La lealtad es uno de los valores que más escasean en los tiempos actuales. Ser leal significa que no engaña, no traiciona y menos abandona a sus amigos o superiores en ninguna circunstancia.
La lealtad significa también mantenerse firme en los ideales y convicciones siendo la probidad el mayor apego a una amistad fideligna verdadera y a toda prueba. Una persona leal es alguien en quien podemos confiar, un indivisible que jamás va a quebrantar sus principios y siempre nos va a proteger la espalda en momentos que alguien pretenda hacernos daño, y mucho más cuando estamos ausentes.
Para que haya lealtad es importante contemplar otros valores que son los cimientos de este sentimiento y por eso la admiración, el respeto, la fidelidad y el cumplimiento de reglas de honor, serán siempre el cultivo de una relación sana y duradera.
Una persona que demuestra devoción sobre aquello de lo cual se siente honrado en pertenecer, ya sea a un grupo de amigos, trabajo, estudio o cualquier otro núcleo familiar o social es un ser en el que se puede depositar no solo la intimidad sino hasta los secretos más intrínsecos, siempre y cuando ellos no atenten contra la moralidad o las sanas costumbres que en últimas son las que nos determinan lo que es o no correcto.
Por su parte la complicidad es una actitud premeditada de alguien que opera en la preparación, diseño, estrategia, complot para cometer un delito, algo no licito, aquello que antes de hacerse ya se sabe que es condenable, repudiable, torcido y sancionable.
Ser cómplice es callar cuando se debe hablar, tapar cuando se debe descubrir, orquestar cuando se sabe que no hay argumentos para destruir, tildar o acusar, dejar en el tintero algo que se sabe hará daño, ocultar la verdad, conocer respecto a una infracción y aparentar que no se sabe, no se conoce, no se entiende o no se percata de lo delicado que puede ser tal encubrimiento.
Se suele decir “amigos en las buenas y en las malas”, sin embargo, las malas no significa desacato, hipocresía y mucho menos delación, ya que los malos momentos suelen ser aquellos donde hay dolo, perdida, enfermedad, desgracia y olvido. Esos instantes por los que muchos hemos atravesado y que ponen a prueba al verdadero aliado, al que da todo sin esperar nada y a quien tiende su mano cuando la amenaza, provenga de donde sea, acecha nuestras vidas.
Enfrentamos un mundo lleno de hostilidades, una sociedad que a causa de la pandemia y otros males como el desempleo, la crisis económica y la desigualdad social se ha vuelto más huraña, más belicosa, menos solidaria y más indiferente. Una sociedad que practica al pie de la letra la cultura de los peces donde el más grande devora al pequeño sin importar su parentesco o condición sanguínea.
Vivimos una era muy compleja que ha diezmado la palabra amistad y la ha convertido en un elemento de feria donde el mejor postor es quien recibe los réditos y el más débil es pisoteado, maltratado, abucheado, matoneado, injuriado e irrespetado al más alto grado, sacados a empujones del camino por aquel que siente que nuestra presencia le incomoda, le estorba o debilita sus calculadas artimañas.
“Hagamos esto o aquello aquí entre nosotros” suelen decir los maquiavélicos quienes cada vez cierran más el llamado primer anillo al que según ellos pertenecer es todo un privilegio, un grupillo donde se diseñan maniobras, se reparten utilidades, se alternan poderes y se jura amor eterno, sin sospechar siquiera que al igual que los demás, a su cabeza le tienen precio y más tarde que temprano se romperá ese débil lazo de “afecto” que se dice tener de manera incauta y errada.
El amigo leal no les sirve a los propósitos de aquellos que engañan, que roban, que traicionan, que mienten y se pavonean con la infracción la trampa y la práctica de la astucia en todas sus acciones. El amigo leal incomoda al violador porque éste no le permite cometer actos ilícitos y le advierte del peligro que corre por sus hábitos engañosos.
De ahí la enorme diferencia que existe entre la lealtad y la complicidad, dos polos opuestos que a veces se confunden y se meten en un mismo talego sin percatarnos que hemos depositado allí agua y aceite y que no hay compatibilidad entre lo que pretende ser justo y lo que a simple vista se ve que es arbitrario, indebido, prohibido y pecaminoso.
En lo público sí que se ve este fenómeno y la creación de las llamadas roscas propician, no solo la proliferación de actos irregulares con los que se engaña, se desfalca y se lesiona de manera tal que todo aquel que haga parte de ellas ya está de por si involucrado y untado hasta la coronilla, consumido en la mentira o peor aún, ha vendido tanto su alma al diablo que ya no tiene reversa ni escapatoria.
Es ahí cuando el cómplice se convierte en el nuevo(a) mejor amigo(a) y sus abrazos, adulaciones, besos y coqueteos son más falsos que la afinación de un tiple o las lágrimas de algunas melindrosas. Enemigos cercanos que están al asecho de cualquier movimiento para devorar de una sola mordida a su víctima y convertirse en capo de un momento a otro, demostrando un falso poderío frente a su gallada.
El leal por el contrario advierte, señala el peligro, aconseja, permanece fiel y firme a la hora que sea, acompaña y refrenda con sus acciones el cariño sin tantos aspavientos porque sabe que en el silencio está la verdadera voz de la justicia, aquella que es prudente, cauta, inteligente y efectiva.
Pero, lamentablemente en las condiciones actuales de la sociedad se prefiere al cómplice y no al leal y muchas veces se sacrifica a este último para darle importancia y protagonismo al coautor de las malas acciones cometidas en desafortunados momentos cuando la cabeza se acalora y la vista se nubla a causa de ese poder momentáneo y enfermizo que baja más rápido que la espuma y desaparece tan de repente que ni nos percatamos si quiera de su partida.
¿Qué quiere escuchar, la verdad o lo que le conviene? Esa es una pregunta que frecuentemente hace el amigo leal a su contertulio porque advierte que hay verdades que seguramente duelen, incomodan y molestan pero que dichas en momentos cruciales pueden llegar a salvar lo que a veces creemos insalvable.
Aseguran los pensadores que… “la verdad nos hace libres” y esa sí que es una afirmación cierta a la hora de analizar lo que nos dice aquel compañero leal que solo quiere para nosotros bienestar y parabienes, pero lamentablemente y como asegura el Papa Francisco “La verdad siempre es perseguida”.
Por el contrario, el que asegura que “ser pillo paga” esta tan falso como sus propias convicciones y solo establece momentos efímeros de placer, confort y potestad fugaz al que le siguen años de angustia, pesadillas, arrepentimiento y zozobra. Una manera de sacrificar una vida entera por un relámpago de placer que a la postre en medio del acaloramiento no se disfruta, no se saborea y menos se vive intensamente como sí se puede hacer con la tranquilidad de conciencia, aquella que permite conciliar el sueño y disfrutar de esas pequeñas cosas que pasan desapercibidas en medio de avalanchas de vanidad, dominio y engreimiento.
La lealtad se logra entender cuando nos adentramos en la obra de Miguel de Cervantes Saavedra y conocemos al fiel escudero del Quijote de la Mancha, un hidalgo con rasgos de locura que deseaba ser un caballero y con ese propósito salió en busca de aventuras, acompañado de su devoto Sancho Panza, un campesino analfabeto que aceptó convertirse en su sombra y amigo de andanzas, conquistas y caminos.
Y si queremos entender con ejemplos la complicidad, basta con echar un vistazo a la historia de nuestro país y conocer la vida salvaje del narco Carlos Lehder, el cómplice de Pablo Escobar, quien fuera la mano derecha del capo y finalmente enviado a una cárcel en Estados Unidos, porque así terminan siempre cabecilla y cómplice.
Cuánta falta hace en estos momentos de agite y desmoronamiento social los fieles compañeros, cuánto extrañamos su presencia y cómo añoramos a los que siempre han permanecido como el roble, prestos a dar sombra en medio del tormentoso sofoco, porque en estos tiempos de indiferencia y antivalores, son más oportunos los leales que los cómplices.
