
El paisaje en la ladera de Iguaque lucía desolado y los ojos de agua se veían secos, parecían las cuencas de una calavera. En tanto, el tiempo acarició la corteza del viejo árbol, con la ternura de la brisa deslizándose como un suspiro sobre su piel tallada por los inclementes inviernos y los cálidos veranos.
Ahí también quedaron las pisadas de los años, como testigos veraces contando historias de lágrimas y promesas de enamorados, grabadas a filo de espada o de daga, con las que hirieran tu piel bajo la luz de la romántica luna, para tatuar en tu manto vegetal, amores eternos o desengaños, por eso fuiste confesor, depositario fiel de sentimientos humanos, testigo silencioso llevando el peso de historias extrañas, vividas por extraños.
Así, imperturbable, con la mirada oteando a diario el horizonte, o tal vez un futuro incierto, en el que se disolverían día tras día los oníricos ocasos, y la memoria se tornaría pesada, mientras tejías en la pista incontenible de los años y en tu curtida corteza de abuelo, pesadas capas de recuerdos, igual a las historias de vida superpuestas por las circunstancias.
Siempre fuiste peregrino en el sendero del pasado, envuelto en la quietud angustiante del que no avanza, peor que Sísifo, cargando el lastre de su vida, te condenaron a permanecer en el mismo espacio, aferrado al suelo para tomar de él, el alimento, y esperando un día convertirte en alimento, en las cadenas de vida de la naturaleza.
Siempre serás árbol de vida, jamás de muerte, en ti se provee la hormiga o la oruga de la bella mariposa, en tus flores se garantiza el néctar de las abejas, esas mágicas obreras, emisarias del Creador, para continuar construyendo su tarea.
También eres sombra en noches eternas, cuando te acaricia la brisa, alentándote a apostar carreras por la inmensidad abierta de la pradera, ¡oh! burla cruel de la naturaleza, ubicándote como fiel y eterno centinela a orilla del camino, ahí viste pasar tantas generaciones, y sin distingos ni preferencias, abriste tu copa para ofrecerles protección de la tormenta o el inclemente sol.
Árbol, testigo silencioso de la historia, orgulloso de tus huellas, grabadas no solo en tu corteza y tus hojas, también en el corazón de tus venas, irrigando vida propia y ajena. Hoy sufres la soledad, y sin doblar la cerviz ni rendir tributo al verdugo de la motosierra, con orgullo lees en las páginas de tu pasado, las gloriosas épocas en que fuiste el mas sobresaliente en el exuberante bosque, valioso tapiz verde, guardián sin egoísmo, protector el suelo. Sombra, abrigo y alimento de la vida que nada, corre o vuela. Incansable regulador de las refrescantes gotas, que frágiles se van deslizando por tus hojas hasta engendrar torrentes, que calmarán almas sedientas.
Ahí vas cargando tu encorvado tronco, en tanto vas recorriendo tus pliegues y recogiendo viejos recuerdos, tantos plenilunios que jugaron con las sombras de tu ramaje mecido por el viento, en la danza fascinante de ilusiones con tus congéneres; los gaques, encenillos, tunos y ahuacos, siguiendo el melódico y adormecedor ulular de los búhos y lechuzas entre las copas de los árboles, mientras sigues tejiendo en tus viejas y retorcidas ramas, remembranzas de los días felices, que se quedaron en el olvido, cuando el mullido musgo parecía rendirte tributo, extendido al pie de tu tronco, mientras los venados se echaban a dormir placidos bajo tu sombra, y las ardillas saltaban inquietas entre tus ramas persiguiendo deliciosas bellotas, animadas por los trinos de los copetones y el silbo de las mirlas contestándole a los turpiales, que trepados en el cogollo de un cerezo daban cuenta de la cosecha.
Hermosas épocas que se volvieron viejas y afloraron desdibujadas entre la neblina de tu memoria, y hoy como los valientes, no te rindes ni pierdes las esperanzas, además todavía sueñas, viendo nuevamente las lomas de Iguaque cubiertas de bosques, por eso sigues firme, afianzando tus añejas raíces entre las rocas y el suelo de la pendiente, esperando que la humanidad inconsciente, recupere un día la conciencia, antes que la naturaleza llegue al fatídico punto de no retorno, en tanto ruedan gruesas lagrimas rebeldes, por tus hojas, hasta quedar colgando temblorosas en los ápices de tu mustio follaje, mecido por el viento y el rítmico balanceo de las arañas, que ansiosas esperan tus gotas para calmar la sed de sus hijos, azotados por el inclemente verano.