Hace casi dos semanas, un familiar muy joven, de 32 años, murió en un trágico accidente de tránsito. No éramos tan cercanos, tal vez porque crecimos en distintos lugares; sin embargo, siempre que me lo encontraba, había un saludo cordial de su parte, una palabra amable, un gesto humano. Su muerte, tan dolorosa, tan desgarradora, especialmente para sus padres, sus hermanos, sus abuelos, sus amigos, sus primos, que también eran sus hermanos, inexorablemente hace que reflexionemos sobre la vida y la muerte.
Por ejemplo, ¿cómo vivir?, ¿cómo esperar la muerte?
Carolina Sanín, en su libro Tu cruz en el cielo desierto, reflexiona sobre la mortalidad:
Al ser mortales, estamos ya todos condenados a la máxima pena: vamos a morir. Nuestra experiencia de la vida es la atención a esa condena sin juicio, o sin un juicio comprensible por nosotros. Veo que el otro morirá (que ya está muerto, por estar vivo) y que así también yo. La consciencia de la ley de la muerte, que siempre se cumple, debería bastar para que nos amáramos: para apretarnos unos con otros, a la espera.
Bien es cierto que, cuando alguien muere, hacemos relatos que le den sentido a la tragedia, especialmente cuando una persona es tan joven; no obstante, hay algo en las palabras de Sanín que me hace pensar en el hermano de mi familiar y sus primos, intuyo que tenían un atisbo de consciencia de la muerte, porque lo dieron todo, amaron con verdad y con intensidad.
Cuando era niño, los veía jugar, montar bicicleta, ayudar a sus padres en sus trabajos, y siempre noté mucho amor. En ellos, las palabras de la escritora se hicieron realidad: se apretaron unos junto a otros, a la espera de lo inevitable.
Ahora bien, cuando alguien muere, uno tiene que preguntarse: ¿cómo está viviendo su vida? ¿Cómo espera la muerte? ¿Si la muerte nos sorprendiera en este instante, estaríamos listos para enfrentarla? ¿Hemos amado hasta el extremo para sentir que podemos despedirnos de la vida?
Ante la inevitable muerte, ante esa condena de la que ninguno nos salvaremos, solo se puede intentar vivir una vida en la que abracemos al otro, le escuchemos, le ofrezcamos un amor verdadero, una palabra amable, un perdón sincero, una sonrisa afectuosa, una amistad plena, una familiaridad franca; pues solo así podremos tal vez sentir que la muerte no nos lo arrebata todo.