
En Colombia hay una costumbre peligrosa: defender las instituciones solo cuando nos conviene. Aplaudimos a los jueces cuando sus fallos coinciden con nuestras creencias, pero los descalificamos apenas nos incomodan. Y eso, más que un problema de opiniones, es un síntoma de fragilidad democrática.
Cuando se conoció la decisión judicial en primera instancia sobre el expresidente Álvaro Uribe, el presidente Gustavo Petro fue claro: había que respetar los fallos, confiar en la justicia y honrar la independencia de los jueces. Era un mensaje sensato, institucional, el que un país cansado de polarización necesitaba escuchar.
Pero ahora, tras un nuevo fallo de segunda instancia, que no va en la misma dirección, el discurso cambió. Lo que antes era respeto por la justicia, ahora parece convertirse en sospecha, en insinuación, en ataque velado. Se pasa del elogio al señalamiento con una facilidad que asusta. Y ahí es donde está el verdadero riesgo: en esa ligereza con la que algunos líderes manipulan la confianza ciudadana en las instituciones.
El presidente no puede ser comentarista de la justicia. Su papel no es calificar a los jueces, sino garantizar que su independencia sea inviolable. No se puede gobernar un país desautorizando a los tribunales cada vez que el veredicto no encaja con el relato político del momento. Porque al final, cuando la justicia se vuelve campo de batalla, pierde la República y ganan los extremos.
Yo entiendo que en un país como el nuestro, donde la desconfianza es casi parte del ADN, sea fácil sembrar dudas. Pero la justicia no puede ser tratada como un partido de fútbol, donde cada quien celebra o protesta según el resultado. El respeto institucional no es selectivo. O se tiene, o no se tiene.
El sistema de pesos y contrapesos es precisamente eso: un equilibrio. Ningún poder puede sentirse dueño de la verdad absoluta. Cuando el Ejecutivo empieza a presionar o a desacreditar al Judicial, se rompe esa balanza frágil que sostiene la democracia. Y cuando eso ocurre, todos —sin importar la ideología— terminamos perdiendo.
No estoy defendiendo a una persona, ni a un partido, ni a una corriente. Estoy defendiendo una idea: la justicia como pilar, no como arma. Si un fallo no nos gusta, tenemos los caminos legales para apelar o debatirlo, pero no para deslegitimar la institución que lo emite. En mi paso por lo público aprendí que ¡el poder no se demuestra hablando más fuerte, sino respetando las reglas, los procedimientos, la legalidad, la ley! incluso cuando duelen.
A veces pienso que el país está atrapado entre las emociones y la razón. Nos movemos al ritmo del discurso del día, olvidando que las instituciones deben permanecer por encima de las pasiones políticas. Hoy es Uribe, mañana será otro. Pero si seguimos jugando con el respeto a la justicia, llegará el día en que nadie crea en nada, y esa será la verdadera quiebra: no la económica, sino la moral.
Colombia necesita serenidad, no incendios. Necesita líderes que construyan confianza, no que la destruyan por un titular. Respetar los fallos no significa estar de acuerdo con ellos; significa entender que sin justicia independiente no hay país posible.
El verdadero coraje político no está en gritar desde el balcón, sino en aceptar que la democracia se sostiene sobre normas y principios, que no siempre nos favorecen. Esa es la madurez que aún nos falta. Y ojalá entendamos, antes de que sea tarde, que cuando la justicia se vuelve incómoda es precisamente cuando más debemos protegerla. “Dura es la ley, pero es la ley”.