—Gustavo ¿quiere una Polet? —me preguntó el exministro y excongresista Jaime Castro.
—Sí, gracias —le respondí. La pregunta me pareció rara e inesperada. Supe disimular mi sorpresa.
Eran, tal vez, las once de la mañana de un día laborable de mediados de 2012.
Los dos caminábamos despacio por la plaza de Bolívar de Bogotá. Aunque algunas nubes se movían perezosas en el norte de la ciudad, el sol, allí en el centro, caía pleno. Se observaba imponente y nítido el complejo arquitectónico del santuario de Monserrate. Mientras decenas de palomas volaban a baja altura, otras, indiferentes y confiadas, caminaban sobre las losas del piso en minuciosa búsqueda de comida. Un lustrabotas, ante la falta de clientes, interpretaba melodías colombianas en una pequeña flauta de material sintético. Hombres y mujeres de variadas edades, unos presurosos y otros lentos, se desplazaban en distintas direcciones.
Por lo menos una hora antes nos habíamos encontrado casualmente. Fue en la Oficina de la Gaceta del Congreso, localizada en la mitad de la cuadra de la calle octava entre carreras octava y novena, a escasos metros del ingreso peatonal del Palacio de Nariño. Yo estaba solicitando dos o tres ejemplares de ese periódico oficial. Los necesitaba para establecer el trámite de unas iniciativas legislativas.
Me llamó la atención el gesto de sorpresa y curiosidad que, de repente, expresó en su rostro la funcionaria que me atendía. Ella estaba de frente a la entrada de ese despacho. Simultáneamente escuché el sonido de unas pisadas sobre el viejo maderamen. Presumí que alguien relevante había aparecido en la puerta. Movido por la curiosidad dirigí la mirada hacia atrás. De inmediato supe de quien se trataba. Era una persona que conocía desde hacía muchos años.
—Hola Gustavo, ¿cómo está? —me dijo el recién llegado. Fui el primero a quien saludó.
—Doctor Jaime. Oh, vea donde vinimos a encontrarnos. Me encanta verlo —le respondí eufórico por el imprevisto encuentro.
La empleada, luego de atenderme, dio curso a la solicitud del ilustre usuario. Lo acompañé mientras le entregaban los documentos que requería. Una vez cumplidas nuestras diligencias me explicó que él iba allí con frecuencia, pues por su condición de analista de temas legislativos debía acudir directamente a la fuente de las normas.
—Cuando por alguna razón no se dispone aquí del ejemplar que requiero, paso a la fotocopiadora del frente, que es un negocio particular, en donde me sacan copias del original. Allí tienen todos los archivos de la Gaceta. Si quiere vamos y lo presento.
Se despidió de los funcionarios de la oficina y de los demás que se encontraban en ese lugar.
Lucía traje de paño oscuro, saco de lana, camisa clara con el cuello desabotonado, zapatos marrones. El cabello mostraba un matiz cenizo tenue. En su estampa había vitalidad e indiscutible elegancia.
Atravesamos la calle. En la fotocopiadora saludó con cortesía al dependiente, me presentó y me recomendó. Luego salimos a la vía pública.
—¿En dónde lo está esperando su conductor? —le pregunté.
—Por los lados de la Casa del Florero
—Me gustaría acompañarlo hasta allá.
—Claro, vamos
Subimos por la calle octava y al llegar a la carrera octava tomamos a la izquierda. Tres o cuatro minutos después ya estábamos en la plaza de Bolívar. Iniciamos un recorrido en diagonal desde la esquina sur occidental (Palacio Liévano) hasta la esquina nororiental (Catedral Primada). Cuando íbamos llegando a la estatua de Bolívar se detuvo frente a un carro de paletas.
Desde el momento en que iniciamos el tránsito habíamos estado hablando de la situación política de Boyacá y del país. Me hizo varias preguntas. A mis respuestas les formulaba comentarios de una claridad conceptual inobjetable y apuntes que le aportaban contexto a los temas abordados. Siempre sus ideas las expone de manera didáctica. Escucharlo agrada y enriquece intelectualmente.
Me causó curiosidad que me preguntara si quería una Polet y que de inmediato agregara: “yo quiero una”. Casi todos los domingos en el parque situado frente a mi apartamento en Bogotá mis nietos me pedían ese mismo helado y yo gustoso les compraba. Alguna vez la probé y esa sedosa combinación de caramelo, crema de leche, frutas y almendras, recubierta de chocolate, me había parecido deliciosa, pero tenía la convicción de que era una golosina exclusiva para niños.
Mientras degustábamos la paleta permanecimos al lado de la estatua ecuestre de Bolívar. Observé que muchos de los transeúntes reconocían la figura de este dirigente, lo miraban y seguían su camino.
Continuamos hablando de temas políticos. Quien más intervenía era él porque, de pronto, ocupé mi mente en reflexionar sobre el privilegio que significaba compartir ese tipo de conversaciones tan cercanos con alguien que, por méritos propios, había llegado a las instancias más altas del poder en Colombia.
No duré mucho tiempo en esta cavilación porque, de pronto, me dijo:
—Ya llegó mi carro, mírelo ahí está, en la esquina de la Catedral.
Dejamos las envolturas y los palos de las paletas en una bolsita de basura que estaba pegada al carro de los helados.
Recorrimos, sin prisa, el último trecho y al llegar al destino señalado, nos despedimos.
Avancé unos metros hacia el sur por el atrio de la Catedral y me dirigí a mi lugar de trabajo, situado en el Edificio Nuevo del Congreso. En ese momento yo era asesor de comunicaciones de un senador de la República. Mientras caminaba no dejé de pensar en Jaime Castro. Rememoré algunos pasajes de su vida y concluí que su ascenso profesional, político y social había sido meteórico.
Nació el 28 de marzo de 1938 en un hogar humilde de Moniquirá. Su madre, Vitervina Castro, una mujer campesina, cabeza de familia, lo crio, junto con dos hermanos más, en medio de limitaciones económicas. Ella durante mucho tiempo tuvo una pequeña tienda y luego se dedicó a la modistería.
La primaria la realizó en una escuela pública de su pueblo natal. Gracias a su aguda inteligencia, disciplina, consagración al estudio y obstinado deseo de superación pudo iniciar bachillerato en el Colegio de Boyacá de Tunja y terminarlo en el Colegio Mayor de San Bartolomé en Bogotá; cursar la carrera de derecho en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y adelantar estudios de posgrado en la Escuela Nacional de Administración de Francia, ENA y en el Instituto de Administración Local de la Universidad de Alcalá en España.
Tanto el bachillerato como la Universidad y los estudios de postgrado logró adelantarlos gracias a las becas que obtuvo consecutivamente. Con gracia ha recordado en declaraciones a la prensa que algunos amigos lo llamaban “Re-beca Castro”. Sin embargo, ha comentado también que en su etapa de estudiante debió afrontar penurias económicas que lo llevaron a padecer hambre y en algún momento no tuvo un lugar dónde dormir. Para sobrevivir debió vender bocadillos y expender boletas de los partidos de fútbol de Independiente Santafé en las taquillas del Estadio Nemesio Camacho “El Campín”.
De su padre, quien no lo reconoció a él ni a sus hermanos, ha dicho que tiene pocos recuerdos porque “él no vivía en la casa nuestra”. En una entrevista que le concedió a la periodista Alejandra de Vengoechea y que fue publicada en el diario El Tiempo el 17 de marzo de 2014 dijo: “Era un hombre rico en el departamento de Boyacá. De vez en cuando hablábamos, cuando yo hice carrera, cuando fui ministro y todas esas cosas. Él quiso acercarse, pero yo no. No es que lo haya despreciado. Mantuve la distancia”.
En esa misma entrevista declaró: “Tuve la suerte de ser un niño pobre. Y cuando uno ha sido un niño pobre, queda preparado para todo en la vida. Yo no usaba zapatos sino alpargatas. Me gustaba la bicicleta, pero nunca pude tener una porque no había con qué”.
Su desempeño profesional, administrativo y político fue fulgurante. Primero fue profesor de la Universidad Externado de Colombia y de la Escuela Superior de Administración Pública, ESAP, en Bogotá; después, entre 1968 y 1970, secretario presidencial para la reforma administrativa en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo; secretario jurídico (1970-1973) y ministro de Justicia (1973-1974) en la administración de Misael Pastrana Borrero; consejero presidencial o ministro sin cartera en la presidencia de Alfonso López Michelsen (1974-1975); embajador de Colombia en Italia (1975-76); senador de la República en dos periodos consecutivos (1978-1982 y 1982-1986); ministro de Gobierno de Belisario Betancur (1984-1986); precandidato presidencial por el partido Liberal (1990); miembro de la Asamblea Nacional Constituyente (1991); alcalde de Bogotá (1992-1995).
Ese encuentro de mediados de 2012, en el que comimos Polet, si bien es cierto fue especial, por lo casual y cordial, se convirtió en uno más de los muchos que he tenido con él desde que lo conocí.
Personalmente lo vi por primera vez el viernes 24 de mayo de 1974 en el Puente de Boyacá durante la ceremonia inaugural de la Segunda Semana Internacional de la Cultura. Era ministro de Justicia. Tenía 36 años. Yo iba a cumplir 21 y estaba allí en mi condición de integrante del equipo de redacción del periódico estudiantil Avance Universitario de la UPTC. Cuando terminó ese evento y las autoridades e invitados especiales se retiraron de la tarima que había sido instalada para el efecto, él avanzó hacia el histórico puente mientras lo saludaban muchos de los concurrentes. Estuve a menos de un metro, pero no me acerqué a darle la mano ni tampoco lo saludé verbalmente. Me quedé viéndolo y en cierto momento nuestras miradas se cruzaron. Actué así porque desde mi condición de estudiante universitario lo percibí como un personaje distante dada su condición de alto funcionario del Estado.
Aquel día vestía traje de paño oscuro, camisa blanca, corbata roja, zapatos negros. Me llamó la atención el tipo de gafas que lucía: grandes, gruesas, de carey color castaño. Un año después cuando el optómetra me recetó gafas, el primer marco que escogí para estas fue uno similar al que entonces le vi a Jaime Castro.
Cuatro días después de mi experiencia visual con el joven ministro, comencé a trabajar como redactor en el Radioperiódico Avance Boyacense que era uno de los medios informativos más importantes del departamento y que se transmitía a través de Radio Tunja. En este se le hacía seguimiento a la actividad de los boyacenses que ocupaban cargos sobresalientes a nivel nacional y, en consecuencia, me correspondió, en varias oportunidades, elaborar noticias con fuentes secundarias sobre su desempeño, inicialmente como ministro de Justicia, ya en su etapa final, y después, como ministro consejero de López.
Aunque su formación profesional la orientó hacia el campo de la jurisprudencia administrativa, siempre mostró una fuerte inclinación a la política. Siendo estudiante fue concejal de Moniquirá en representación del Movimiento Revolucionario Liberal, MRL, fundado por Alfonso López Michelsen quien, como lo ha declarado en varias oportunidades: “López ha sido mi único jefe político”.
Llevado por esa atracción hacia lo público fue que, después de haber ostentado posiciones administrativas de primera línea gubernamental, decidió poner su nombre al escrutinio popular. El domingo 26 de febrero de 1978 fue elegido como uno de los 112 senadores de la República de aquel momento.
En la campaña, y luego en el ejercicio de su curul, fue evidente la rivalidad política en la jurisdicción Boyacá-Casanare con el dirigente Jorge Perico Cárdenas, quien, desde finales de agosto de 1978, asumió la gobernación de Boyacá.
Castro, una vez convertido en senador, inició un proceso de capacitación de líderes políticos del departamento. En uno estos, el realizado el primer fin de semana de septiembre del año 78 en el Hotel El Duruelo de Villa de Leyva, dictado por el reconocido jurista Jaime Vidal Perdomo, fue cuando hablé por primera vez con él. Estuve allí en misión periodística que me encomendaron desde la dirección del diario El Espectador, periódico del cual dos semanas antes yo había ingresado como corresponsal en Tunja.
Era un domingo. Al llegar al Duruelo busqué al senador Castro, me presenté y le informé que iba por delegación que me habían hecho desde Bogotá. Fue receptivo, me enteró del evento y me invitó a la sala donde en ese momento Vidal Perdomo dictaba una de sus conferencias. Luego de recoger la información del organizador y las impresiones de algunos de los asistentes viajé a Tunja, redacté una nota, la envié a Bogotá a eso de las cinco de la tarde y al día siguiente apareció publicada con buen despliegue en la edición nacional.
El viernes siguiente a nuestro encuentro en Villa de Leyva, a eso de las nueve de la mañana me encontraba en el primer piso del edificio de la Beneficencia en Tunja dispuesto a ingresar al ascensor para dirigirme a los estudios de Radio Única, situados en el séptimo piso, cuando de pronto observé unos metros atrás a Jaime Castro rodeado de más de 10 personas. Él iba para su oficina situada en el octavo piso. Me hice el desentendido, miré hacia otra parte. No estaba interesado en hacer parte de ese corrillo que, me imaginé estaba conformado por sus áulicos. Sin embargo, de pronto escuché su voz:
—Hola Gustavo ¿cómo le va? Leí su corresponsalía. Muy buena. Gracias. Acompáñeme a mi oficina y hablamos un rato.
Lo saludé y acepté la invitación a charlar en su despacho. A partir de entonces, los viernes a las 10 de la mañana iba a su oficina, me suministraba información que utilizaba en el curso de la semana como insumo para noticias o para apuntes de la columna “El Pozo de Donato” que yo tenía en la Página de Boyacá de El Espectador.
Ese trato particular y afable que me dio desde el primer día me atrajo. Sentía empatía con él. Año y medio después de conocerlo le pedí que fuera el padrino de bautismo de mi primogénito, lo cual aceptó. Por supuesto que ese acercamiento con él se reflejó de alguna manera en mi trabajo como corresponsal, circunstancia que generó prevención y reclamos reiterados del gobernador Perico y de otros dirigentes políticos ante el director y el subdirector de El Espectador.
Perico Cárdenas en por lo menos dos ocasiones me citó en su despacho y de manera escueta me acusó de parcialidad en favor de Jaime Castro.
—Todos los días me despierto temprano pensando qué va a salir en contra mía en ese “Charco de Donato”, que se nota lo maneja ese… Jaime Castro —me dijo furioso un día Perico Cárdenas.
Fueron momentos muy complicados los que debí afrontar debido a esa amistad. Sin embargo, el jefe de corresponsales, el subdirector y el director de El Espectador me respaldaron luego de revisar las fuentes y los documentos que sustentaban mis escritos.
En mis noticias y apuntes para la Página de Boyacá siempre me basé en declaraciones y documentos suyos. Mis redacciones fueron de carácter informativo. La única oportunidad en que acudí al género conceptual para referirme a Jaime Castro fue en una nota de rechazo a los ataques que el periodista Iván Mejía le hacía a Jaime Castro en su condición de presidente de la División Mayor del fútbol colombiano, Dimayor.
A partir del momento en el cual el presidente Belisario Betancur lo designó ministro de Gobierno mis encuentros con Jaime Castro fueron esporádicos. Nunca lo llamé ni lo visité y mucho menos le pedí favores durante su ejercicio como ministro de Gobierno y alcalde de Bogotá.
Lo visité sí en sus oficinas particulares, tanto la que tuvo cerca de la calle 26 con carrera séptima, como en la que ocupó en el segundo piso del Centro Internacional de Negocios de la calle 100, para hacerle consultas académicas o periodísticas.
Las dos últimas veces que lo he visto fueron el 14 de marzo de 2017 durante las exequias del exgobernador de Boyacá Ricardo Mendieta Rubiano y el 24 de agosto de 2018 frente a las instalaciones de RCN en la calle 37 de Bogotá.
El día de las exequias de Ricardo Mendieta, antes de entrar a la iglesia le solicité una cita para que me hablara sobre Osmar Correal Cabral de quien estaba redactando un perfil. Me dijo que con todo gusto y me entregó una tarjeta para concertar telefónicamente la entrevista. Al día siguiente, aproveché que estaba en Bogotá y llamé a los números que allí aparecían. Todos eran teléfonos fijos. No había ningún número de celular. En uno de estos me contestó un señor que, al juzgar por el tono y timbre de voz, era una persona de edad avanzada. Me dijo que el doctor Castro no se encontraba en ese momento. La llamada la repetí diez veces más en días diferentes y me contestó la misma persona y me dio siempre la misma respuesta.
El 24 de agosto de 2018, cuando al pasar frente a RCN Radio de Bogotá lo vi sentado en su vehículo y me le acerqué para saludarlo, me correspondió con amabilidad. Le comenté que no había tenido suerte en mi cacería el año anterior para lograr las impresiones sobre Osmar Correal. Me dijo que lo llamara y me dio una tarjeta. Luego de despedirme, metros más adelante me detuve para revisarla. Resultó ser igual a la que me había entregado el día de las exequias de Ricardo Mendieta, ante lo cual solo atiné a decir: ¡Plop!