Desde hacía algún tiempo, Quintiliano evitaba por cualquier medio, tener que ir a Bogotá, decía que la ciudad de otras épocas se había refundido en la historia y hoy era invivible, pero su médico del seguro le había programado una cita con el geriatra, según él, era descendiente de Esculapio, una eminencia divina egresada de Oxford, infalible en el manejo preventivo de la pérdida de memoria, y él últimamente había presentado algunas lagunas en sus recuerdos.
Por eso Quintiliano había optado por acudir a la cita, después de quemar hasta el último cartucho, para que su médico buscara una alternativa posible de atención profesional en la provincia, pero todo fue inútil y no le valió ningún pataleo, de modo que hoy se encontraba viajando rumbo a pueblo grande, como llamaba su abuelo a la capital, sabía que el tormento empezaría, desde cuando llegaba a la primera avenida, entonces como por arte del demonio, sentía congestionado el pecho y lo acometía un imparable carraspeo que terminaba en una tos seca, ocasionada por el aire contaminado, además, odiaba la inseguridad que se veía por todos lados, situación que obligaba a tener todos los sentidos alerta, en medio del ruido de los motores y la insufrible pitadera, igual pasaba con los semáforos y los vendedores queriéndole meter los artículos por las ventanillas y los ojos, definitivamente no había llegado y ya quería devolverse.
Cuando el Transmilenio paso por Chapinero, recordó a la vieja ciudad, aquella en la que sus últimas calles apenas si llegaban hasta el parque de las Flores, también trajo a su memoria, ese día en que sus padres lo habían llevado a conocer la capital, y de paso pagar una promesa en el Santuario de Monserrate, rememorando con nostalgia el aire de la ciudad de entonces, respirable, sin ruidos, ni trancones o atracadores.
Recordó que, en esa época, por allá en los años cincuenta, en las primeras horas del día, solo se veían avanzar entre la neblina, los focos fantasmales de algunos vehículos de transporte urbano, los que avanzaban lentamente anunciando su presencia, con esas estridentes cornetas que aturdían a los pocos transeúntes, que se atrevían a desafiar el frío intenso de la sabana, eran otros tiempos, donde el riesgo se reducía a pescar un resfriado.
Pero ahora las cosas eran a otro precio, la ciudad se había extendido, y la población se había vuelto gigantesca, llenándose de problemas hasta en las entrañas de las alcantarillas, donde se habían establecido a vivir los marginados sociales, con el tiempo la inseguridad se fue apoderando de las calles, y la angustia se reflejaba en las miradas esquivas de la gente, mientras un extraño afán se iba apoderando de todos.
En los últimos años la ciudad había crecido como la espuma, igual a sus problemas sin soluciones, cada día la demanda de servicios era mayor, mientras el desplazamiento de la ruralidad y las provincias, era un río incontenible, engrosando los cinturones de pobreza, el transporte público se volvió imposible, el comercio informal inundó los andenes, y las multitudes parecían circular en las calles sin propósito ni destino, un mundo de desconocidos donde la aterradora soledad y la desconfianza eran la única compañía.
Esa nueva realidad aterraba a Quintiliano, mientras que el Transmilenio avanzaba por el centro de la ciudad, rumbo a su antiguo apartamento, sentía sus ojos enrojecidos por la contaminación y los accesos de tos se hacían más frecuentes, pensó que al día siguiente tenía la cita médica a primera hora y no la podía perder por nada del mundo, así el tiempo en el caos citadino se le hiciera interminable.
Al siguiente día, Quintiliano dejó la cama antes del amanecer, las campanas de la iglesia del barrio, invitaban a la misa matutina, cuando salía de la ducha, las manecillas del reloj marcaban las 5 am, no quería correr ningún riesgo, de perder su compromiso por no llegar a tiempo, y tener que someterse de nuevo al tormento de la ciudad, así que, en pocos momentos avanzaba por el corredor rumbo a la salida y antes de abrir el portón, se caló el sombrero hasta las orejas, como si quisiera evitar que los recuerdos se le siguieran escapando, de su cada vez más frágil memoria, o que el inclemente frio de la mañana, congelara sus acostumbradas remembranzas.
Ya en la calle, vio algunos transeúntes que caminaban presurosos, como fantasmas queriendo huirle a los rayos del sol que ya estaban cerca, la mortecina luz de los faroles en las portadas de las casas, iluminaba tenuemente entre la espesa neblina del amanecer, mientras él permanecía parado en el andén, hasta que lo recogió un taxi, y con premura le pidió llevarlo a la clínica, en ese instante no alcanzo a percibir como el vaporoso fantasma de la escopolamina, iba apoderándose de su conciencia, siendo este el último recuerdo que acompañó a Quintiliano.
Cuando despertó deambulando desnudo en un parque, sentía que se le estallaba la cabeza, y la lluvia corría por su cuerpo desnudo, entonces calmo la sed bebiendo agua del cielo, el día estaba cerrado en una neblina espesa, cuando oyó el tañido de campanas, y con pasos vacilantes siguió un sendero que lo llevó a la capilla del Hospital de la Misericordia, ¡un loco, un loco! murmuraban unos feligreses, cuando entró por el centro del templo temblando aterido, iba apenas cubierto por un calzoncillo húmedo, casi transparente, entonces, a pesar de las protestas del párroco y el sacristán, una caritativa monja, quitándose el hábito, cubrió la desnudez de Quintiliano, mientras él contaba su triste historia, e imploraba con lágrimas en los ojos, que lo llevaran pronto de regreso a su pueblo, lejos de esa ciudad del demonio.
Entonces sucedió algo inesperado, el cura párroco elevando el hisopo del agua bendita, esparció el líquido conjurado sobre la feligresía, especialmente roció a la monja y a Quintiliano, en tanto recriminaba a la religiosa, por haberse quedado en paños menores, por eso le impuso como penitencia, para alcanzar el perdón de tan escandaloso pecado; partir de inmediato, a llevar al emburundangado a su pueblo de origen, penitencia que de inmediato partió a cumplir sin ninguna objeción , y de la cual no regreso jamás, igual al chulo del diluvio. Las lenguas mal intencionadas, comentan haberlos visto una tarde primaveral paseando por los senderos del parque de los enamorados.
*Por: Fabio José Saavedra Corredor