Las angustias de Vitaliano – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

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El anciano Vitaliano caminó por la playa, avanzaba sin prisa, con la calma propia de los seres que han dejado atrás los afanes del día a día, mostraba en su rostro los pliegues de los años, y su cabello lucía pintado con las cenizas de su agitada vida.

A pesar de todo esto, sus pasos se mantenían firmes, y el cuerpo erguido, al verlo, no quedaba duda, que él respiraba vitalidad, incluso en su mirada afloraba, ese sosegado brillo del sol, en los remansos de la quebrada a comienzos de verano, después de un torrencial invierno. Además, él disfrutaba el silencio del amanecer, acompañado por el infatigable abatimiento del oleaje marino, que constante se rendía amoroso en la playa, adornando su entrega con encajes de blanca espuma, la que absorbía la arena, emitiendo, como un extraño siseo amoroso del clímax.

En esa alborada, Vitaliano buscó un tronco peregrino, de los que cabalgan en las crestas de las olas, sin puerto ni destino, por eso se apean en cualquier playa, a descansar de tormentas ajenas.

Fue en ese momento, que la luz del amanecer lo favoreció, con un rollizo tronco de bonga, y acomodándose en él, acaricio la suave superficie de la madera, tallada por el agua salada del mar y el sol inclemente del trópico, de pronto percibió, que hasta allí alcanzaban los bordados espumosos de cada ola, y que le acariciaban los tobillos, en ese encantador momento.

Entonces Vitaliano amó su soledad, y abrazado a ella, se extasió en sus propias huellas impresas en la arena, las vio perderse en la distancia, en el horizonte  de la playa, entonces dejó que su imaginación  caminara al pasado, y volviendo sobre sus huellas, quiso desandar en el laberinto de su memoria, para tratar de descubrir el origen de sí mismo, de sus traumas y miedos, el porqué de su amor por la naturaleza, él quería encontrar las causas, de la indignación que invadía su espíritu,  cuando veía la inconsciencia de la humanidad, destruyendo el equilibrio natural.

Así se fue dejando llevar por sus recuerdos, y se vio saltando de huella en huella, en ese venturoso y sorprendente camino del pasado, para poder descubrir la verdad del presente. Hasta que se detuvo en un día cualquiera, de sus años escolares, todo el curso feliz, uno a otro mostrándose la tarea, la cual era, traer en una bolsa plástica con agua, una rana viva, en ese momento había entrado Dulce María la joven maestra de Biología, el salón se llenó de su presencia y ese aroma dulce que emanaba a su paso, todos quedaron en silencio, con las manos arriba exhibiendo las ranas como si fueran trofeos.

“Que bien, mis niños”, dijo, mientras repartía unos pedazos de icopor con alfileres y una cuchilla, luego los invitó a seguirla a la cancha de fútbol, allí, con voz de ternura igual a su nombre, solemnemente sentenció:  – niños, nadie, ama lo que no conoce, y hoy vamos a conocer la vida – de inmediato nos pidió hacer todo lo que ella hiciera, y en pocos momentos, todas las ranas, estaban clavadas de las cuatro patas, con los alfileres al pedazo de icopor, en ese instante a la profesora Dulce María, los niños le vieron brotar de sus ojos amorosos llamas de crueldad, cuando tomó la cuchilla y cortó la primera ranita desde la garganta hasta el bajo vientre, al mismo tiempo que ordenaba repetir a todos su ejemplo, para ver el palpitar de la vida en el corazón del animal. 

Ese día el niño Vitaliano no logró entender, como con la muerte, se podía amar la vida, y con este pensamiento el anciano de inmediato regresó al presente, después de comprender muchas contradicciones de la vida.

Mientras tanto permanecía allí, sentado en la bonga, con la mirada perdida en el horizonte marino, sobre el que parecía descansar la cúpula celeste, el lucero matutino seguía resplandeciendo, y la perfilada sombra de un gigantesco trasatlántico se recortaba en su perezoso avance, fue cuando un suave lamento llamó su atención, emitido por el viento a su paso por el orificio de una bolsa plástica, la que sobresalía de la arena, mientras mantenía prisionera a una gaviota por una de sus alas, ella lucía extenuada, en su infructuosa lucha por la libertad, y permanecía cuan larga era sobre el grillete de plástico.

El cruel y deprimente espectáculo, produjo en Vitaliano tanta indignación, que luego de liberar a la prisionera, pensó que si un día el mar nos devolviera toda la basura, seguro que la humanidad quedaría sepultada en ella, el anciano quiso encontrar culpables y concluyó que todos teníamos culpa, unos por irresponsables y otros por permisivos, e imploró al Creador perdón por la torpeza humana y por dejar ahogar nuestra esencia racional, en los vórtices  salvajes de la antropofagia, sin que se vislumbraran horizontes que aliviaran y recuperaran la vida, en medio de tanta lucha fratricida, que solo dejaba amargas cosechas de dolor y muerte, en lo que fue un día el paraíso que él nos había legado. 

*Por: Fabio José Saavedra Corredor    

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