargo, no es el material. “Son sueños frustrados, inversiones que se pierden totalmente. En este momento uno está como en shock”, expresa Orlando, quien aún no asimila la magnitud de la tragedia. En su voz hay fortaleza, pero también tristeza. “Gracias a Dios estamos bien, pero no da ni moral mirar por allá. Todo está perdido.”

Santa María hace parte de la provincia de Neira. Su territorio es atravesado por la transversal del Sisga, vía clave para la conectividad regional que hoy se encuentra afectada en varios tramos. El pueblo, que alguna vez miró con esperanza los beneficios de la hidroeléctrica y el turismo, hoy clama por ser escuchado y por no quedar sumido en el olvido.

*Redactora de Boyacá Sie7e Días

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