Aunque duela reconocerlo (empezando por mí, como rector que soy de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia), la educación en Colombia está en deuda con el país, y no ha transformado equitativamente nuestra sociedad hacia una vida digna, con mayor cualificación laboral y pacíficas relaciones de convivencia. Aún es visible nuestro rezago para usar el conocimiento a favor de las regiones.
Digo esto por los vacíos estructurales que padecemos en el sistema educativo: políticas desarticuladas, incompleta cobertura (en educación superior apenas llegamos a la mitad de los posibles estudiantes), municipios sin conectividad para que los jóvenes se conecten a las redes y el internet, pobre infraestructura escolar en muchos pueblos, escaso diálogo entre el Estado y el sector productivo, y un gran desconocimiento de políticos y empresarios de los aportes que la educación puede dar a la convivencia, a la productividad y a la paz.
Pero preocupa más la incapacidad del país de poder concebir propósitos comunes y de responder a la pregunta de para qué educar, de superar obtusas divisiones (educación pública versus educación privada; formación presencial versus virtual; universidades de ciudades versus de provincia…), y de no permitir que la gestión y los gobiernos se surtan del mérito que produce la educación; que el dinero no se vaya en corrupción, que la inversión social favorezca los emprendimientos, y que se valore la ciencia para implementar mejoras en salud, justicia, trabajo, infraestructura, vivencia y alimentación, entre otros.
Necesitamos integrarnos. Una golondrina no hace verano. Los rectores somos responsables de comunidades, en todos los niveles de formación, de cientos de miles de colombianos, y debemos tener voz en los cuerpos legislativos (juntas de acción comunal, concejos, asambleas y Congreso de la República), ante los líderes del ejecutivo (alcaldes, gobernadores y Presidencia), y debemos generar espacios de reflexión y debate en los medios de comunicación. Pero más importante aún, estos deben ser espacios de la propia comunidad (estudiantes y profesores), pues no podemos pensar en una educación inclusiva, sin indígenas, afros, campesinos, víctimas del conflicto, personas de diversa condición sexual y madres cabeza de familia; no podemos hablar de educación global desde los ministerios y grandes despachos de Bogotá; y no podemos impactar productividad, mirando sólo a las grandes empresas, y no a la microempresa y a los poblados.
Estudiantes, profesores y directivos debemos mostrar al país que la autonomía que nos da el conocimiento debe ser tenida en cuenta en la planeación de nuestra sociedad. Este es un imperativo que no puede negociarse en ningún momento, región o gobierno.
Creo que la Colombia de hoy es suficientemente madura para superar sus diferencias, sin perder de vista sus objetivos de consolidación y de crecimiento derivado de la visión de un país que se comprometa a responder a sus propios retos, siempre y cuando sus líderes nos generen confianza y certidumbre en sus acciones y decisiones, a la luz del espíritu de la Colombianitud.
Jaime Leal Afanador
Rector UNAD