Australia y Colombia han encendido un debate global con sus iniciativas para restringir el acceso de menores a las redes sociales. Mientras estas políticas buscan mitigar los efectos negativos sobre la salud mental, como ansiedad, déficit de atención y adicción digital, también plantean retos significativos en términos de implementación, equidad y respeto por los derechos digitales de los jóvenes.
Estudios recientes han vinculado el uso excesivo de redes sociales con problemas de salud mental en menores, como la ansiedad, el estrés social y la depresión. Según una investigación de Pew Research Center, el 59% de los adolescentes en EE. UU. han experimentado efectos negativos en su autoestima debido a interacciones en redes sociales. Asimismo, plataformas como TikTok e Instagram, diseñadas para captar la atención con contenido breve e hiperestimulante, dificultan la concentración prolongada y fomentan comportamientos compulsivos.
Por otro lado, las redes sociales no solo generan dependencia, sino también patrones de pensamiento fragmentado. Los algoritmos de recomendación perpetúan ciclos de recompensa instantánea, que interfieren con el desarrollo de habilidades de autorregulación en los jóvenes.
Un ejemplo de solución práctica viene del programa Digital Wellness for Teens, implementado en escuelas de Finlandia. Este modelo combina la alfabetización digital con actividades prácticas, como talleres sobre tiempo de pantalla saludable, sesiones de manejo emocional en entornos digitales y el desarrollo de habilidades críticas para identificar contenido engañoso o dañino.
En una actividad destacada, los estudiantes participan en simulaciones donde asumen roles como administradores de redes sociales o moderadores de contenido. De este modo, comprenden cómo funcionan los algoritmos y las estrategias de las plataformas para captar la atención. Además, se les introduce a aplicaciones que limitan automáticamente el tiempo en redes sociales, fomentando un uso consciente y equilibrado.
Este enfoque educativo podría complementar las políticas restrictivas en Colombia y Australia, generando un impacto más profundo y duradero. Por ejemplo, junto a la prohibición de acceso a menores de 16 años, ambos países podrían implementar módulos de bienestar digital en los currículos escolares, involucrando a familias y educadores en la promoción de hábitos digitales saludables.
En lugar de solo imponer restricciones, estas iniciativas podrían abordar el problema de raíz, equipando a los jóvenes con las herramientas necesarias para gestionar de manera autónoma los riesgos de las redes sociales. Esto no solo mitigaría los problemas de salud mental, sino que también reduciría la resistencia social a las políticas regulatorias, al incluir un componente educativo inclusivo y preventivo.
Las regulaciones como las de Australia y Colombia definitivamente son pasos valiosos, pero deben complementarse con estrategias que fortalezcan la educación y la autonomía digital de los jóvenes. Iniciativas prácticas, como el modelo finlandés, muestran que es posible abordar los riesgos asociados a las redes sociales sin sacrificar los beneficios que ofrecen como espacios de aprendizaje y conexión. La clave está en encontrar un equilibrio que priorice tanto la protección como el empoderamiento juvenil.