
El travieso espíritu de la poesía, el de todos los tiempos, el de la tierra plana y el reino de los frailejones, nadie sabía de dónde venía, para dónde iba, ni cuándo aparecía, todo en él era misterio, pero un encantador hálito lo cubría, cuando se revelaba a los seres humanos, y en un momento los poseía, algunas veces con la furia demencial de una tormenta, otras con el sosegado susurro de un suspiro.
Así era el extraño personaje, impredecible, podía encontrársele en la voz inocente de una niña, o en el canto enamorado de la vida, en medio del rayo y también el trueno de un torrencial aguacero, o en la placidez del agua en los meandros milenarios.
El espíritu de la poesía siempre frecuentaba al poeta Sinibaldo, para él, escribir se le había convertido en una necesidad, igual que comer o dormir, incluso había notado, que, si no escribía, extrañamente perdía el apetito, y entraba en vigilias prolongadas de sueño, tormentos que desaparecían con solo escribir algunas líneas, así estas fueran disparatadas.
Por eso, escribir le suscitaba un extraño placer, cuando dejaba fluir las palabras, y les daba libertad para practicar su danza sublime sobre la impoluta hoja en blanco, llevadas a su antojo, sin destino ni horizonte que enmarcaran su vuelo.
En ese momento, Sinibaldo permanecía en su sillón preferido, frente al escritorio, con la mirada perdida en el papel, previendo la siembra de la palabra fértil, se veía entretenido con el lápiz, tratando de enroscar en este, sus largas barbas, en tanto agradecía a Dios el don de la creatividad literaria, ese que desde temprana edad lo había poseído, de la misma manera que un amanecer atrapa a un llanero, o cuando los ocasos de fuego tiñen con sus colores, los plumajes de las bandadas de garzas, que con cansados aleteos regresan al garcero a orillas del estero.
De pronto recordó que hacía unos días, había emprendido viaje, desde Tunja la encantadora ciudad colonial, anclada en el altiplano Cundiboyacense, en la cabecera del valle donde nacen los ríos Jordán y Farfacá, allí, junto al legendario pozo de Hunzahúa, donde sus aguas se abrazan para dar origen al Chicamocha.
Esa tarde él poeta Sinibaldo, dejó que su lápiz volara sobre la virginal hoja, poseyéndola con sus trazos, y el rico mundo de su imaginación, en un vuelo de ensueño, camino al infinito llano, en el que hoy leemos las semillas de sentires y palabras propias de su origen, con las que fue tejiendo experiencias y paisaje, para luego urdir la manta de su relato, en la que dejó descritas sus aventuras camino a la tierra plana, el mismito Sinibaldo, según data en el siguiente relato:
¡Aquí en confianza Camarita!, le cuento que mi camino preferido, para ir a Villavo, es por San Luis de Gaceno, es un deleite natural transitar el valle que no es valle, pero lo llaman Valle de Tenza, entre imponentes cerros abrazados por las nubes, sobre los que descansa el cielo, así se abre el camino a tierra caliente, bordeando el Súnuba, que se extiende serpenteando, como si rindiera tributo a las altas montañas, para seguir luego por las riberas del Lengupá y el Upía, que se abren paso a partir de Puerto Secreto hasta la sábana, una delicia de la naturaleza, que embruja a los afortunados peregrinos que llegan a la llanura, donde el paisaje se brinda abierto y las montañas desaparecen, como testigos mudos en la lontananza, dejando que la llanura, la hermosa, la majestuosa, la diosa única siga inspirando y enamorando a propios y extraños, allá donde a Arturo de Coba se lo tragó el camino y la manigua, y donde Castelco sigue sus huellas, con fotografías misteriosas, aventuras sin límites, letras y versos como raudales en invierno, cuando los cauces se vuelven pequeños y las aguas se desbordan, incapaces de contener los aguaceros.
Por eso, gracias Dios mío, por traernos de la nada, con tu soplo de vida y permitirnos peregrinar en este paraíso llanero, respirando en él, el aroma de los diarios aconteceres, o tomar un café cerrero, antes de iniciar la faena en el amanecer, igual que en los infinitos ocasos de colores, acompañados con el canto del turpial y la pava montañera, saludando el día, o perdidos en el sabor del trópico, atrapado en el corazón de una fruta, que lleva en sus entrañas, la fuerza del color del arco iris en invierno.
Gracias Dios por todo eso, por la sonrisa del hijo y el tierno beso del nieto, depositado en la mejilla del origen paterno, gracias por animarnos a dejar algo, en la memoria de los que quedan, el día que nos abrace nuevamente la tierra, o nos abrase el fuego, para que nuestras cenizas naveguen en algún estero, y nuestro espíritu siga disfrutando su derecho, a ser un camarita criollo patal’suelo, orgulloso siempre de su tierra, domador de potros cerreros y ríos indómitos en invierno, hombre de una sola palabra y sincera, en un mundo abierto sin fronteras, libre como el viento, que acaricia, la sabana, una mujer hermosa o una palmera. Aunque la tarde se duerma en el ocaso más bello, el espíritu del camarita poeta, que siga entre caños y la sabana, cantando un joropo o declamando sus poemas, con su comadrita eterna el ánima de Santa Elena.
Fabio José Saavedra Corredor