Supe de la existencia de Frutillar un mes antes de tenerlo ante mis ojos. Su nombre me llegó por albur en una conversación con un amigo chileno. Él me sugirió incluir la visita a ese poblado dentro de la agenda de una breve excursión que en compañía de mi familia proyectaba realizar por la cabecera patagónica.
Ese amigo chileno se llama Felipe Arroyo Schwerter y en ese momento vivía en Puerto Montt; hoy reside en Paillaco, unos 170 kilómetros al norte de allí, muy cerca de la ciudad de Valdivia, región de los Lagos.
—Dos días es muy poco para visitar esta zona. Es hermosa. Sin conocer Puerto Varas y Frutillar no se pueden ir de acá —me advirtió Felipe.
En charla posterior le informé que a Puerto Montt llegaríamos el cinco de abril del 2016 en la tarde.
Felipe me envió fotografías de Puerto Varas y del Lago Llanquihue, con el fondo del volcán Osorno. Esas imágenes mostraban parajes de encanto. Me sentí atraído y se me antojó pensar que disfrutaría a plenitud ese paseo.
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Frutillar está en el país del inmortal Pablo Neruda, del vino selecto, de los duraznos suculentos y de temblores de espanto. El estirado territorio de Chile tiene 4270 kilómetros de largo, casi la misma distancia existente entre Cali y Nueva York.
El nombre viene de la palabra “frutilla”, término que se usa en Chile para referirse a la fruta que en otros países de habla hispana se conoce como «fresa».
Es una de las 345 comunas de Chile —en Colombia se les dice municipios—. Dista 1000 kilómetros de Santiago. Es un poblado ubicado en la ribera oeste del lago Llanquihue. La habitan unas 18 mil personas. La economía depende de la agricultura, la pesca, la caza y el turismo.
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A Frutillar llegué faltando unos pocos minutos para las 12 del día del 7 de abril en un bus que había tomado en Puerto Montt. A estos dos poblados los separan 50 kilómetros. En ese recorrido pasé por Puerto Varas. Allí tuve mi primer contacto visual con el Lago Llanquihue, el segundo más grande de Chile; su extensión es de 860 kilómetros cuadrados, 10 veces más grande que la Laguna de Tota, en Colombia.
Llanquihue, que en lengua mapuche significa “lugar donde zambullirse en el agua”, es el nombre que recibe el lago, la provincia a la que pertenece Frutillar y una comuna cercana.
Al arribar al poblado el conductor disminuyó la velocidad del automotor. Desde la entrada mis ojos captaron detalles seductores y penetraron resquicios del trayecto; mis oídos percibieron sonidos cercanos al silencio; mi olfato detectó aromas sutiles; mis papilas gustativas se activaron ansiosas de sabores inéditos y mi tacto, de inmediato, trasladó al cerebro la sensación del intenso frío que invadió mi piel.
Sin haberme bajado del bus, ya estaba atrapado por Frutillar.
No tardé en darme cuenta de que este poblado se levanta sobre una estrecha y alargada franja flanqueada, de un lado, por colinas apacibles y, de otro, por las aguas del lago.
El vehículo avanzó por la calle principal. De pronto, al llegar a una esquina, apareció, a la izquierda, inmenso y encantador, el Lago Llanquihue. Una cuadra más allá el bus giró a la derecha, avanzó unos cuarenta metros y se detuvo.
—Bueno, ya estamos en Frutillar —dijo Felipe Arroyo
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Cuando me bajé del bus estaba poseído por el deseo de ir presuroso a ver el lago. No tuve que convencer a mis compañeros para que me secundaran este arrebato; observé que todos, sin indicación previa, iban detrás de mí.
Atravesamos la calle principal y entramos en el imperio del lago. Primero un andén, después una zona verde y ahí sí la arenosa y ancha orilla. Me aparté de los demás. Busqué un sitio distante. Quise contemplar a solas el Llanquihue, tenerlo ante mí sin distracciones, sin interrupciones.
Al caminar sentí la dureza de la arena; experimenté curiosidad por su color; en otras partes había visto arena parduzca, amarilla y blanca, pero nunca negra.
Me despreocupé de la cámara fotográfica y entrelacé los brazos sobre mi pecho. Me entregué a disfrutar del panorama.
En Frutillar el lago forma una bahía. Al fondo, a pesar de estar lejano, se levanta inmenso y protagónico el volcán Osorno, cubierto en su cúspide por una maciza capa de nieve. Cerca de este hay tres volcanes más.
Eran las 12 del día. Espesas nubes dominaban casi todo el firmamento dando un tono grisáceo oscuro al paisaje; no obstante, retazos descubiertos mostraban su celeste natural.
El frío traspasó las prendas que llevaba y erizó mi piel. Las olas del lago danzaban en nervioso y silencioso vaivén. Hundí mis manos en el agua y me pareció helada, muy helada.
No quise pensar en nada distinto a la oportunidad que me daba la vida de palpar la naturaleza pura. Detallé el verde de los arbustos cercanos, acaricié con la imaginación el filo de los cerros lejanos y miré con curiosidad pequeñas aves que imponían su soberanía con cadencioso y rápido revolotear.
Quise prolongar la plácida sensación que estaba viviendo. Con la distancia que había tomado de mis acompañantes les comuniqué mi deseo de continuar allí, apartado de ellos. Las facciones relajadas de mi rostro y la parsimonia de mis movimientos les corroboraron mi regocijo. Así lo entendieron. Se alejaron y me dejaron a solas con mi embeleso.
Sin afán miré a la derecha y observé el muelle, testimonio del arte, la distinción y el talante de sus pobladores y más allá, imponente, el teatro del Lago, insignia y orgullo de Frutillar.
Los terrenos que conforman los contornos laterales de la bahía corresponden a collados cubiertos de plantíos y del manto verde formado por vegetación nativa, dócil al viento impetuoso del sur de Chile.
El agua del Llanquihue en Frutillar no me intimidó, más bien me hizo pensar que tenerla al frente me relajaba, me producía deleite, ese que solo se logra en instantes fugaces.
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A comienzos del siglo XIX el sur de Chile estaba despoblado a partir del sitio conocido como Melipulli, hoy Puerto Montt.
El Gobierno de Chile decidió, en ese entonces, promover un proceso de colonización. Se inició en julio 1823. A partir de aquella fecha la Presidencia de la República inició acciones para concretar ese propósito.
En 1845 fue expedida la Ley de colonización del sur de Chile.
El proceso fue lento e inducido porque el Gobierno de Chile no se aventuró a promover una colonización cualquiera. Quiso, desde el comienzo, que llegaran inmigrantes del centro de Europa.
El 25 de agosto de 1846 llegó a Valdivia, sur de Chile, el velero Catalina, con los primeros 34 colonos alemanes. Ellos se instalaron a orillas del río Bueno en los Llanos de Osorno.
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“El surgimiento de Frutillar, en su componente de influencia germánica, se debe a la convergencia de tres factores que dicen relación con: el exterminio del pueblo Huilliche realizado por la colonización española que habitaba hace cuatro siglos atrás la ribera del Lago Llanquihue, la crisis que vivía Europa central a mediados del siglo XIX con la fuerte presión a la emigración del viejo continente y la necesidad geopolítica del Estado de Chile de darle continuidad al territorio nacional en la región, ya que se encontraba deshabitado”, afirma el investigador y profesor universitario Jorge Weil en un artículo titulado “La colonización alemana y la fundación de Frutillar en 1856 hasta nuestros días”. Según este académico “en septiembre de 1856 a Melipulli (hoy Puerto Montt) llegaron dos barcos con las primeras 33 familias que habían emprendido viaje desde el puerto de Hamburgo para instalarse en la bahía de Frutillar». Inicialmente se llamó El Frutillar, luego Villa de Frutillar y, por último, Frutillar.
Los fundadores provenían de los reinos y estados germánicos que conformaban el imperio prusiano y austrohúngaro. Eran originarios de las regiones de Austria, Suiza, Silesia, Bohemia, Hessen, Sajonia, Zillertal, Brandenburgo, Bremen y Württenberg.
Para conformar su granja, a cada familia le fue asignado un terreno de 35 metros de ancho por 4000 metros de largo. Esa extensión partía del lago hacia las colinas, en ese momento cubiertas de tupida vegetación nativa.
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Frutillar, gracias a la disciplina, preparación y cultura heredadas de los inmigrantes que lo colonizaron ha tenido una evolución paulatina y sólida. Esos factores no solo propiciaron un rápido progreso económico y social, sino que además permitieron con éxito solucionar graves y complicadas dificultades surgidas por catástrofes naturales y por fenómenos de tipo político internacional como las dos guerras mundiales.
Luego de garantizar su subsistencia, los primeros colonos comenzaron a crear varias clases de negocios. Primero fue un almacén general para el aprovisionamiento de las familias allí asentadas, luego un molino de trigo, en seguida una curtiembre, una herrería y unos pocos hoteles.
El transporte era acuático a través del lago. Después pasó el ferrocarril que unió a Puerto Montt con Osorno y, finalmente, se construyeron carreteras en toda la zona.
Gracias a la formación técnica agrícola que los inmigrantes germanos habían recibido en sus lugares de origen, la productividad agrícola en Frutillar y el sur de Chile en general duplicó a la del resto del país. Las técnicas de cultivo y sistemas de regadío marcaron la diferencia. Muy pronto la producción agrícola y pecuaria de esa zona no solo complementaba el surtido nacional, sino que además exportaba a otros países, ante todo a Alemania.
Por su cultura los colonos también crearon unas condiciones de vida confortables en un entorno culto y digno.
Las residencias que construyeron fueron cómodas, seguras, abrigadas, alejadas del lujo y caracterizadas por una impecable limpieza y un delicado gusto estético, materializado en la combinación de colores, el fino terminado de los detalles arquitectónicos y los infaltables adornos de cortinas bordadas y flores en las ventanas.
Junto con la creación de escuelas, los colonos se preocuparon por mantener vivas sus costumbres folclóricas. Por eso abrieron clubes de lectura, crearon coros y organizaron actividades recreativas.
En las últimas décadas Frutillar ha tenido una influencia marcada del turismo. Este sector económico se ha expandido de manera significativa. Por eso se han construido cabañas y hoteles y se han instalado allí organizaciones y establecimientos relacionados con esa actividad. En Frutillar existe ahora un club de yates, una cancha de golf de alta competencia, un club de caza y pesca y un museo colonial. Como consecuencia de la actividad que despliega el club de yates y el club de caza y pesca, esta comuna se ha constituido en la capital de la navegación a vela en Chile y escenario favorito de deportes acuáticos y de caza.
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Entregados a sus labores agrícolas, pecuarias, industriales, comerciales y culturales se encontraban los colonos germanos de Frutillar el 19 de abril de 1893 cuando de pronto ocurrió un fenómeno natural que les causó espanto. Llevaban 37 años allí. Algunos inmigrantes habían fallecido, pero la mayoría seguía enfrentando el reto de hacer florecer, tanto en lo económico como en lo social, su nuevo territorio. Fueron unas explosiones terroríficas que hicieron temblar la tierra, agitaron las aguas del Llanquihue. Provenían de un cerro lejano que en ese momento lanzaba fuego y esparcía profusos nubarrones de humo oscuro. Todas las miradas, en medio de gritos de angustia, llanto y desesperación, se dirigieron hacia allí. Era uno de los cuatro volcanes que se avistaban desde Frutillar. El Calbuco había entrado en erupción.
Los colonos originarios de Europa no habían visto en sus países tan aterrador cuadro. Los hijos y nietos de estos, nacidos ya en tierra chilena, no habían sido advertidos de la posible ocurrencia de esta escena apocalíptica.
A partir de ese día fueron continuas las fumarolas y la actividad volcánica era evidente. Pasaron casi cinco meses y el terror regresó. El cinco de septiembre nuevamente tembló la tierra, se agitó el Llanquihue y el cielo se iluminó con lluvia de fuego; el humo invadió sin tardanza el firmamento. Otra vez el pánico produjo llanto y de las gargantas de mujeres y niños salieron desgarradores gritos de desespero. Dos meses y medio después, el 29 de noviembre, hubo una nueva erupción y se repitió el drama de abril y de septiembre.
El despertar del Calbuco en 1893 fue devastador. Las fuertes explosiones destruyeron el domo del volcán. Desde entonces cambió su morfología cónica y la geografía de su alrededor se alteró, pues se formaron nuevas quebradas.
A partir de esa fecha el Calbuco ha estado activo. En 1917, 1929 y 1961 se presentaron nuevas erupciones y en 1972 y 1996 aparecieron densas fumarolas.
Pero fue el miércoles 22 de abril de 2015 a las 5:50 de la tarde, hora de Chile, cuando el Calbuco explotó de nuevo. Ese día, desde la costanera de Puerto Montt, en donde se encontraba, Felipe Arroyo vivió la experiencia de ver un volcán en erupción y, por supuesto, su ánimo se intranquilizó. En Frutillar sus habitantes entraron en alerta porque los movimientos sísmicos registrados antes y después del primer pulso eruptivo, el sonido de la explosión y la densidad y altura de la fumarola (más o menos 15 kilómetros), crearon un ambiente sobrecogedor.
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No han sido solo las erupciones del Calbuco las que han aterrorizado a los habitantes de Frutillar. Los terremotos, además de generar pánico han causado devastación y tragedia.
En el sur de Chile, el domingo 22 de mayo de 1960 se convirtió en una fecha aciaga que nadie quisiera recordar. El día anterior, sábado 21, a las 6:02 se había presentado un fuerte terremoto con epicentro cerca de la ciudad de Concepción; su magnitud fue entre 8.1 y 8.3 en la escala de Ritcher; los habitantes de toda esa región estaban alerta. El domingo a las 6:33 y a las 14:55 en la misma zona la tierra volvió a sacudirse con furor.
Además de la zozobra, ese domingo el calor era sofocante; el termómetro mostraba 27 grados centígrados de temperatura ambiente. Eran las 15:11 cuando sobrevino un estrujón violento. Las gentes de Frutillar despavoridas vieron cómo ante sus ojos se abría la tierra, se mecían los árboles, se iban al piso las edificaciones y se formaban olas gigantescas en el lago. Todos presurosos huyeron hacia las cimas de los collados temiendo el desbordamiento del Llanquihue.
Ese terremoto tuvo una intensidad de 9.5 en la escala de Ritcher. Se le conoce como el megaterremoto de Valdivia o el gran terremoto de Chile. Su epicentro fue en la región de la Araucania. Es el movimiento telúrico más potente registrado instrumentalmente en la historia de la humanidad. Fue tan fuerte que generó un maremoto en el Océano Pacífico, con afectaciones que llegaron Hasta Hawai.
En Frutillar se rompieron las redes del acueducto y del alcantarillado, se interrumpieron todas las comunicaciones, la línea férrea quedó destruida, aparecieron grietas enormes en las calles. Todo quedó desolado. Por supuesto, ese mismo panorama se presentó en todo el sur de Chile.
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—Oh, Frutillar es muy bonito. Disfrute el paisaje. La vista del lago es hermosa. Allí tiene que comer kuchen —me dijo el encargado de vender los boletos de bus en la terminal de transportes de Puerto Montt.
—¿Kuchen? – lo interpelé, como queriéndole decir ¿qué es eso?
—Es una torta alemana. En Frutillar la preparan muy sabrosa, es la mejor de estos lados — me replicó.
Como en mis viajes de turismo lo que más me gusta explorar son los sabores locales, me propuse comer ese manjar.
Después de ir al lago y recorrer parte de la comuna, llegó la hora del almuerzo. La elección del restaurante resultó afortunada. Tenía elegancia sutil; la decoración mostraba un atractivo estético llamativo. Todo lucía limpio y ordenado. La atención fue espléndida, el menú delicioso. De postre sirvieron kuchen. Me pareció exquisito. Fue un bocado sensacional.
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La arquitectura de Frutillar me trasladó a estampas europeas aparecidas en libros y revistas que habían llegado a mis manos; es, sin duda, una de las características más representativas de la colonización alemana en el sur de Chile. Casas bajitas, rectangulares, de un solo volumen, techos de madera a dos aguas, estructuras y paredes con entramados de madera maciza, labrada en muchos casos.
Los techos de dos aguas, que simulan largas pero delicadas manos femeninas juntadas en el borde de los dedos suplicantes al cielo son, en su mayoría, de tejuelas de alerce (madera de la especie de las pináceas) y otros de planchas acanaladas de zinc. Por su pronunciada inclinación resultan apropiados para climas como el de allí, de fuertes y continuas lluvias ya que permiten el desagote por simple gravedad. En las edificaciones de mayor tamaño, debido a la alta sismicidad, las vigas de madera se apoyan sobre pilotes de hormigón.
El colorido de muros y techos es diverso, pero confluye en contrastes llamativos que arrebatan la curiosidad y transportan a un universo de cálida fantasía. En colores vivos predomina el rojo, el naranja, el amarillo y el verde puro; en oscuros sobresale, y casi que prima, el caoba sobre el granate, el marrón, el púrpura y el vino; en agrisados se impone el canela al lacre, al verde manzana y al zafiro; en colores claros el salmón comparte honores con el crema; el aguamarina avasalla al coral. En los techos el negro se alterna con el caoba, el verde oliva y el azul.
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Con sobrados méritos a Frutillar se le denomina “la Ciudad de la Música” y la “Capital de la Música en Chile”.
Desde 1968, durante la última semana de enero y primera de febrero se realiza el evento “Semanas Musicales de Frutillar”.
En ese periodo se presentan agrupaciones sinfónicas, filarmónicas y de cámara, al igual que solistas de Chile y diversos países de América, Europa y Asia.
Este icónico certamen se efectúa desde el 2010 en el Teatro del Lago, pero antes se llevó a cabo en otros escenarios, entre estos el Hotel Frutillar, que fue su sede hasta 1996, año en el cual lo destruyó un incendio.
Además de las “Semanas Musicales”, en el resto del año se cumple una programación de conciertos y festivales musicales.
Para evidenciar y exaltar la vocación musical de Frutillar han sido instalados en sitios públicos elementos representativos de esta manifestación artística.
En la ribera del lago, al aire libre, sobre una plataforma de cemento a nivel del piso, fue montada una escultura metálica gigante de un piano de cola, con teclado de carey y una estructura de hierro a manera de butaca. Allí los turistas asumen el rol de pianistas: se sientan e imaginariamente ejecutan interpretaciones de piezas musicales; varios de ellos toman a pecho su papel: realizan un tecleo veloz y diestro y mueven con ritmo su cuerpo; otros, en cambio, actúan con histrionismo para lucirse ante ocasionales espectadores.
Según Felipe Arroyo, sentarse frente al “piano” de Frutillar se ha convertido en un ceremonial para los turistas, circunstancia que ha catapultado ese símbolo musical como monumento local.
En otro sitio, también frente al lago, pero no sobre la ribera sino en la mitad de una larga franja de zona verde que separa a la parte urbanizada y la calle que bordea la cabecera de la bahía, está ubicada una vitrina con marco de madera tallada en donde se rinde un tributo a la música a través de la pequeña réplica de un piano en madera, acompañada de la coreografía de un baile de ballet.
A unos pocos pasos de la vitrina hay una cartelera gigante de madera, en donde, resguardada detrás de los vidrios aparecía en ese momento, abril de 2016, la programación de las “Semanas Musicales” de ese año.
Y para confirmar la jerarquía musical de Frutillar, en el 2017 la Unesco la declaró Ciudad Creativa de la Música, distinción que han recibido solo 30 ciudades del mundo, entre estas: Liverpool (Inglaterra), Sevilla (España), Auckland (Nueva Zelanda) y Adelaida (Australia).
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Ese jueves de otoño que estuve en Frutillar no había bullicio, pero el palpitar local era audible. Para quienes vivimos en una urbe (yo comparto mi residencia entre Tunja y Bogotá), relativamente había silencio. Los sonidos rutinarios pasaban inadvertidos. Era un ambiente propicio para el recogimiento, la distensión. No obstante, escuché música desde el interior de las casas, la carcajada lejana de un niño, el perezoso ruido de dos o tres automotores, el flash de las cámaras de los turistas, el chirriar de una puerta al cerrarse, el cántico de pajaritos, la voz con tono entusiasmado de un profesor de educación física que impartía instrucciones a sus pequeños alumnos en la ribera del lago, la cálida voz de un residente local saludando a un transeúnte, el ringtone de un teléfono móvil e, infaltable, el silbido del viento, discreto unas veces, vigoroso otras.
Con ese ambiente tuve la convicción de que Frutillar estaba dispuesta para que los turistas —no más de 30 ese día— disfrutáramos de su sosiego.
Fueron solo cuatro horas las que estuve allí. ¡Cuatro horas de fruición! Recorrí las calles para apreciar la arquitectura y los antejardines; miré y gocé el lago a lo largo de su ribera; visité y anduve por los exteriores del teatro El Lago; fui primero a la iglesia católica y luego a la luterana; conocí el edificio de la alcaldía; disfruté de atracciones en la orilla del lago y tuve muchas más vivencias placenteras.
La agenda fue apretada, pero la cumplí sin vértigo; más bien, al final, me retiré de allí con la sensación de un descanso pleno y con irrefrenables deseos de volver.
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Aunque no iba a abordar ninguna embarcación, entré al muelle de Frutillar. Junto con el teatro, son los íconos de la localidad. Es una obra arquitectónica en madera, hecha con maestría y alta estética. Su perfil y estructura arrebatan la atención y subyugan la voluntad de quien la observa. Los distintos tonos caoba de los materiales con los que está construida imprimen un sello seductor. Es, sin duda un trabajo diseñado y elaborado con ingenio y delicadeza.
Luego de ingresar y comenzar a caminar hacia la barandilla del fondo, en donde se ubica la escalerilla de acceso a las embarcaciones, el vaivén de las olas del Llanquihue me hizo sentir la sensación de estar navegando. Tuve el convencimiento cierto de estar en movimiento. Fue una sensación rara. Sabía que el muelle no podía moverse, pero mi cerebro ponía mi cuerpo a merced del ritmo de las olas.
Acodado en la barandilla del fondo, es decir en la proa de mi imaginaria embarcación, perdí la noción del tiempo. Fueron muchos pensamientos los que pasaron por mi mente. Luego, tomé fotografías y posé con mis acompañantes. Me entretuve descubriendo detalles de las riberas laterales lejanas y tratando de identificar las aves que desafiantes se acercaban al muelle. También afiné mi vista para descubrir pescados en el lago, pero mi intento resultó vano.
Por las facciones en los rostros y las actitudes corporales de los 20 o 25 turistas con quienes coincidí en la visita del muelle, deduje que el éxtasis por aquella primorosa construcción no era solo mío. Los demás también evidenciaron indicios de estar embrujados por esta filigrana arquitectónica y artesanal.
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El Teatro del Lago es una reliquia de la arquitectura de la Patagonia chilena y un baluarte cultural no solo de Frutillar sino de la región de los Lagos y de Chile en general. La edificación es enorme, vistosa, particular y altiva. Sin duda, fue construida para impactar y agradar. De ahí que quien va a Frutillar no puede escapar a la seducción de esta creación arquitectónica. Es el teatro internacional más austral del mundo.
La idea de construir un teatro en Frutillar nació en la mente del inmigrante alemán Guillermo Shiess, quien llegó al puerto de Valparaíso en 1948 y desde entonces, con laboriosidad, mística, persistencia e ingenio creó un emporio económico en Chile.
Shiess se enamoró de Frutillar y lo adoptó como residencia temporal de descanso.
Sobre cómo y por qué le surgió a Shiess la idea de construir el teatro, el portal de la Fundación Teatro del Lago, al referirse a la historia de esta obra señala: “En 1996, tras el incendio del Hotel Frutillar emplazado a orillas del lago Llanquihue, el empresario Guillermo Schiess propuso junto a Flora Inostroza —quien lideraba Semanas Musicales—, crear un teatro en esa misma parte que pudiera acoger la diversidad de coros e instituciones musicales que convivían en la comuna”.
Al ser aceptada su propuesta, sin tardanza Shiess activó la iniciación del proceso de diseño y construcción. “Con el apoyo de la municipalidad, la comunidad y la colaboración de diversos donantes, el 27 de enero de 1998 se puso la primera piedra de Teatro del Lago”, anota el portal referido.
Shiess murió justo el año en que se inició la obra. Sus herederos continuaron el proyecto. Su hija Nicola se puso al frente de la iniciativa y la sacó adelante.
La construcción del teatro se terminó en el 2010. El diseño arquitectónico integra elementos de la arquitectura alemana tradicional de la zona y de la arquitectura característica de la isla de Chiloé, ubicada cerca de allí en el Océano Pacífico. De esta última tomó la utilización de la madera, pintada de diversos colores y tonalidades.
El Teatro del Lago va más allá de la monumentalidad de su edificación y de la perfección acústica lograda. Es, sin duda, más que un formidable recinto de presentaciones artísticas. Es el emblema que encarna el alma de las gentes de Frutillar. Es el reflejo de la cultura de quienes forjaron esta comuna.
El día que fui a Frutillar el teatro no estaba abierto al público. Tuve que resignarme a observar y recorrer sus exteriores.
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Hay en la ribera del lago un templete mediano, circular, con columnas y cubierta de madera; las primeras están pintadas de blanco y la segunda, de negro. El piso es de cerámica brillante.
Es una pieza arquitectónica llamativa. En el interior, la bóveda del techo está cubierta por una pintura mural que contiene escenas y elementos propios de la vida rural del sur de Chile: la vegetación nativa; la casa típica campesina de madera; el templo parroquial; plantíos de labranza; la mujer campesina, en este caso arropada con una manta roja, llevando de la mano a un niño; el caballo (aparecen dos ejemplares); el hombre campesino, con poncho blanco y sombrero de fieltro, montado en uno de los caballos; dos arpas gigantes y productos agrícolas empacados en costales de fique, expuestos a manera de mercado de pueblo. El color verde en sus distintas tonalidades se impone en esta composición artística.
Observar el mural es penetrar a un modo de vida laborioso, natural, apacible, singular, resistente a lo urbano y a lo frenético.
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He reflexionado sobre el por qué Frutillar me atrapó y he concluido que fueron varios de sus encantos los que produjeron esa reacción: el paisaje avasallado por el primor, la naturaleza en todo su esplendor y las manifestaciones culturales rebosantes de estética, disciplina y valores trascendentes.
El paisaje emociona porque amalgama la imponencia del Llanquihue con el tupido tapiz vegetal formado por retazos verdes de distintas tonalidades, la coqueta arquitectura lugareña y la agreste geografía en la que se levantan desafiantes volcanes, pero también reposan a los lados de la bahía mansos collados.
El agua que forma un cristal azul y ondulante en la superficie del Llanquihue es el componente estrella del paisaje en Frutillar, es el indiscutible protagonista. El agua en este paraje no es tormentosa sino pacífica y juguetona.
La arquitectura es un elemento que con genialidad ha combinado colores atrayentes con materiales propios de la zona y diseños, que si bien es cierto son trasunto de la estirpe germana, tienen una originalidad evidente.
Los volcanes están plantados al final del horizonte lacustre y muestran con nitidez las características de cada uno: la perfecta geometría del cono que forma el Osorno, los riscos agresivos y desafiantes del Puntiagudo, el camuflaje de inadvertido cerro que esconde la ferocidad explosiva del Calbuco y el filoso casco de hielo que corona al Tronador y que, aunque remotos, son visibles y nítidos sus destellos en las fugaces apariciones del sol.
La verde y frondosa vegetación que rodea el lago expande la esencia y fulgor de lo primigenio. Allí se defiende y exalta con realidades la naturaleza: se preserva con esmero la vegetación, se mantienen impecables los prados, no se sienten efectos de ningún tipo de contaminación y el cuidado de los antejardines es un culto. Casi que cada casa tiene antejardín, pero no de cualquier clase; los de Frutillar son antejardines en donde las plantas ornamentales tienen su imperio y se les protege con una devoción cercana al frenesí.
Pero fueron quizá las manifestaciones culturales las que más me impactaron. El aseo y el orden en las calles, el gusto estético materializado en las pintorescas fachadas de las residencias y en la presentación de los monumentos locales. En Frutillar se palpa disciplina y todo lo que implica el cumplimiento riguroso durante 160 años de las tradiciones, costumbres, principios y valores de los inmigrantes germánicos que comenzaron a poblar la orilla oeste del lago Llanquihue.
Esa cultura germánica se conserva con devoción. De ahí que el Club Alemán mantiene una prestancia social imperturbable, su edificación resalta y la calidad de sus servicios es reconocida; el Museo Alemán se cuida con celo y casi que con devoción, según se desprende de videos que he podido observar.
Lo germánico allí no se esconde, sino que se muestra con orgullo. Por eso la bandera alemana ondea todos los días desafiando la lluvia y el frío.
Expresiones artesanales como los relojes de cuco, que se elaboran en el macizo de Selva Negra al sureste de Alemania, tienen un monumento curioso, de múltiple uso: restaurante, café y bar. Es una edificación que se ha convertido en un atractivo del poblado.
Quien llega hasta aquel gigante reloj de cuco no se aguanta la tentación de ingresar, recorrer su interior, disfrutar del mismo, solicitar uno de los servicios que allí se prestan e, infaltable, tomarse una fotografía delante del mismo.
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El Frutillar de otoño es distinto al Frutillar de verano, de invierno o de primavera.
Por los relatos de mi amigo chileno y por mis posteriores investigaciones en internet, en revistas y en periódicos, el Frutillar de verano es otro; hay congestión, hay movimiento. El Frutillar del invierno es recogido y solitario. El de primavera es retorno al trabajo agrícola, comercial y, por supuesto, de adecuación de los exteriores de las viviendas y las zonas públicas de la comuna.
El Frutillar en el que estuve cuatro horas, aquél que arrebató mi espíritu, es al que quiero volver para sentir de nuevo esa sensación de plenitud y gozo. Claro que si pudiera disfrutar de Frutillar de verano, de invierno y de primavera, pensaría que la vida me otorgaría un regalo inestimable y dichoso.