A finales de julio de 2024 viajé a Úmbita con el propósito de realizar una diligencia. Llegué al parque pasadas las ocho de la mañana. Hacía frío. El firmamento estaba encapotado. Un murmullo suave de voces lejanas se juntó al ruido del motor de un vehículo que transitaba cerca y a la música procedente de un radio prendido en alguno de los establecimientos comerciales situados alrededor de este lugar.

Frente a donde me bajé del automotor se encontraban varias personas. Se quedaron mirándome con curiosidad. Las saludé y me correspondieron con un indiferente: “buenos días, señor”. Nunca las había visto y creo que ellas tampoco a mí. Interiormente me pregunté:
—¿Cómo es posible que donde nací, viví mis primeros 13 años, trabajé algún tiempo y no paro de visitar resulte ser un extraño?
Tras reponerme de la aflicción que me produjo aquella sensación, me dirigí a la oficina en donde debía adelantar el trámite motivo de mi desplazamiento. Esta se encuentra situada a pocos metros del parque, en una larga diagonal de la iglesia, sobre la vía que conduce a Chinavita. Allí me indicaron que primero atenderían a otro interviniente y que, mientras tanto, debía estar fuera del recinto.
Siguiendo las instrucciones, me retiré a un sitio cercano. Escogí el atrio del templo parroquial y me recosté contra uno de los muros de este. Quedé de cara al parque. Cerré los ojos, eché la cabeza hacia atrás. Así me mantuve tal vez dos minutos. Por mi mente, como ráfagas, pasaron momentos vividos en esta plaza desde mi infancia. Una especie de tranquilidad infinita me embargó.
Luego, al abrir los ojos divisé los montículos que circundan el perímetro urbano por el norte. Allí estaban, imponentes, el Alto de la Virgen y el tutelar cerro de El Castillejo, este último con sus afilados y desafiantes picos.
Al centrarme en el área delimitada por las cuatro vías que forman el marco de la plaza, recordé que siendo un niño de tres o cuatro años frecuentaba este sitio. No pude precisar el año en el cual fue construido el parque. Las transformaciones de este han sido constantes. Se han sembrado palmeras y trasladado de lugar esculturas y monumentos entronizadas en diversas épocas. La actual distribución de espacios es descompensada. Se evidencia la falta de un toque ornamental estético, tan indispensable en el cuidado de este tipo de lugares.
Las edificaciones que lo rodeaban y que conocí en mi infancia fueron reemplazadas en su gran mayoría por nuevas construcciones. Aquellas eran casas de máximo dos pisos, elaboradas con adobe y tejados de barro. Las de ahora son de bloque o ladrillo y tienen tres y hasta cuatro pisos.
Los nubarrones se alejaron poco a poco y el sol impuso su soberanía. Un fulgor pleno y un calor sutil se apoderaron del lugar.
Durante estos minutos de remembranza, delante de mí pasaron tal vez 10 o 15 transeúntes, casi todos desconocidos. De pronto alguien a quien me habían presentado hace más de 10 años, pero cuyo nombre no me acordaba, comenzó a travesar el atrio en dirección al costado occidental de la plaza. Con él había hablado fugazmente en tres o cuatro oportunidades. Nació en San Luis de Gaceno y ahora es un habitante más de Úmbita. Llegó al municipio hace varios años. En un comienzo dirigió la emisora de la parroquia y después se vinculó laboralmente a emprendimientos comerciales locales. Lo saludé. Entablamos conversación. Mientras hablábamos de personas y circunstancias cercanas a los dos, apareció en la puerta de la iglesia el párroco. Aunque he asistido a varias ceremonias religiosas que él ha presidido, nunca lo había saludado. Me le presenté. Lo sentí receptivo. Por varios minutos hablamos los tres. Primero se despidió el párroco y luego mi interlocutor inicial.
Cuando nuevamente estuve solo, dirigí la mirada a las edificaciones del costado norte del parque. Me llamó la atención una singular, de tres plantas, que se ha salvado de la arrolladora transformación arquitectónica, en la cual no se detectan parámetros en cuanto a perfil y altura de las nuevas construcciones.

Esta casa muestra un visible deterioro exterior. Tiene, por lo menos, once metros de alto por siete de ancho. Los colores, blanco de las paredes, verde oliva de las puertas del primer piso y canela oscuro de las exteriores de los dos siguientes pisos son los mismos que recuerdo desde pequeño. Cada uno de los pisos está dividido en tres arcadas simétricas. A las del primer piso las forman molduras de por lo menos cincuenta centímetros de ancho. Los arcos de medio punto reposan en capiteles seguidos de molduras que simulan columnas.
Las arcadas de la segunda y tercera plantas están formadas por columnas revestidas de cemento que dan paso a balcones de un metro de profundidad, delimitados adelante por barandas metálicas de un poco más de un metro de altura y atrás por las paredes de las habitaciones interiores. En la práctica son pasillos que comunican las puertas situadas detrás de las arcadas izquierda y derecha. El espacio de la pared posterior a las arcadas del centro, en el segundo piso está ocupado por un dibujo mural y en el tercero se encuentra despejado.
En los pisos superiores la humedad ha causado el desprendimiento del pañete, dejando visibles porciones considerables de los muros frontales, construidos con adobe y pegamento de barro.
A la construcción la remata una baranda de unos ochenta centímetros de altura, de concreto y ladrillos intercalados, revestida de una capa de mortero pintado de blanco. En la mitad de esta se encuentra una pequeñe ermita en cuyo interior hay una imagen del Divino Niño.
Al detallar la edificación, de pronto, el mural del segundo piso activó las fibras sensibles de mi interior. Una curiosa emoción me invadió.

Es una pintura elaborada con la técnica de óleo, de tal vez un metro y medio de larga por un metro y veinte o treinta centímetros de alta. Sobre un brioso y corpulento caballo castaño claro aparece, con desenvoltura y elegancia, un jinete vestido de charro mexicano izando con la mano derecha su sombrero alón y con la izquierda sosteniendo vigoroso las riendas. Arriba, fuera del conjunto pictórico, encima de la cabeza del caballo aparece una botella pequeña de color verde y a la derecha una leyenda correspondiente al nombre de una conocida cerveza. Completando el mural, en los extremos superiores de la pared sobresalen pintados dos marcos angulares de largos tallos de rosas rojas que contrastan con las verdes hojas y cerrados botones de la misma especie floral.
Frente a este mural he pasado centenares de veces. Sin embargo, aquel momento de finales de julio de 2024 tuvo un especial significado para mí porque al sentirme un extraño en el parque de mi pueblo, aquella pintura no solo me dio pertenencia, sino que activó mis recuerdos de escenas y momentos allí vividos.
Mi mamá me llevaba de la mano a que la acompañara a esa plaza en donde todos los domingos se realizaba el mercado semanal. Eso fue, quizás, a finales de 1957 y comienzos de 1958. El piso era de tierra y arena. Las vías circundantes tenían una capa sólida de recebo fino. En el centro había un árbol gigante, frondoso, de grueso tronco y agrietadas cortezas. En cada una de las esquinas se levantaba un árbol alto y de escaso follaje.
Aún no he podido reponerme, casi 65 años después, de la impresión y el susto que me produjo ver la vuelta de plaza que le daban a quienes encontraban robando en el pueblo. A esas personas les ataban las manos y las obligaban a caminar detrás de un comisario municipal que hacía sonar un redoblante. Lo seguían un grupo de curiosos, en su mayoría muchachos.
Con agrado rememoro que entre 1962 y 1966, el sector sur de la plaza fue acondicionado como patio de recreo de quienes estudiábamos en los cursos tercero, cuarto y quinto de primaria de la Escuela Urbana de Varones, instalados en una edificación de ladrillo situada en la esquina sur occidental. En esa parte de la plaza había una especie de parque infantil, dotado de columpios, deslizaderos, pasamanos y barras de ejercicios.
Imborrables en mi memoria están las imágenes de las corridas de toros que se realizaban en una especie de corral montado con vigas de madera amarradas, frente a la Casa Cural.
Imposible no rememorar las funciones de cine al aire libre que se efectuaban con alguna frecuencia durante frías noches en las cuales se proyectaban películas en sábanas colgadas, unas veces del balcón de la Casa Cural y otras, del balcón de la residencia de Teódulo Huertas, situada en la mitad del costado occidental de la plaza.
De eventos que me hayan impactado, ocurridos en esta plaza, recuerdo dos: el primero, la estampida tenebrosa que se produjo en la salida de la misa de media noche de un 24 de diciembre de comienzos de los años sesenta; el sonido aterrador de disparos de fusil en la plaza y el ruido que produjeron los proyectiles al chocar contra el cancel de la puerta de la iglesia causaron terror y desesperación. El segundo, la multitud que colmó, a finales de 1963, la plaza el día de la celebración de la primera misa del padre Oliverio Moreno, primer umbitano ordenado sacerdote.
Me causa gracia rememorar cómo en los primeros años de la década del sesenta, algunos inquietos muchachos aprendieron a montar en cicla en la calle del costado oriental, que va desde el Palacio Municipal hasta la iglesia. Por la poca pericia de los novicios pedalistas y la gran velocidad que tomaba ese vehículo por la inclinación de la vía, muchos no podían controlarlo y paraban en el interior del templo parroquial.
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Y ¿por qué cuando me detuve en la observación del mural del segundo piso de una casa que amenaza ruinas se me estremecieron mis fibras sensibles? Por una sencilla razón: quien elaboró ese mural fue mi padre y yo estuve a su lado durante todo el tiempo de la ejecución de esa obra artística alcanzándole los pinceles, las brochas, las pinturas y los demás elementos requeridos en este tipo de trabajos.
El propietario de esa singular edificación, el maestro de obra Belarmino Huertas, quien tenía su casa de habitación permanente en la vereda de Tambor Chiquito y solo utilizaba la del centro del pueblo los fines de semana, le solicitó a mi padre que le hiciera una pintura decorativa en la pared del fondo del balcón del segundo piso. Cruzando fechas y circunstancias, he llegado a la conclusión de que esa petición se la hizo en 1962.
No tengo claro el por qué fue escogido un charro mexicano como motivo del mural. Lo que si no se me olvida es que unos días después de haber terminado la pintura, Belarmino Huertas buscó a mi padre y le comentó que el agente distribuidor de una conocida empresa cervecera le había ofrecido pagarle una mensualidad si en la parte superior del dibujo se agregaba una botella y el nombre de esa bebida. Esos nuevos elementos fueron incluidos de inmediato.
Son ya, entonces, 62 años que tengo de cercanía con ese testigo mudo del acontecer en el parque de Úmbita. Nadie más ostenta esa condición. Claro que si un día de estos desaparece el mural, desde el parque podré seguir viendo otro testigo mudo de la vida de los umbitanos: el majestuoso y querido cerro de El Castillejo.