En los últimos años, hemos sido testigos de una alarmante proliferación de conflictos armados en diferentes partes del mundo. La guerra parece estar omnipresente, afectando no solo a los combatientes, sino también, y de manera devastadora, a la población civil. En este contexto, las discusiones sobre la efectividad de los ataques bélicos se han centrado cada vez más en la precisión de las operaciones militares y en el porcentaje de bajas que corresponden a objetivos militares legítimos. Esta aparente búsqueda por legitimar el uso de la fuerza armada mediante cifras y porcentajes plantea una inquietante cuestión moral: ¿ha dejado de importar la vida humana?
Tradicionalmente, el derecho internacional humanitario, representado en convenios como los de Ginebra, ha intentado salvaguardar la dignidad humana en situaciones de conflicto armado. Sin embargo, en la práctica, la discusión sobre los «daños colaterales» se ha convertido en una fría conversación estadística. ¿Cuántos civiles muertos son aceptables en un ataque dirigido a eliminar a un líder militar? ¿Qué porcentaje de «precisión» es suficiente para justificar una ofensiva que afecte indiscriminadamente a personas inocentes? Estas preguntas revelan un inquietante proceso de deshumanización que permea los discursos bélicos contemporáneos.
La vida humana se está midiendo en términos numéricos, reduciéndose a estadísticas que buscan justificar actos de violencia. Esta tendencia no solo es ética y moralmente cuestionable, sino que tiene profundas implicaciones para nuestra percepción de la guerra y la violencia. Cuando el valor de la vida se reduce a cifras, se desvirtúa el sufrimiento humano y se naturalizan las pérdidas civiles como algo inevitable. Peor aún, esta cosificación de la vida humana crea un peligroso precedente: cuanto más se normaliza la lógica de la “reducción” de los “daños colaterales”, más fácil resulta justificar la violencia.
Como sociedad, debemos cuestionar este enfoque y recordar que la vida humana, en todas sus formas, es invaluable. Mientras el discurso global continúe priorizando las bajas militares sobre las civiles, estaremos perpetuando una visión deshumanizada del conflicto que socava la empatía y la justicia. Es imperativo, por tanto, que en los debates sobre la guerra no olvidemos lo esencial: que cada vida perdida es una tragedia insustituible, independientemente de su clasificación en un informe oficial.
Este tema no es nuevo en nuestro país, en épocas de violencia bipartidista o generada por el narcotráfico, guerrilla, paramilitares, ya hemos discutido sobre cómo nos acostumbramos a “cifras” de muertos, que en otros países resultarían alarmantes, pero, actualmente, las muertes diarias reportadas en diferentes latitudes parecen estar justificadas desde un bando u otro cuando se trata de ataques “quirúrgicos”, paradójicamente aludiendo a un término médico (que cura) para hablar de una acción bélica (que mata).