La política se enfrenta al desafío de innovar para responder a las complejas demandas de las sociedades actuales. La innovación política requiere situar a los ciudadanos en el centro, entendiendo y atendiendo sus necesidades individuales. Sin embargo, la política es, por naturaleza, un ejercicio colectivo. Aquí surge una paradoja: la tensión entre el egoísmo y el altruismo.
Por un lado, el ciudadano busca en la política soluciones que beneficien directamente su bienestar. Este enfoque individualista es legítimo y responde a la base de una democracia representativa: la garantía de los derechos personales. Por otro lado, la política no puede satisfacer a cada individuo en aislamiento; debe operar como un mecanismo que priorice el bien común. Surge entonces una pregunta central: ¿cómo equilibrar los intereses individuales con las necesidades colectivas sin caer en la polarización o el estancamiento?
La respuesta está en rediseñar los procesos políticos para que la ciudadanía no solo sea receptora de decisiones, sino protagonista activa en su construcción. Herramientas en el marco de la democracia participativa, los presupuestos ciudadanos y las plataformas digitales de consulta pueden ayudar a armonizar las prioridades individuales y colectivas. A través de estas innovaciones, el altruismo y el egoísmo dejan de ser opuestos irreconciliables y se convierten en fuerzas complementarias.
La política del futuro debe trascender los límites tradicionales. Solo integrando las voces individuales en procesos colectivos lograremos una innovación política que responda a las demandas del siglo XXI. Este camino no es sencillo, pero en ese equilibrio radica la posibilidad de construir democracias verdaderamente inclusivas y sostenibles.
Para Rousseau, entender las necesidades prioritarias de las mayorías (en esa época con las matemáticas y la estadística) haría más fácil el camino de las decisiones políticas, aunque, de acuerdo con Byung-Chul Han, en la contemporaneidad la infocracia socava los fundamentos de la democracia deliberativa, ya que “el debate público se sustituye por estadísticas, encuestas y la lógica de la eficiencia”. Esto puede transformar la política en un sistema tecnocrático gobernado por datos, alejándola de los valores humanos y éticos.
De esta manera, poner a los ciudadanos en el centro del análisis no se debe limitar a la consideración de datos aislados, sino que debe permitir la proliferación real de las herramientas que fundamentan la democracia deliberativa para dar cabida a los discursos y la representación real de las personas.