La infancia de un legado -Lizeth Carolina Rojas Castro #DomingosDeCuentoYPoesía

Había llegado la hora de entrevistar a mi abuelo. La ansiedad invadía mi alma, porque, al ser la única nieta, sentía que homenajearlo era mi objetivo de vida. Cuando le pregunté sobre su infancia, una sonrisa nerviosa se dibujó debajo de su bigote. Me contó sobre la hermosa y fría vereda El Charco, en San Miguel de Sema, donde creció siendo tan solo un niñito, pequeño como un arbusto de zarzamoras.

Recordaba cuándo recorría las verdes praderas que rodeaban su casa para recoger las cantinas de aquel preciado líquido inmaculado y cremoso. Los trabajadores de la finca ordeñaban en un ritual armonioso que se acompañaba del melódico canto de los pájaros, mientras el sol desbordaba sus rayos entre las montañas, como una cascada de fuego celestial.

La primogenitura de los 11, hizo que sus padres nunca lo regañaran y se podría decir, que “le alcahuetearan todo”; esa permisividad llevó su niñez por el sendero de inocentes pilatunas. como cortar, con una hojita de tuno, una rebanada de la deliciosa cuajada, que debía repartir a los obreros, para convertirla en un crujiente sándwich con una mogolla, ofreciéndole una experiencia sublime, siempre acompañada de un bocadillo veleño o unas panelitas que se vendían en la tienda de la tía Soledad, las que “por obra y gracia del Espíritu Santo”, resultaban en los bolsillos del pequeño pantalón de Carlitos.

El niño consentido de mamá Esthercita, siempre era premiado con el mejor bocado de comida, igual sucedía cuando para todos era un pocillo de tinto en las onces, mientras que para su chinito una pierna pernil con envuelto de mazorca y un pocillo de chocolate, privilegio del que solo el favorito podía probar bocado. Situación que despertaba en los ojos de los demás hermanos un ligero brillo de envidia y momentos hoy son motivo de alegres comentarios en reuniones de familia.

Sus hermanos también eran cómplices de las jugarretas y pilatunas, en la cocina, que era un cuarto largo, con una puerta lateral, la que siempre estaba bien asegurada contra golosos infantiles, mientras que al otro extremo había una ventana, animando a la chiquillada a hacer ‘pata de gallina’ para asaltar el tesoro de los manjares, las mermeladas y crujientes colaciones de mamá Esthercita.

Aunque nunca se les prohibió comer, la verdadera aventura para los pequeños era lograr degustar el sabor de lo vedado.Incluso aquel día en que prepararon jalea de guayaba y su aroma dulce impregnando la casa. La dejaron enfriando sobre el armario, como un tesoro escondido, para protegerla de los gatos curiosos y de las manos traviesas de los niños. Sin embargo, los antojos de Carlitos, llevaron a agarrarse de la paila, hasta que se volteó, derramando sobre su pequeña humanidad todo su contenido, que por suerte estaba fría. Convirtiéndolo en un gran bocadillo viviente del que a dedadas quisieron comer entre risas y algarabía todos sus hermanos.

El primer rol del consentido, fue de odontólogo infantil, cuando con una hebra de hilo de coser extrajo de sus hermanos la dentadura de leche, con la maestría de un profesional, en su consultorio improvisado ataba una punta del hilo alrededor del diente tambaleante y la otra alrededor de la manija de una puerta y solo bastaba un portazo para que el diente volara fuera de la boca, mientras los demás pequeños hacían coro para tranquilizar a la víctima. Así relató el más festivo de los hermanos, la experiencia que hizo que los dientes que hoy tiene estén tan torcidos.

Esta infancia llena de aventuras, travesuras y risas, fue la que, moldeó al hombre que tenía frente a mis ojos. Con un poco más de ochenta y cinco años ha sido un excelente padre, abuelo y esposo, quien, en un gesto tan juguetón como su niñez, eligió tener la inocentada de casarse un 28 de diciembre. Además, luchó por convertirse en un abogado y docente ejemplar, que, con canas llenas de conocimiento, dejó huellas imborrables en todos los que hemos tenido la dicha de conocerlo, especialmente en los alumnos del que él siempre llama con orgullo «el Glorioso Colegio de Boyacá».
Por: Lizeth Carolina Rojas Castro, nieta.


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