Tal vez uno de los placeres más elevados de la vida humana sea la conversación. El anhelo de la conversación es antropológico, es decir, propio de nuestra especie; por algo los antiguos decían que los humanos somos animales que hablamos. Sin embargo, ese placer tan humano cada día se hace más difícil porque ya no esperamos el encuentro con el otro para que nos relate sus historias o sus disquisiciones. Ahora nos hacemos nuestra propia historia con base en una fotografía subida a alguna de las redes sociales que pululan hoy en día. Usamos las redes sociales como sucedáneos de la conversación.
Tal situación no solo nos aleja del gusto humano de hablar, sino que nos llena de prejuicios sobre los demás. Nos hacemos un relato de la vida del otro sin escucharle. Ese relato generalmente es falso, fabricado. Creemos que le conocemos porque estamos pendientes de sus redes sociales. En efecto, se crean malentendidos que nos alejan de los demás y nos imposibilitan acercarnos al otro para escucharle, sentirle y, como propone Emmanuel Levinas, construir el verdadero rostro de quien habla.
La paradoja de esta época hiperconectada, en donde se vive la revolución de la comunicación, consiste en que no nos comunicamos. A saber, no sabemos quién es el otro, ni tampoco le permitimos al otro que sepa quiénes somos. Vivimos absortos en la construcción de una imagen. Así mismo, los demás solo ven de nosotros una representación instantánea, ni siquiera hecha para la posteridad, sino una imagen que vence en unos segundos, después de ser vista.
Puede que esta época de diciembre, que es tan festiva, sea una oportunidad para encontrarnos con los otros, escucharlos; quitarnos los prejuicios y las escamas de los ojos y los oídos para poder ver y escuchar contemplativamente, para poder construir el verdadero rostro del otro.