Colombia ha sufrido durante décadas el flagelo de una guerra interna que ha dejado una profunda huella en su historia. Las violaciones a los derechos humanos han sido una constante, manifestándose en crímenes de lesa humanidad y de Estado que han causado secuelas devastadoras en la sociedad colombiana, sumiendo a muchas familias y víctimas en un sufrimiento profundo y desesperanza. Estos crímenes, en muchos casos, han quedado impunes, sin justicia reparadora ni castigo judicial.
Entre los episodios más oscuros de nuestra historia se encuentran: la masacre de las bananeras en 1928, bajo el Gobierno de Miguel Abadía Méndez, en la región de Ciénaga, Magdalena; el asesinato del candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá; el genocidio contra los miembros del partido Unión Patriótica a finales de los años 80; los asesinatos del candidato presidencial Luis Carlos Galán Sarmiento y del abogado, periodista y defensor de derechos humanos Jaime Garzón, y las desapariciones sistemáticas conocidas como ‘falsos positivos’ durante el Gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez.
Todos estos crímenes, entre otros, han quedado impunes ante un Estado inoperante que interviene en muchos casos en el sistema judicial. La corrupción, el soborno y el clientelismo pueden hacer que los responsables eviten el castigo o que las investigaciones sean manipuladas para proteger a los intocables. Estas personas se amparan en una red de complicidad que maneja los hilos del poder, aliados políticos, económicos y medios de comunicación que sirven para solapar las fechorías y manipular la justicia.
Las personas intocables a menudo provienen de grupos privilegiados o élites que sienten que están por encima de la ley que afecta a los ciudadanos comunes. Esto genera una desigualdad humana, social y económica que contribuye a que los miembros de estas élites puedan actuar con impunidad, ya que sus acciones no se enfrentan con la misma severidad que las de los sectores más desfavorecidos.
Según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), en Colombia se han registrado más de 1.000 masacres desde 1980, muchas de las cuales están vinculadas a crímenes de lesa humanidad. La impunidad en estos casos ha sido una constante, con pocos responsables judicialmente sancionados. De igual forma, el Informe de la Comisión de la Verdad (2022) documenta que, durante el conflicto armado se han registrado más de 120.000 desapariciones forzadas en Colombia.
Para la filósofa política Hannah Arendt, la impunidad es una forma en la que el mal se perpetúa, ya que la ausencia de consecuencias permite que los actos de injusticia y crueldad se repitan sin remordimientos. La impunidad, por tanto, no solo perpetúa el sufrimiento, sino que también contribuye a la desintegración ética de las sociedades.
En este sentido, la participación activa de la sociedad civil es fundamental para enfrentar la impunidad. Organizaciones de derechos humanos, medios de comunicación tradicionales y alternativos, colegios y universidades, todos como ciudadanos comprometidos a desempeñar un papel esencial en la denuncia de violaciones, abusos para generar presión y que se lleve a cabalidad las investigaciones pertinentes y el cumplimiento de la ley de justicia. El empoderamiento de la ciudadanía es una luz contra la injusticia y la corrupción.