Tendemos a creer que tenemos el control y la certeza sobre lo que nos rodea y lo que sucede en nuestras vidas. Sin embargo, el dolor, el sufrimiento y la angustia son parte inevitable de la experiencia humana, pero ¿estamos realmente preparados para aceptar lo inevitable, o nos aferramos a una ilusión de dominio que nos impide afrontar la realidad?
En este mundo globalizado, impulsado por los excesos de consumo y la inmediatez en la realización de las actividades cotidianas, solemos pasar por alto las cosas más sencillas y fundamentales de nuestra vida. Esto nos lleva a no ser conscientes de nuestra realidad en aspectos básicos como respirar, levantarnos de la cama, comer, ejercitarnos, acudir a nuestras labores o estudios, y descansar. Todas estas actividades, que parecen sucesos normales de la vida, a menudo no se cuestionan ni se debaten. Según el escritor David Foster Wallace, este tipo de conductas forman parte de nuestra configuración natural por defecto.
Lo único que nos hace despertar de esos letargos son la enfermedad y la muerte, que son eventos inevitables de la vida y que nos cuesta tanto asumir porque no tenemos el poder de controlarlos. Es en esos momentos cuando nos volvemos más reflexivos y comenzamos a valorar la simpleza de la vida: los instantes de alegría, los pequeños momentos de felicidad y el presente, que es un verdadero regalo de Dios. Encontramos refugio en las personas que más amamos y en una vida espiritual que trasciende lo terrenal, ofreciéndonos consuelo ante la incertidumbre. Aprendemos a aceptar el dolor de la pérdida, la impotencia y la desesperanza como parte de la existencia. Es precisamente en esa aceptación donde fomentamos la resiliencia, que nos permite seguir adelante con fuerza y esperanza renovadas; levantarnos una y otra vez, a pesar las adversidades, con la certeza de que podemos encontrar sentido, consuelo en los momentos más oscuros.
Enfrentar la realidad implica aceptar nuestra finitud, como bien señaló Viktor Frankl, quien encontró sentido incluso en los momentos más oscuros. Los apegos afectivos nos conectan profundamente con la vida, pero también nos exponen a la pérdida, una parte inevitable del ciclo natural. Sin embargo, en esa pérdida surge la oportunidad de buscar un significado, de encontrar sentido incluso en medio del sufrimiento. Manejar lo inevitable no significa resignarse, sino darle un propósito que nos permita transformar el dolor en una experiencia significativa.
La fragilidad de nosotros como seres humanos nos recuerda que pasamos por aquí para valorar lo preciosa que es la vida, y en lugar de tenerle miedo podemos responder con agradecimiento por cada día, cada vínculo afectivo, cada instante inigualable. Al reconocer nuestra vulnerabilidad, no solo nos conectamos con nuestro propio ser, sino con la humanidad compartida de quienes también enfrentan su propio sufrimiento. Es ahí donde reside la verdadera fuerza: en nuestra capacidad para abrazar la vida, con todas sus imperfecciones y pérdidas, y seguir adelante con gratitud y sentido renovado.
