Un corto inventario de los recursos y potencialidades de nuestra Colombia confirma que somos una patria con enormes riquezas: Dos océanos, todos los pisos térmicos que ofrecen una innumerable producción agrícola y ganadera, ricos minerales (como oro, carbón, níquel, hierro, cobre y esmeraldas), yacimientos de petróleo y de gas natural, un gran potencial turístico, la más amplia expresión étnica, y una desbordada creatividad y talento expresada en artistas, literatos, deportistas y empresarios de las más altas cualidades humanas y profesionales.
Pero, lamentablemente, tenemos preocupantes y críticos contrapesos, que no nos permiten ser el país que queremos: Somos uno de los países más violentos; con enorme inequidad en la distribución de la riqueza (pocos mega ricos y millones de compatriotas en la pobreza); la corrupción es pan diario y no se ven acciones para erradicarla; y centenares de municipios tienen problemas de acceso a servicios públicos, por citar algunas de las plagas que apagan la sonrisa que nos generó el primer párrafo.
Un contrasentido. Decimos ser un país felices, con altas tasas de criminalidad, y tenemos millones de hectáreas de hermosos paisajes y fértiles campos a los que poca atención damos, y cada vez vemos menos habitados, mientras que las grandes ciudades sufren de sobrepoblación, dificultades de empleo y de convivencia.
Algún incomprensible ADN en nuestro gen nos ha hecho ver nuestra relación social, económica, política y administrativa de forma bipolar: O somos capital o provincia; o somos ricos o pobres; o somos ciudadanos o campesinos; o somos del centro y de grandes ciudades o de periferia y municipios pequeños; o somos élite o pueblo. Como si no existiera término medio en nuestras interacciones, competimos en vez de colaborar.
La forma como estamos diseñados (“un Estado social de derecho, en forma de República unitaria y descentralizada”, dice nuestra Constitución), no ha sido bien llevada a la práctica, y ha creado una permanente tensión entre la visión centralista (un gobierno, desde Bogotá, fuerte, que controla las finanzas y las principales decisiones públicas) y la organización descentralizada (cada municipio se ordena según sus posibilidades).
¿Cuál forma de organización es mejor para el país?. Apostar por cualquiera demanda un desarrollo que no puedo explicar en estas pocas líneas. Lo único claro es que sea cual sea el punto de partida, o de llegada (desde lo nacional hacia lo regional, o viceversa), este tiene que darse con una visión real de país, de colaboración y no de competencia; de compartir recursos y de vivir el espíritu de colombianitud que nos arropa a todos, y no de buscar el bien de unos y el mal de otros. Porque solo podremos progresar cuando seamos conscientes que la necesidad de cualquiera de nuestros hermanos y regiones es responsabilidad de todos, no importa quién sea el mandatario (nacional o local) ni el gobierno de turno. El objetivo debe ser mejorar las condiciones de vida de todos y no resarcir heridas históricas o inútiles diferencias presentes.