La Tunja de finales de la década de los 50 y comienzos de los 60, que presento en esta crónica, era diametralmente distinta a la de hoy. Su sosiego, seguridad, silencio, fervor religioso, trato cortés y solidario en los espacios públicos han desaparecido.
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La primera vez que vi la catedral de Tunja fue desde la esquina de la carrera 11 con calle 19, el 10 de octubre de 1958. Me atrajo su imponencia. La percibí gigante y distinta a la de mi pueblo natal.
Mi mamá me llevaba de la mano. Al lado iba mi papá. Caminábamos en dirección occidente oriente. Faltaban, tal vez, unos minutos para las seis de la tarde. Ya estaban encendidos los avisos volados luminosos y las luces interiores de los almacenes. Por la calzada de la calle 19 transitaban, a baja velocidad, unos pocos vehículos y por las aceras parecía fluir un río humano. Los hombres llevaban abrigos de paño, unos, y ruanas de lana, otros; casi todos lucían sombreros de fieltro color oscuro. Las mujeres, en su mayoría, vestían abrigos y trajes de paño; y pañolones, no pocas.
Esta es mi primera reminiscencia clara de la ciudad en donde he residido la mayor parte de mi vida.
Nací en Úmbita, población situada a 56 kilómetros al sur de Tunja. Mi padre fue un pintor y escultor oriundo de Güicán, criado en El Cocuy; realizaba trabajos artísticos y, además, se desempeñaba como oficial de estadística. Mi madre era de Úmbita y una vez casada inició un pequeño negocio en su casa, donde ofrecía servicio de alimentación a los funcionarios del municipio no oriundos de allí (juez, recaudador de rentas, profesores, agentes de policía); este se convirtió luego en restaurante y, finalmente, en hotel.
Antes de aquel 10 de octubre de 1958 mis padres me habían llevado a Tunja en muchas oportunidades, según he podido deducir de las reminiscencias que al respecto escuché de boca de ellos. Una de esas ocasiones fue en diciembre de 1953, mes y medio después de mi nacimiento, para bautizarme en la iglesia de Santa Bárbara, la misma en donde 53 años antes había recibido ese sacramento el general Gustavo Rojas Pinilla.
¿Por qué estoy seguro de la fecha de mi primer recuerdo de la Tunja de aquella época? Sencillo: tengo tatuada en mi mente una vivencia memorable del día anterior.
—Murió el Papa, van a prender la planta de la luz y podremos escuchar la noticia en el radio de su tío Efraín—me dijo mi papá a eso de las 10 de la mañana del jueves 9 de octubre en la casa en que vivíamos.
Muy rápido llegamos a la casa de mis abuelos maternos. Allí ya estaba listo mi tío Efraín para prender su radio de tubos; era un aparato grande, con revestimiento de madera. Llegó la luz y él accionó la perilla de encendido. En medio de un sonido ronco e intermitente comenzamos a escuchar los detalles de aquel momento. Poco a poco, la calidad de la transmisión radial fue mejorando. Hacia las doce y media del día apagaron la planta eléctrica y, en consecuencia, dejó de funcionar el radio. Mi padre me llevó de nuevo a nuestra casa en donde me anunció que al día siguiente viajaríamos a Tunja porque él y mi mamá debían realizar allí algunas diligencias.
La muerte del papa se perpetuó en mi memoria por la preponderancia que tenía la Iglesia Católica en la comunidad en que vivíamos.
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El 10 de octubre a las cuatro de la mañana partimos de Úmbita hacia Tunja en un bus, no me acuerdo si de Transportes Márquez o de Trans Bolívar. Tuvimos que hacer transbordo en Tibaná.
A eso de las ocho de la mañana llegamos a nuestro destino. Fuimos al domicilio de mis tíos paternos Gustavo y María Helena, situado cerca de la Iglesia de El Topo. Era viernes, día de mercado. No supe qué hicieron mis padres durante el día. Lo que si no se me ha borrado de la memoria es la curiosidad que me produjo ver la Catedral, flanqueada por tenues y amarillentas luces.

Pero, mis recuerdos más precisos sobre Tunja datan a partir de finales de 1959.
Como la residencia de mis tíos era el único lugar en donde nos alojábamos en Tunja y ellos siempre vivieron en los alrededores de la Zona de Carreteras, sitio después conocido como Distrito del Ministerio de Obras Públicas, mis evocaciones giran alrededor de esta parte de la ciudad y de sus sectores aledaños; también, de la plaza de mercado y de toda la calle 19 hasta la plaza de Bolívar.
La Zona de Carreteras era un inmenso complejo institucional cerrado, dependiente del Ministerio de Obras Públicas que cubría una extensión de por lo menos 32 mil metros cuadrados. Estaba comprendida entre las calles 19 y 22 y las carreras 15 y 16. En aquel lugar funcionaban oficinas administrativas, talleres y consultorios médicos. Desde allí se manejaba administrativa y operativamente el personal encargado de construir y mantener las vías públicas de Boyacá, que en ese momento tenía dentro de su jurisdicción al hoy departamento de Casanare, al igual que de realizar la reparación y mantenimiento de la maquinaria que para tal efecto se requería.
La primera residencia de mis tíos Gustavo y María Helena, que tengo viva en mi memoria, es una amplia y vieja casona ubicada en la transversal 16 entre calles 20 y 21.
Mi tío Gustavo trabajaba en la Administración de Impuestos Nacionales. Se casó a comienzos de 1959 con una dama que fue muy especial con nosotros, los Núñez Valero. Se llamaba Aura María Guerrero Eslava y trabajaba como enfermera en la Zona de Carreteras.
Los nuevos esposos construyeron una casa en la esquina de la carrera 16 con calle 21A. Primero edificaron una planta, en donde vivieron hasta cuando terminaron la segunda planta. A finales de 1964 arrendaron la primera y se pasaron a vivir a la segunda.
En las visitas que realizamos a Tunja durante el tiempo que mis tíos vivieron en la primera planta, nos hospedaron en una habitación situada al fondo de la vivienda, donde no teníamos visual hacia la calle. Desde la sala de recibo y el cuarto de mi tío Gustavo se tenía una panorámica limitada de la ciudad; solo se veían las instalaciones de la Zona de Carreteras y sus inmediaciones.
Al pasarse a la segunda planta, nos hospedaron en una habitación de amplios ventanales que daba contra la carrera 16. Por la altura del lugar y la ubicación de la casa, comienzo denla falda del cerro de San Lázaro, teníamos frente a nuestros ojos a la ciudad en todo su esplendor.
Ese era un mirador formidable. Por la derecha podíamos ver la torre de la iglesia del topo, los cerros del sur y la carretera Tunja-Soracá que los bordeaba; por el frente, en primer plano, la plaza de mercado, luego las casas y edificaciones de los sectores comercial, institucional y residencial de entonces, la iglesia de Santo Domingo, el Colegio de Boyacá, el edificio municipal, la catedral; por el norte, la iglesia de la Nieves, las cárcavas, los cerros del nororiente y bien al fondo la carretera Central del Norte.
Tal mirador lo disfruté a plenitud. Me la pasaba pegado a la ventana de esa habitación. Me encantaba ver la ciudad. Me distraía contar los carros que transitaban lentamente por la carretera Tunja Soracá o los que, veloces, se desplazaban por la carretera Central del Norte. No me perdía el espectáculo que se presentaba dos veces a la semana cuando, hacia las tres de la tarde, aparecía en el horizonte y luego aterrizaba en el aeropuerto un pequeño avión que, según me indicaron en aquel tiempo, transportaba pasajeros y carga desde y para Bogotá; antes de la llegada del avión siempre veía una camioneta pequeña de color verde oscuro que se desplazaba hacia el aeropuerto. Una vez el avión alzaba vuelo de regreso hacia Bogotá, la camioneta volvía al centro de Tunja. En la noche no me cansaba de ver los multicolores avisos publicitarios de las zonas comerciales de la plaza de mercado y del centro, los faroles del alumbrado público y las luces de los pocos vehículos que recorrían las calles o las carreteras de ingreso a la ciudad.
La Tunja de finales de los años 50 y comienzos de los 60 me deslumbraba porque era la ciudad más grande que conocía hasta el momento. En aquella época solo tenía como referencia mi pueblo natal y poblaciones cercanas, entre estas: Chinavita, Garagoa, Tenza, La Capilla, Tibaná, Turmequé, Jenesano, Ramiriquí, Boyacá (Boyacá) y Villapinzón. Ah, también conocía Chiquinquirá porque mis padres me habían llevado dos o tres veces en romería, pero estos no habían sido viajes gratos para mí, por la congestión de la ciudad, las dificultades de transporte, tanto de ida como de vuelta y por un mal recuerdo de la pérdida en la Plaza de la Pola durante algunos minutos, que me parecieron una eternidad, de uno de mis hermanos.
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Y en esa habitación de la carrera 16 con calle 21A, cuando no estaba mirando por la ventana, me encontraba ojeando libros que tenía mi tío Gustavo. Me acuerdo de dos que repasaba con frecuencia: uno de formato grande llamado “Presencia de Boyacá” y otro de formato mediano, de pasta dura, color marrón, cuyo título era una sola palabra: “Boyacá” y aparecía en letras blancas, muy destacadas.
El primero contenía información e historia de Boyacá, al igual que monografías de los municipios del departamento; su diagramación era atrayente.
El segundo había sido editado bajo la dirección del político e intelectual Plinio Mendoza Neira. Incluía textos literarios y fotografías del departamento. Tenía una sección especial sobre Tunja, presentada con un texto de unas 30 líneas bajo el título: “Tunja 1961”, que iniciaba así: “La ciudad de Tunja fue fundada por el capitán Gonzalo Suárez Rendón el 6 de agosto de 1539, sobre el mismo emplazamiento en donde había estado la ciudadela de los zaques de Hunza, en el corazón del imperio chibcha”; terminaba con esta información: “Tiene en la actualidad 53.000 habitantes y es una de las ciudades de Colombia de mayor ambiente colonial y de las más ricas en recuerdos históricos”.
Leer que Tunja tenía 53 mil habitantes me impresionó. Mentalmente me puse a hacer cuentas del número de habitantes del casco urbano de Úmbita. Aquel municipio tenía cuatro calles y tres carreras. No pasaban más de cinco las cuadras completas habitadas. Yo sabía de memoria quienes vivían en las casas de tan pequeño poblado. Sumé, vivienda por vivienda, y no excedían de 200 personas las que allí habitaban. Comparada esa cifra con la que acababa de leer, me pareció una diferencia asombrosa.
Después de la introducción de esa sección aparecían tres artículos: “El último soberano”, de Juan Clímaco Hernández; “Tunja, ciudad de los blasones”, de Ulises Rojas y “Elogio y remembranza de Tunja”, de Rafael Salamanca Aguilera. No sabía nada de los autores, pero me parecieron personas muy ilustradas. Estos textos me sedujeron e hicieron que comenzara a encariñarme con Tunja. Embelesado los leí.
El artículo de Juan Clímaco Hernández me hizo pensar en la tragedia que padecieron los habitantes del poblado sobre el cual los conquistadores levantaron la que hoy conocemos como Tunja. Lo leí por primera vez a finales de 1963; acababa de cumplir 10 años y en los cursos de enseñanza primaria ya adelantados me habían ilustrado sobre la colonización española y el exterminio de nuestros ancestros indígenas. No se me olvida que al leer el relato sobre la decapitación de Aquiminzaque, último soberano de Hunza, junto con los caciques de Toca, Motavita, Samacá, Turmequé y Suta, me sentí conmovido y abrumado; unas lágrimas de abatimiento corrieron por mis mejillas.
Quizá en uno de los 20 tomos de la colección Tesoro de la Juventud que había comprado mi padre y que teníamos en Úmbita, ya había leído que las conquistas de nuevos territorios por parte de potencias extranjeras siempre se producían a sangre y fuego. Sabía que tan bárbaro proceder era una constante en la historia de la humanidad. No obstante, al leer sobre la inmolación del zaque y de los caciques de territorios cercanos a Hunza me conmoví porque me pareció infame esa actuación de los españoles y porque esos líderes hacían parte del ancestro de los habitantes de mi región, de mi país; sentía que dentro de mí había algo de ellos.
Sobre Juan Clímaco Hernández supe años después que era un médico y pensador tunjano, nacido en 1881 y fallecido en 1960, que irrumpió en el periodismo, la literatura y la docencia. En el segundo tomo del libro “El lector boyacense” se lee que: “Fue, sin lugar a duda, el escritor y pensador más auténtico y recio de su tiempo en Boyacá”.
Del segundo artículo, el de Ulises Rojas, abogado e historiador nacido en Tibasosa, me llamó la atención un párrafo que decía: “Del antiguo esplendor de la ciudad indígena, aún se conservan tres monumentos: el célebre adoratorio llamado de los Cojines, en la falda del cerro de San Lázaro; la piedra de Los Pilones, en el sitio de San Ricardo, y los vestigios de un templo indígena en los predios de la Universidad; todo lo demás ha desaparecido a excepción de las bellas leyendas que se remontan a los lejanos tiempos de su fundación aborigen”.
Un día de diciembre del año 63, como sabía que el adoratorio de Los Cojines estaba ubicado a cuadra y media de la casa donde me encontraba, se apoderó de mí un deseo incontenible de ir hasta allí. Iban a ser las 10 de la mañana. Sin avisarle a nadie salí de la casa y me dirigía al parque de Los Cojines. Hacía un sol intenso. Me fui corriendo. No tardé más de tres minutos en llegar.
El sitio se encontraba solo. Busqué las dos piedras que aparecían en la fotografía que ilustraba el artículo de Juan Clímaco Hernández. No me fue difícil ubicarlas. Me situé delante de estas, de frente a la ciudad. Las contemplé por algunos minutos y luego dirigí la mirada a la ciudad que estaba callada e inmóvil. Nuevamente observé las dos piedras y me acordé de lo que había escuchado en varias oportunidades sobre la denominación “Los Cojines del Diablo”. También se me vino a la mente la versión según la cual en medio de esas dos piedras sacrificaban a niños recién nacidos. Sentí estremecimiento y frío penetrante en mi cuerpo. Me retiré de allí asustado y tembloroso.
Años después, luego de consultar algunos historiadores de Tunja, tuve claro que el nombre de “Los Cojines del Diablo” había sido asignado por los conquistadores para demeritar el rito de adoración al sol que realizaba allí todos los días el Zaque y su esposa; también tuve claro que en dicho lugar no se sacrificaban niños indígenas.
Del tercer artículo, el escrito por Rafael Salamanca Aguilera, médico y pensador tunjano, me atrajo la alusión que hacía sobre la Tunja de aquel momento (final de la década de los años cincuenta y comienzo de los sesenta del siglo XX): “La ciudad actual presenta una extraña dualidad que patentiza la sorda pugna entre dos conceptos diferentes y casi opuestos de la vida. Al lado de casonas derruidas, la moderna arquitectura levanta sus construcciones de vidrio y cemento; el tránsito activo y los nuevos comercios invaden con su ruido plazas y calles enantes aposentos de la soledad y el silencio”. Esa ciudad, que Salamanca Aguilera retrataba con palabras, era en la que me encontraba y me cautivaba.
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Por la cercanía de la casa, el templo al que acudían mis tíos a los oficios religiosos era el del Monasterio de El Topo. en donde se venera el cuadro de la Virgen del Milagro, que, según relatos, se apareció en 1628.
La virgen del Milagro fue consagrada como la patrona de Tunja y el primer domingo de junio de cada año se celebra con solemnidad y devoción la fiesta de esta advocación mariana, a la que acuden miles de personas de la ciudad, de los municipios vecinos e incluso de regiones apartadas del departamento y del país.
Las encargadas de la protección y veneración del cuadro milagroso son las monjas concepcionistas.
Allí me llevaban los domingos a la misa de las ocho de la mañana y entre semana acompañaba a mi tía María Elena al monasterio, situado enseguida de la iglesia, a comprar pan y huevos que vendían las monjitas.
Aunque las Concepcionistas son religiosas de clausura, algunas de ellas son externas y se encargan de mantener el contacto con los feligreses. Por esos días veía a dos o a tres de ellas por las calles de la ciudad, con su hábito de túnica blanca, manto azul y velo negro.
Aunque el monasterio no tenía categoría de parroquia, la afluencia de feligreses era numerosa y permanente.
El otro templo a donde me llevaban con frecuencia era a la iglesia de Santo Domingo, la cual sí ostentaba la condición de parroquia. Allí se confesaban mis tíos y mis padres. Los oficios religiosos se veían más congestionados que en El Topo.
Me agradaba que me llevaran a la iglesia de Santo Domingo porque disfrutaba del delicioso olor que emanaba de la Panadería San Carlos, situada al frente de este templo. Por supuesto, no me contentaba solo con el exquisito olor del pan, sino que les pedía a mis padres que me compraran panes y roscones. El pan francés que vendían allí era un verdadero deleite. Ni siquiera el que tuve la oportunidad de probar en París, muchos años después, me pareció mejor que el de la panadería San Carlos.
Mis tíos y mis padres me llevaban también a los templos de San Francisco, las Nieves y San Laureano.
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Mis estadías en Tunja dependían de la disponibilidad de tiempo de mis padres. Él debía cumplir un horario de oficina de lunes a sábado en Úmbita y ella no podía ausentarse de su restaurante. Además, mi condición de estudiante de primaria en Úmbita me obligaba a permanecer en esa población durante el periodo lectivo. Las vacaciones escolares se convertían, por tanto, en las oportunidades que mis padres aprovechaban para llevarme a Tunja, junto con mis hermanos.
Pero a partir de 1961 tuve una línea de contacto directo con Tunja: la radio. Recuerdo que ese año la familia adquirió un receptor radial de transistores. Era un aparato marca Silvania. Pocos momentos me han generado tanta felicidad como aquel en el cual mi padre entró con un agente de ventas a la casa y nos anunció que había comprado un radio y que el señor que lo acompañaba nos lo iba a dejar funcionando. ¡Qué momento tan jubiloso! La primera emisora que sintonizó el vendedor fue Radio Santafé, después, Radio Tunja, luego Radio Boyacá y, por último, Transmisora de la Independencia, que originaba desde Tunja.
Mi madre elaboró una pequeña carpeta de tela para protegerlo del polvo y mi padre señaló un sitio del comedor donde debía permanecer durante el día y un vestíbulo, en medio de las habitaciones del segundo piso, donde tendría que estar en la noche. Literalmente, me adueñé del radio. Por supuesto, no lo movía de los lugares indicados, pero yo era quien lo prendía, apagaba y sintonizaba las emisoras. Ahí se patentizó mi atracción por los medios de comunicación.
Aunque prefería las estaciones radiales de Bogotá como Radio Santafé, Nuevo Mundo (Caracol), Nueva Granada (RCN) y Radio Continental (Todelar), entre otras, las emisoras de Tunja las escuchaba en algún momento del día.
De Radio Tunja me gustaba oír en la mañana a Carlos Brijaldo Diaz, fallecido en septiembre de 2022 y a David Cañón Cortés, en su programa deportivo de lunes a viernes; él vive en Bogotá, retirado de las actividades laborales.
De Transmisora de la Independencia escuchaba a Rosendo Castro Jiménez en las transmisiones a control remoto de eventos en la ciudad y en otras partes del departamento; él se licenció en idiomas modernos en la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, se jubiló como profesor de esa misma institución y en octubre de 2022 aún hacía radio a través de una emisora local de FM presentando un programa de música colombiana.
Esas tres voces que tengo vivas en mi memoria, al igual que aquellas que escuchaba en las otras emisoras, me agradaban por su entonación, sonoridad y melodía. En aquel tiempo quien accedía a un micrófono radial era porque poseía condiciones especiales para ello.
Desde luego, también escuchaba los programas de Radio Sutatenza. Me acuerdo de las clases del padre Sabogal y del profesor Numa Pompilio Mesa, a quien años después conocí personalmente.
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Gracias a la radio me enteré no solo de sucesos extraordinarios sino de situaciones curiosas y picarescas de la capital boyacense.
Hacia las 10 de la mañana del 28 de diciembre de un año que pudo ser 1963 o 1964 me encontraba en el patio de mi casa en Úmbita sintonizando la emisora Radio Tunja y divirtiéndome con unos juguetes que había comprado con mis ahorros el día anterior en Tunja. En esa estación radial estaban emitiendo un programa musical. De pronto interrumpieron con un escandaloso: “Extra, extra”. Enseguida un locutor anunció que acababa de suceder un hecho extraordinario. Había caído, en medio de llamas, un objeto volador no identificado detrás del cerro de San Lázaro en Tunja. El locutor reveló que cerca del lugar de los acontecimientos se encontraba el director de la emisora, Milton Erre, a quien le dio cambio al instante.
Mi reacción fue de profunda decepción. Lamenté que mis padres me hubiesen llevado a Úmbita el día anterior. Pensé que de haber continuado en Tunja hubiese podido estar allí presenciando tal acontecimiento. Sin duda, habría acudido presuroso hasta el sitio señalado, pues era cercano a la casa de mis tíos. Con aflicción, de una parte y asombro, de otra, por la notoriedad y singularidad del hecho, seguí escuchando la transmisión.
Milton Erre con su voz grave y cadenciosa, daba la sensación de estar agitado y hablaba en un tono que producía incertidumbre; decía que aún no había podido ver directamente el ovni, pero que se encontraba cerca de donde este había caído, lugar en el cual se producía una intensa humareda; agregaba que el aparato, al impactar en la tierra, había formado un impresionante y profundo hueco. Informaba también que miles de tunjanos se desplazaban hasta el cerro de San Lázaro para ver con sus propios ojos lo ocurrido.
“Yo debía estar allí”, insistía desconsolado.
Transcurrido un buen tiempo, quizá unas dos horas, Milton Erre pidió a los oyentes que le escucharan con mucha atención lo que iba a decir a continuación. Allí, en el patio de mi casa de Úmbita, afiné mi oído y desconcertado escuché cuando dijo: “pásenla por inocentes”. De inmediato prosiguió la programación musical. “Oh, no puede ser”, me dije desconcertado y malhumorado. En efecto, era 28 de diciembre, Día de los Inocentes. ¡Nada qué hacer! Muchos caímos con ingenuidad en esta osada broma.
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Desde finales de 1961 hasta comienzos de febrero de 1967 fui monaguillo en Úmbita. El párroco era el sacerdote Leonardo Millán, oriundo de Chiscas, en donde había sido alumno de primaria de mi abuelo paterno Eliécer Núñez Vargas.
El padre Leonardo conocía a mi papá. Para ellos fue un reencuentro inesperado pero agradable. A las pocas semanas de haberse instalado como párroco, me nombró monaguillo, el primer empleo de mi vida. Cada mes me entregaba una remuneración en efectivo y en las visitas al cementerio me participaba un pequeño porcentaje de los responsos que los feligreses le pidieran. Dicho dinero, que no era mucho, lo ahorraba todo el año con un solo propósito: comprar juguetes en diciembre en Tunja.

De los establecimientos comerciales que más frecuentaba durante mis estadías en Tunja recuerdo la Cacharrería El Sol, situada al fondo de una entrada colindante con la Foto Villamil en la mitad del costado occidental de la plaza de Bolívar, en lo que se convirtió en el actual Pasaje Vargas que comunica a la Plaza de Bolívar con la carrera 11 y que da exactamente frente a la iglesia de Santo Domingo. La cacharrería era de propiedad de José “Chepe” Camargo. Me gustaba ir allí porque el surtido de artículos curiosos era muy variado. Había objetos que me atraían y que no encontraba en las tiendas de Úmbita. Allí compraba: canicas, pirinolas, trompos, yoyos, cocas, libretas de pastas vistosas, forros para mis cuadernos, lápices y lapiceros de colores y materiales llamativos.
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Añoro el Aguinaldo Boyacense de comienzos de la década de los sesenta. Son recuerdos vivos, placenteros y, eso sí, nostálgicos los que conservo de esa festividad. Se celebraban, y aún se celebran, después del 16 de diciembre, en la semana previa a la conmemoración católica de natalicio del Niño Dios. A mí me traían de Úmbita uno o dos días. Los disfrutaba mucho. En la noche me llevaban al desfile de carrozas y en el día presenciaba espectáculos artísticos y deportivos que se efectuaban en la plaza de Bolívar y en las calles céntricas.
Los desfiles de carrozas, por su espectacularidad, adquirieron fama y acogida entre las gentes de la ciudad, el departamento y el país. Los presenciaban miles de personas que se apostaban a lado y lado del recorrido, el cual se iniciaba en el parque del Bosque de la República, avanzaba por la carrera 10ª hasta la plaza de Bolívar, bajaba por la calle 19 hasta la carrera 9ª, continuaba por esta hacia el norte hasta la calle 20, seguía por aquella para tomar la carrera 10ª, por la cual avanzaba hacia el norte hasta llegar a la calle 26, en la plazoleta de las Nieves.
La originalidad, arte y técnica de las carrozas de la Zona de Carreteras, la Industria Licorera de Boyacá, Acerías Paz del Rio, el Batallón Bolívar, la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, el Departamento de Policía Boyacá, la Gobernación de Boyacá no tienen comparación con la improvisación y chambonería de las presentadas en los últimos años. Aquellas se diseñaban y construían en Tunja, con ingenio local; no se importaban de otras ciudades de idiosincrasia distinta a la nuestra. Esos, definitivamente, fueron otros tiempos.