Zarabanda se detuvo en la mitad del puente, con precaución se acercó a la baranda de acero, allí dejó que su mirada se solazara, recorriendo lentamente las quietas aguas del extenso meandro, pensó que, en ese lugar de la llanura, el río se detenía a descansar, parecía aletargado, después de su recorrido desde las tierras altas, en ese retozo desbocado y espumoso del agua, entre riscos y cañadas o saltando en profundas cascadas.
Entonces disfrutó el cielo azul reflejado en el espejo de agua, pero poco a poco la invadió la nostalgia, cuando recordó la primera vez, cuando su padre la había alzado en sus fuertes brazos, y acercándola a la orilla del puente, había deseado que ella apreciara la quietud impresionante del extenso remanso, acariciado por la suave brisa, que a su paso iba irisando su superficie.
Allí rumiando sus recuerdos, pensó que eran tantos los años transcurridos desde esa tarde, que ya no le importaba el tiempo vivido, solo la intensidad con la que lo había hecho, podía decir sin temor a equivocarse, que desde su adolescencia había tejido sola su vida de mujer huérfana, cada día luchando a brazo partido contra viento y marea, con tenacidad y persistencia, nunca la detuvieron los escollos encontrados en el camino, la constancia fue su herramienta predilecta, con ella no le habían importado las caídas, de estas habían quedado cicatrices, pero también enseñanzas para alcanzar sus propósitos.
Mientras tanto, esa tarde, Zarabanda seguía asomada por encima de la baranda, se veía satisfecha, respirando la paz y tranquilidad del atardecer, mientras que el viento traía en sus alas, el aroma del trópico, con olor a los pastizales que crecían en las praderas, al pasto yaraguá y los azahares de los naranjos en flor.
En tanto ella, se entretenía mirando nadar la vida, en los alargados bancos de tolombas y sardinas que parecían desfilar a poca profundidad ante sus ojos, en ese momento se detuvo a pensar, en los extraños caprichos de la existencia, mientras que el agua era vida para unos seres, engendraba la muerte para otros, en ese instante fijo su atención, en la imagen reflejada en el agua, sin encontrarse en ella, en cambio vio reflejado el rostro de su madre, quien había fallecido muchos años antes, por eso sintió el corazón henchido de alegría, cuando vio la brisa jugando con los cabellos maternos, entonces comprendió, que así hubiera partido, ella seguía acompañándola siempre, ahí, tan cerca, reflejada en su tierna sonrisa, y las chispitas de luz en sus ojos, igual que góticas de rocío mañanero, acariciadas por el sol, así la sintió en su alma ese día, estaba segura, que de ella había heredado el tesón para alcanzar ilusiones.
Desde niña Zarabanda quiso ser enfermera, trabajadora de la salud propia y ajena, y luchó con denuedo, sin descanso hasta conseguirlo, por eso había sido un ángel peregrino, en el camino de tanto enfermo, fueron tantos, que la cuenta se le perdía en su memoria, en su apostolado no había conocido el descanso ni el miedo, y hoy regresaba a su origen, a buscar el rincón del mundo, donde había cultivado sus sueños, traía los pasos cansados, y la satisfacción de haber servido sin tregua.
Allí en ese atardecer, recargada en la orilla del puente, percibió que había llegado al ocaso de su vida, igual que el río, ella había encontrado el remanso de paz, en su propia llanura, después de tanto recorrido por lugares agrestes y difíciles, en el país de las maravillas, pero ella no lograba entender a la humanidad, que no aceptaba que un día llegaran los años seniles, y ansiosos, querían seguir viviendo sueños adolescentes, huyéndole a la cruda realidad, en el letargo de sus ocasos, sin aceptar que ya se les había cumplido su tiempo.
Entonces, Zarabanda elevó una plegaria al Creador, por haberle permitido volver al rincón de su origen donde había vivido sus primeros amores, donde la paz del meandro se adormilaba en el descanso del río, en ese lugar mítico ella quería entregar un día, su último aliento.
*Por: Fabio José Saavedra Corredor