
Odín, San Canuto y Hans Cristian Andersen son nombres que están anclados en la memoria de la humanidad. El primero pertenece a la mitología y los otros dos fueron seres de carne y hueso. Odín, dios nórdico; San Canuto, rey de Dinamarca, canonizado por la iglesia católica y Hans Cristian Andersen, renombrado escritor, conocido en todo el mundo.
A los tres los liga una ciudad: Odense.
Por estar incluida en la ruta de una gira turística a través de los países nórdicos, en la que tuve la fortuna de participar en la primavera europea de 2019, conocí Odense. Procedente de Copenhague iba en tránsito hacia Aahrus, sede de una renombrada universidad que acoge a estudiantes de todo el mundo.
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A esta ciudad, que en nórdico antiguo significa “santuario de Odín”, situada en la isla de Fionia, llegué pasado el mediodía de un jueves de mayo. Aunque el sol caía pleno, la sensación térmica que experimenté estaba lejos de ser ardiente o sofocante. Un frío, que penetraba la piel y helaba la ropa, eliminaba el efecto de los rayos solares. Un viento intermitente hacía sentir su juguetona presencia. Se respiraba un aire fresco, puro y vivificante.
La isla de Fionia está rodeada por el mar Báltico. En esta se han instalado muchas industrias dado el fácil acceso de barcos para transportar lo que allí se produce. Además, la línea férrea la comunica con la isla de Zelandia a través del Puente-túnel de Oriente y con la península de Jutlandia y el resto de Europa a través del Puente Pequeño Belt. Es una posición estratégica que ha impulsado su economía.
La plaza principal de Odense estaba desierta. El silencio lo interrumpieron unos sonidos lentos y melódicos provenientes de las campanas de la catedral; los recibí como una amable y rítmica bienvenida.
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Odense es una de las ciudades más antiguas de Dinamarca. Tiene cerca de 200 mil habitantes. Sus edificaciones son pequeñas y medianas. El centro es puramente comercial. Panaderías, cafeterías, almacenes de ropa, librerías, tiendas de variedades, restaurantes y, quién lo creyera, numerosos almacenes de sandalias son los establecimientos que allí se observan.
—No entiendo cómo siendo esta una zona fría haya tantos almacenes de sandalias, de las mismas que venden en Colombia en tierra caliente —le comenté a mi esposa.
—Debe ser por la temporada de verano que se aproxima —me respondió.
Hombres y mujeres de todas las edades circulan en bicicleta, sin casco y con ropa abrigada e impermeable. Las ciclovías son concurridas.
Transitan pocos vehículos, en su mayoría automóviles pequeños.
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El ambiente en la plaza principal es apacible. Cerca de una de sus esquinas, la gigante escultura en bronce de una figura humana desnuda, con cuerpo de mujer y cara de rasgos masculinos, yace sobre el piso de adoquines; aunque su estética no es seductora, motiva a los turistas a tomarse fotografías a su lado.
En los costados de la plaza sobresalen dos edificaciones: la catedral y el ayuntamiento. La primera es de estilo gótico, construida en ladrillo; la torre es enorme. El ayuntamiento, imponente, patentiza la institucionalidad local.
La catedral lleva el nombre de San Canuto. Fue construida hace 900 años. En un comienzo fue un templo católico y hoy está consagrada al culto luterano. Su arquitectura tiene influencia alemana. Dispone de tres naves, es sencilla y sus paredes interiores están pintadas de blanco.
El sol proyecta verticalmente sobre el piso de la zona central de la plaza las sombras de arbustos medianos. Unos escaños de concreto acogen a los visitantes que desean descansar o admirar ese ambiente de peculiar deleite.
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Canuto IV de Dinamarca fue el último rey vikingo. Aunque la iglesia católica lo elevó a la categoría de santo, es una figura controvertida y se le recuerda como un monarca que oprimió al pueblo con impuestos, lo que lo condujo a la muerte a manos de campesinos cansados de la explotación a la que los sometió.
Canuto IV vivió en el siglo XI. Nació en el año 1040. Al dejar de existir tenía 46 años. Era biznieto de Canuto El Grande, quien fue rey de Inglaterra.
Dinamarca llegó a ser un reino poderoso que se extendió más allá de las fronteras escandinavas y se apoderó de otros territorios, entre estos el de las islas británicas. Por eso Canuto el Grande gobernó Inglaterra.

Sobre las causas de la muerte de Canuto IV hay versiones encontradas. Una de estas señala que al llegar al trono impuso un duro régimen de tributos y además fortaleció a la iglesia, la cual se vio favorecida con sus decisiones. Además, quiso apoderarse del trono de Inglaterra que en ese momento era ocupado por Guillermo I, duque de Normandía. Cuando a la fuerza intentó que campesinos de Dinamarca lo acompañaran en esa pretensión, estos se sublevaron y le dieron muerte de una lanzada en el pecho, mientras clamaba a Dios por su vida en el altar de la iglesia de San Albano en Odense.
La otra versión se la escuché a la guía de la gira turística. Según ella, Canuto IV era el rey de Dinamarca, pero vivía más que todo en Inglaterra. Allá tenía muchas propiedades e intereses económicos. La mayor parte de los tributos que recogía en Dinamarca se los llevaba para Inglaterra.
—Así que el rey le sacaba y le sacaba dinero al pueblo y todo iba a parar a Inglaterra y el pueblo simplemente dijo: ya no podemos más. Vamos a ver qué hacemos.
Cuando llegó el rey a Odense, proveniente de Inglaterra, los campesinos lo persiguieron. Él se refugió en la iglesia, pero hasta allá llegaron los exaltados.
—Pensó que se iba a salvar si alcanzaba el altar mayor y hacía la señal de la cruz. Creyó que con eso lo iban a perdonar, pero realmente eran muchos años que llevaba el pueblo aguantando hambre y el rey viviendo como rey. Dijeron: no más. Le dieron palo y ahí quedó.
La iglesia católica lo canonizó en el año 1100, es decir, 14 años después de su muerte. Lo incorporó al santoral como San Canuto.
Sus restos, junto con los de su hermano Benito están enterrados en el altar de la catedral de Odense, que lleva su nombre.
Para la guía, la costumbre de tener altos impuestos en Dinamarca viene desde la época de los reyes vikingos.
—Dinamarca no pudiera tener este estatus de vida donde no sea porque pagamos tantísimos impuestos, pero eso viene desde la cultura de los reyes.
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La estadía en Odense fue de apenas unas tres horas. Coincidió con el tiempo del almuerzo. En Dinamarca era la una de la tarde y en Colombia debían ser las seis de la mañana. Tenía el convencimiento equivocado de que mi estómago estaba adaptado al horario de mis comidas habituales. Ese día había desayunado a las siete de la mañana; desde esa hora, ni mi esposa ni yo habíamos ingerido alimento alguno. En mi caso, sentía desaliento y un ligero ardor en el estómago. Los dos teníamos hambre. Tuvimos que buscar un sitio en dónde comer algo. Lo primero que se nos apareció fue un McDonald’s.
—No, de ninguna manera vamos a entrar a McDonald’s. Ni más faltaba. Venir de tan lejos para terminar comiendo una hamburguesa, no es justo —le dije con un dejo de desconsuelo a mi esposa.
—Pues busquemos otro restaurante, pero apurémonos. No hay mucho tiempo —me respondió.
Transitamos por una calle peatonal. Vimos varios restaurantes. Los anuncios y el menú estaban en danés. Entendimos algunas palabras que se parecían al inglés. El danés y el inglés provienen de la misma familia lingüística: la germánica. En la puerta de un restaurante había un letrero que decía: “A Hereford Beefstouw”. Dedujimos por la partícula “beef” que la especialidad de allí era la carne de res. En el menú, el plato más barato aparecía con un precio de 140 coronas danesas por persona, unos 70 mil pesos colombianos. No estaba al alcance de nuestro presupuesto. Seguimos caminando.
—Mira, aquí hay otro restaurante, pero es de comida vietnamita —dijo mi esposa. En efecto el letrero decía: “Vietnamesisk specialitet”. No quisimos correr el riesgo de consumir comidas extrañas que nos pudieran afectar el estómago y, en consecuencia, continuamos con nuestra búsqueda.

Observé en la vitrina de una tienda de abarrotes lo que a primera vista me parecieron mogollas grandes, de las que preparan en Guayatá (Boyacá) o Barbosa (Santander). Me llamaron la atención. Detallé y no eran mogollas sino hongos enormes.
El deseo era comer algo típico de la ciudad, pero no tuvimos quien nos orientara. Ya llevábamos casi 20 minutos tratando de encontrar dónde almorzar. Debíamos apresurarnos. De pronto, desde la calle observamos en el interior de un restaurante una enorme vitrina refrigerada que contenía comida ya elaborada. Nos pareció que se trataba de cocina italiana. Ingresamos y, en efecto, había pastas, pizzas y lasañas en diversas preparaciones y distintos tamaños. Saludamos en español, el dependiente, que por sus rasgos físicos parecía ser nativo de India, nos respondió en inglés. Le pregunté, en español, que si recibía euros. Me contestó: “yes”.
Pedimos espagueti con pollo y de beber, agua en botella. Todo nos costó 11 euros, unos 50 mil pesos colombianos de ese momento.
Mientras en un horno de gas se calentaba la comida que habíamos ordenado, esperamos sentados frente a una barra ubicada contra una de las paredes del local. Desde afuera entraba un rumor de voces y el ruido de ruedas de bicicletas en movimiento. Adentro se escuchaba, a volumen moderado, música que provenía de un radio. Nos pareció conocida la canción que sonaba en ese momento. Al identificar el ritmo de la melodía, reaccionamos mirándonos con sorpresa, pero con agrado.
—Oye esa canción es en español —le comenté entusiasmado a mi esposa.
—Sí. Es en español y también en portugués. Es reguetón. Se llama Danza kuduro. La interpreta el puertorriqueño Don Omar —me dijo mientras movía su cabeza al ritmo de la canción.
No se pudo contener y comenzó a cantar en tono apenas perceptible: “Las manos arriba, cintura sola / Da media vuelta, Danza kuduro / No te canses ahora que esto solo empieza / Mueve la cabeza, Danza kuduro”
Los espaguetis estaban deliciosos. Nos alegró haber escuchado música conocida en un lugar extraño y lejano. Lamentamos no haber probado un bocado escandinavo, pero pensamos que en la siguiente ciudad de la gira lo podríamos hacer.
Del restaurante salimos con el propósito de conocer algunos lugares cercanos y, eso sí, ir a la casa donde vivió en su niñez el escritor Hans Cristian Andersen.
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Las calles del centro de Odense son similares entre sí. Están restringidas para el tránsito de automotores. Tienen tres franjas, una central, amplia, que es la calzada y dos laterales destinadas a las aceras. Sobre uno de los costados de la calzada hay largas bahías para el estacionamiento de bicicletas. El piso de las aceras es de adoquines de concreto. Unas calzadas tienen pavimento rígido (baldosas y adoquines) y otras, pavimento flexible (asfalto).
En las aceras hay una hilera de arbustos medianos y otra de postes metálicos de no más de tres metros de alto que soportan farolas eléctricas. Cerca del borde de las aceras y a lo largo de las mismas hay escaños de madera cada 20 metros aproximadamente.
Flanqueando estas calles se levantan edificaciones de no más de cinco pisos, destinadas, en su mayoría, a establecimientos comerciales.
No vi papeles botados en el suelo. La limpieza resalta. Sin embargo, en dos o tres lugares observé, con alguna decepción, cómo los almacenes invadían las aceras con pequeños escaparates donde colocaban productos que allí expendían. Concluí que esa costumbre de apoderarse del espacio público se da, lastimosamente, hasta en las sociedades más ordenadas y disciplinadas.
En una de estas calles escuché ladrar un perro. Lo ubiqué con mi vista; era un labrador que iba atado a una cadena, de la mano de una anciana que caminaba erguida y presurosa. Fue el único perro que vi en Odense.
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A menos de 200 metros de la plaza principal se encuentra la casa donde vivió en su infancia el escritor Hans Cristian Andersen. Es una edificación de una sola planta, de un solo volumen, con altos techos de dos aguas, tejado de planchas acanaladas color caoba oscuro. Las paredes exteriores están pintadas de color naranja; los marcos de puertas y ventanas, lo mismo que el zócalo, de color marrón. Es una casa sencilla, de estructura arquitectónica elemental. Cerca de la puerta principal, sobre la acera se levanta una asta que sostiene la bandera de Dinamarca.
Esta casa fue convertida en museo. Allí se conservan objetos que fueron propiedad del escritor, lo mismo que manuscritos de sus obras, originales de diarios personales, fragmentos de informes escolares, notas, su título de la Universidad de Copenhague, ilustraciones, recuerdos de sus viajes. Es el segundo lugar más visitado por los turistas en Dinamarca, después de la estatua de la Sirenita en Copenhague.
En la acera del frente de la casa museo hay una placa en bronce con esta inscripción: «H. C. Andersens Barndomshjem» (La casa de la infancia de H. C. Anderson); está escrita en mayúsculas sostenidas en varios idiomas: danés, inglés, alemán, japonés, ruso, mandarín, italiano, francés, noruego, sueco, entre otros.
Allí no pude menos que repasar mentalmente algunos pasajes de cuentos famosos de este coloso de la literatura infantil. En ese momento recordé la ilusión que me crearon y los ideales que me inspiraron esos relatos.
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La universalidad del escritor Hans Cristian Andersen se filtra por cualquier resquicio del mundo literario, e inclusive, del educativo. A mi vida llegó a través de la lectura de sus cuentos. Eso fue hace muchos años, cuando apenas iniciaba la escuela primaria; mi padre me consiguió en Tunja un libro donde encontré los cuentos de Andersen. Después, en el “Seminario Misional La Milagrosa” de Chita (Boyacá), donde cursé mis primeros dos años de bachillerato, me refugié en la biblioteca, situada en el segundo piso, al lado de la rectoría, a leer los escritos de este autor.
Antes de estar en Odense tenía claro que Andersen era de Dinamarca, pero no me había interesado en profundizar en su vida y obra.
Hans Cristian Andersen nació en Odense en 1805. Su padre era un zapatero entusiasmado por el teatro y las artes en general; su madre, una lavandera. Vivían en la pobreza. Fue hijo único.
En la casa, su padre le construía escenarios, le recreaba personajes del teatro y lo introducía en la danza y la literatura.
Durante el recorrido entre Copenhague y Odense, la guía hizo un recuento rápido y a su estilo de la vida de Andersen.
—Este joven desde la edad de los tres años tuvo el gran deseo de convertirse en bailarín de ballet.
Su padre murió cuando tenía 11 años. Su madre divulgó en Odense que su hijo deseaba estudiar en la academia de ballet de Copenhague. Ese parecía un sueño irrealizable. No obstante, algunos habitantes de la ciudad organizaron una recolecta y le consiguieron dinero para que fuera a cumplir su sueño.
A los 14 años y en medio de dificultades de todo tipo Hans Christian Andersen salió de Odense. En aquella época el desplazamiento entre esa ciudad y la capital debía realizarse a pie, a caballo y en barco. Se gastaban cinco días en ese recorrido.
—Cuando llegó se presentó en la academia muy entusiasmado. Hizo la presentación y no pasaron dos minutos cuando le dijeron que en su vida jamás sería bailarín —apuntó la guía—. Le faltaba la gracia en el cuerpo, y como si fuera poco, a los 14 años calzaba zapatos número 47. Y ¿se imaginan las zapatillitas tan grandes que hubiera tenido que utilizar?
La guía continuó su relato:
—Después de que le dan esa noticia en la academia, se deprime, se pone muy triste y no quiere regresar a Odense porque se siente apenado con su madre y con las gentes que aportaron para que fuera a Copenhague.
Decide quedarse en la capital y permanece en la calle cerca de la academia. Allí duerme y vive de la caridad de los transeúntes.
—Muchas de las personas ricas que pasaban por allí propalaron la noticia de que en Copenhague había un joven procedente de una isla lejana que lo habían rechazado en la academia de ballet. Tuvo tanta suerte que un escritor famoso y muy cercano de la casa real danesa le contó al rey el caso de Andersen. Le dijo que era un niño abandonado, rechazado, muy pobre, pero hábil haciendo figuritas de papel que regalaba a quienes pasaban por donde él se encontraba.
El escritor lo hospedó en su casa y lo llevó al médico para que revisara su salud.
Con la ayuda del rey, Hans Cristian Andersen consiguió una beca de estudios para realizar el bachillerato y la universidad. Aprovechó la oportunidad y salió adelante. Basado en las lecturas que había realizado en su infancia y durante su época de estudiante, comenzó a escribir. Pronto quedó en evidencia su ingenio literario y poco a poco se fue haciendo famoso en Dinamarca y en Europa. Se convirtió en el escritor danés más conocido en el mundo. Su obra tiene la influencia de Goethe y Shiller; está inscrita en la escuela del romanticismo europeo. Además de cuentos, escribió poemas, novelas y piezas de teatro.
Viajó por toda Europa. Conoció personalmente a Charles Dickens en Inglaterra.
—Y escribió un cuento famosísimo que es su identificación personal, que todos lo hemos leído y ha sido traducido a todos los idiomas: El patito feo. Es la historia de lo que le pasó a él en su infancia y en su juventud. Siempre consideró que nació en un lugar donde no fue bienvenido —concluyó ls guía.

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En Odense se rinde culto a la memoria de Hans Cristian Andersen, su hijo más famoso y quien muchas veces aseguró que su ciudad era “el jardín de Dinamarca”.
Detrás de la Catedral de San Canuto está el parque que lleva su nombre. En medio de un amplio jardín está su estatua.
En las tapas del acueducto de las casas aparece su efigie. Hay un recorrido demarcado con las huellas de sus pisadas, que al parecer coincide con el trayecto que realizaba con frecuencia cuando vivía en esa ciudad.
Las huellas de sus pisadas están pintadas en el piso y corresponden a un zapato talla 47. No me aguanté las ganas y comparé mi huella con las de Andersen. Un pie mío en un zapato de Han Cristian Andersen quedaría bailando con holgura. Si su talla de zapato era enorme, no cabe duda de que su estatura intelectual fue inmensa e incomparable.