Apego Sentimental – #CrónicasYSemblanzas

El suave vaivén de pequeñas olas, el perezoso y rítmico nadar de juguetones patos,  el revoletear casi rasante  de una bandada de pájaros coloridos y extraños, los apenas perceptibles destellos  producidos por discretos rayos de sol colados a través de espesos nubarrones sobre el espejo de agua de color acerado, el reventar de pequeñas burbujas producidas por los pececillos moradores del lugar,  la presencia altiva de arbustos nativos agitados por una delicada, fría y rumorosa brisa anclaron en mí la Laguna de Aguablanca.

Fue un miércoles de abril de 1962 cuando, en compañía de por lo menos 100 estudiantes más de la Escuela de Varones de Úmbita, luego de haber caminado durante cerca de hora y media desde el centro del pueblo, llegué por primera vez a este paraje.

No sentí fatiga a lo largo del tortuoso recorrido. Era un sendero de herradura, destapado y descuidado en su mantenimiento. Estaba tapizado de barro y piedras, filosas unas, resbalosas otras. Así eran las vías en el municipio.

Todo ese día de paseo estuve al lado de Rafael Rubiano, José Vicente Huertas Daza, Domingo Antonio Sánchez, Próspero Manrique y Luis Cruz Franco, mis inseparables amigos de la infancia. 

No se me olvida, eso sí, que mis padres me apertrecharon de avío compuesto de bocadillo, queso, papas saladas, huevos cocidos, banano y naranja.

Tener frente a mí tan atractivo recurso natural, del cual mucho había oído hablar, disfrutar de la pureza del aire y el silencio del ambiente, palpar la imponencia del paisaje me llevaron a sentir sensaciones plácidas y a sumergirme en un trance de fascinación que sesenta años después me sigue dominando.

El regreso al pueblo lo emprendimos a las cuatro de la tarde. Fue esa una experiencia grata e inolvidable.  

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De Úmbita, mi pueblo natal, he escrito que es un hermoso retazo natural tapizado de tierras fértiles y sellado con una topografía arisca.  Hace parte de un ramal de la cordillera oriental de los Andes.

Allí, en cuyo centro se levanta majestuoso El Castillejo, cerro tutelar del municipio, laten corazones de gentes buenas y trabajadoras que bregan cotidianamente en su pequeña parcela cultivando la tierra o cuidando su hato. Se asienta una comunidad campesina de costumbres ancestrales. 

El umbitano es un trabajador incansable, un creyente fervoroso, un demócrata decidido. Es apegado al campo. En el trato con los demás es sencillo, amable, hospitalario, generoso y espontáneo. Su franqueza es resuelta; su naturalidad, incomparable. Siempre se ha caracterizado por su deseo de superación, anhelo de triunfo, optimismo y capacidad de lucha.

El páramo iza su bandera de soberanía en el occidente, límites con Villapinzón, y avanza río Bosque abajo desvaneciendo su aliento gélido en la brisa fresca que acaricia los cañaduzales del oriente, cerca de las tierras templadas de Chinavita y Pachavita. En todo ese ámbito, que lateralmente marca sus extremos en los límites con Turmequé, al norte y con La Capilla, al sur, se escuchan los cantos de hermosas aves que festejan la libertad y la paz que aquí se advierte.

El variado e inagotable verde de los cultivos, la altivez de lomas y laderas, la magnificencia del azul de sus cielos y el desplazamiento constante de inquietas y afanadas nubes forman, ante la vista de propios y extraños, panoramas bucólicos de ensoñación. Contemplar la campiña umbitana es deleitarse con un formidable espectáculo del esplendor y munificencia de la naturaleza. 

Úmbita es un santuario de la vida incontaminada y de la autenticidad del ser humano.

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Después volví cuatro o cinco veces, dos de estas aprovechando las visitas que mi madre realizaba a uno de sus tíos paternos que vivía en la vereda de Tambor Chiquito, cerca de la laguna. Mientras ella adelantaba las diligencias que la llevaban allí y conversaba con otros de sus familiares, yo me escapaba y acudía a contemplar Aguablanca. Esas visitas furtivas unas y consentidas por mis padres otras, fueron momentos de encanto, porque los    paisajes en los cuales el agua es protagonista: manantiales, quebradas, arroyos, ríos, lagunas, cascadas, mares, océanos y nevados me han seducido desde siempre y atrapado mis sentidos por el sosiego que producen y la belleza que esparcen.

La laguna de Aguablanca que conocí en mi niñez es el sello que Úmbita tatuó en mi alma. Estoy convencido de no ser quien soy sin este recuerdo.

Tanto caló en mí ese lugar, que varias veces mientras dormía se me aparecía la laguna en imágenes idílicas. En una ocasión disfruté de una escena que se ha quedado conmigo para siempre: Me encontraba a la orilla de Aguablanca, sentado bajo un frondoso árbol. Había frío y el firmamento estaba encapotado. La brisa arrullaba el follaje de los arbustos. Había muchos pájaros dando vueltas alrededor. Diminutos peces saltaban frenéticos y pequeñas nubes casi que se posaban sobre la superficie del agua, transformadas en níveos aros a través de los cuales saltaban alborotados los patos.

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El viernes santo de 1986 estaba en Úmbita. Después del almuerzo le comenté a la dueña de la casa en donde me hospedaba, mi tía Lola, que tenía deseo de ir en carro a mostrarles la laguna  de Aguablanca a mi esposa y a mis hijos. Sabía que recientemente habían construido una carretera que pasaba por aquel lugar. Me remitió a Efraín, otro tío mío, quien me dio las indicaciones pertinentes para llegar allí.

Eran cerca de las tres de la tarde, me fui conduciendo. Hacía por lo menos 20 años que no visitaba la laguna. 

Unos 15 o 20 minutos después de haber emprendido la marcha, me detuve en el lugar que Efraín me había señalado.

—Se equivocó mi tío porque aquí no es la laguna. Yo la conozco, imagínese si no me voy a acordar. Es el lugar más lindo que he visto en mi vida —le dije a mi esposa.

Por casualidad pasó un campesino a quien saludé y le pregunté cómo llegaba a Aguablanca.

—Aquí es, mire a la izquierda —me respondió.

—No puede ser. La laguna que le pregunto es la de Aguablanca. Yo la conozco. Este es un pantano lleno de junco —le repliqué.

—Sí, yo también la conocí, pero hace varios años el junco la invadió.

Miré con atención el lugar y no encontré ninguna coincidencia con mis recuerdos. El espejo de agua, que tenía una extensión cercana a dos plazas de Úmbita no lo veía. Los arbustos, que varias veces me alojaron bajo sus ramas, tampoco aparecían. Los patos y los pájaros mucho menos hacían presencia en esa ocasión. 

Este sitio me pareció sombrío. En lugar del silencio que sentí las veces que fui, escuché el sonido agudo de una canción procedente de una radio prendida en una casa cercana.

Comprobar que Aguablanca había desaparecido, me abatió. Pocos pasajes de mi vida han sido tan devastadores como este.

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Pero ¿por qué desapareció? 

A varias personas del pueblo les pregunté por qué se había llegado a tan triste desenlace de este ícono local. Un exalcalde, oriundo de una zona cercana a la laguna me contó que todo comenzó cuando al propietario de un predio contiguo se le ocurrió sembrar unas matas de junco. Estas poco a poco fueron invadiendo el lecho de la laguna sin que las autoridades municipales o las mediambientales del departamento y la nación tomaran cartas en el asunto.

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Lo curioso alrededor de este desastre ecológico es que los umbitanos se resisten a aceptar la extinción de la laguna. Los de mayor edad están convencidos de su existencia y la incluyen dentro de los sitios turísticos del municipio. Los jóvenes se aferran al recuerdo de sus mayores y algunos le hacen canciones y versos y otros, como el caso de la profesional Lina Diaz Bernal, quien siendo estudiante de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia convenció a sus compañeros del grupo de investigación “Waira, ambiente comunidad y desarrollo” de realizar una caracterización de aves y anfibios en la zona del humedal que ocupa el terreno donde existió la laguna.

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Para mí esta laguna es un apego sentimental desde la infancia. Nunca le haré duelo. Siembre vivirá en mi corazón.

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