Volverte a ver ha sido algo único e inesperado. Habían ya pasado muchos años y tu recuerdo era solo un espejismo que venía a mí como un déjà vu, ante algún evento especial.
Me vi sorprendida en la caminata ecológica, cuando al llamar a lista a los participantes el guía dijo tu nombre. De inmediato nos identificamos y una vez que nuestras miradas se cruzaron, fue emocionante sentir el encanto de tu sonrisa amplia y sincera. El abrazo interminable del saludo trajo el confort y la calidez de lo conocido y a la vez la curiosidad por las novedades que cada uno traía consigo. Estábamos sin planearlo uno al frente del otro, muchos años después de habernos conocido.
Empezamos a caminar, pero la dificultad del terreno nos impedía tener una conversación fluida. La jornada se tornaba exigente y fue inevitable que el grupo empezara a distanciarse. Pasadas unas horas, el guía nos informó que esperaría en ese punto a los caminantes rezagados para reagruparnos de nuevo, pero que unos metros más arriba, se tenía una vista fantástica. Decidimos ir hasta la cima. La brisa que refrescaba nos permitió descansar y tomarnos un buen tiempo para hablar de lo transcurrido durante todos estos años.
Yo había llevado una vida agitada, con diversos retos profesionales, llena de logros y satisfacciones. La tuya, en cambio, había sido más sosegada y tranquila; habías optado por una actividad que te había mantenido en contacto con la naturaleza, permitiéndote disfrutar de la serenidad y el bienestar propios de este entorno.
Recordamos el día en que habíamos decidido separarnos: yo tenía la firme convicción de terminar mi carrera y la apuesta de seguirte en tu aventura de otros países, no era para mí una opción. Tú querías conocer el mundo y en ese momento la inmadurez derivada de mi edad, le agregaba al equipaje de tu mochila un peso difícil de cargar.
En ese entonces callamos … Yo no dije: ¡quédate!… y tú no dijiste: ven conmigo.
Los dos éramos conscientes de cuántos amaneceres juntos habíamos perdido.
Estábamos en medio de estas reflexiones, cuando nuestro guía apareció de nuevo. Uno de los integrantes del grupo se había torcido el tobillo y esperarían unos metros más abajo al equipo de refuerzo para llevarlo. Nuestra opción era: unirnos a ellos y devolvernos, o terminar la caminata bajo nuestra propia responsabilidad.
Permanecimos en silencio, mientras veíamos partir al guía. Habíamos decidido el destino de nuestras próximas horas y probablemente del resto de nuestros días.
El camino nos fue llevando por senderos que iban descendiendo hasta la playa; en donde nos sentimos más seguros una vez que vimos la luz del día desaparecer.
La penumbra que nos arropó trajo la complicidad de las formas. Tus ojos brillantes me seguían sin perderme, confesándome todo el deseo y la magia del momento que estaba por suceder.
—Voy al agua, dijiste… y sin temor o protocolo alguno, te deshiciste de la ropa, alejándote sin reparar en la reacción que yo pudiera tener.
Yo, sintiéndome muy segura del bikini que con frecuencia llevo cuando asisto a alguna caminata que vincula el agua, también me desvestí.
Entré al agua y tras un par de zambullidas te sentí a mi lado, sujetándome por la cintura. Nuestros ojos se encontraron en una mirada larga y tranquila, y nos quedamos fijos el uno en el otro, tratando de compensar con aquel momento, cada minuto en el que nos habíamos añorado. Entonces nuestros labios se juntaron, y como dos adolescentes que se besan por primera vez, fuimos disfrutando estar tan cerca, sin premura, despertando aquel sentimiento que había quedado dormido.
Ya no hubo bikini que estorbara, ni lugar que se resistiera al sutil tacto de los besos. La piel se nos fue juntando a través de cada gota de agua, y cada porción de ella fue reconociendo en el otro a su complemento.
Las olas que ya habían jugueteado en el agua todo el día, se aquietaron para poder escuchar nuestra respiración que sin reparo ni temor, como una historia que no quiere parar de ser escuchada, expresaba cuánto nos habíamos extrañado.
La luna cedió paso a las estrellas en un acto de complicidad, para que la luz tenue iluminara solo lo suficiente, cada momento de grandeza.
Entonces los tambores que por un buen lapso de tiempo retumbaron para llenar todo el lugar, se aquietaron, dejando todo en calma, completo, perfecto, sin lugar y sin tiempo. Todo se había alineado y el universo había cumplido con nuestra existencia.
Con el transcurrir de las horas el lugar fue despertando a la verdad de la luz, y nosotros con ella a la realidad de la vida. Nos preparamos para retomar de nuevo el camino al campamento y
supimos entonces, que este encuentro había creado un nuevo universo de mil amaneceres.
Astrid Sarmiento Paniagua. Nacida en Bogotá, en 1964, bajo el signo de Leo.
Arquitecto de profesión y apasionada por el arte. Adicional a su organización y disciplina, es romántica y soñadora, siendo la familia su motor y los amigos su fortaleza. El liderazgo que le da su carrera le ha permitido vivir el diseño como su gran pasión y dirigir proyectos de interiorismo en diferentes países y culturas. En su nueva etapa de jubilación ha decidido explorar dos de sus sueños: escribir y cantar. En el canto, el inicio de este propósito ha sido el Coro de adultos de la Universidad del Rosario y en la narrativa, la Escuela de Historias en Yo Mayor y la Comunidad Virtual; experiencias que han enriquecido su motivación y creatividad.
Los escritores interesados en participar en este espacio dominical, deben enviar sus trabajos a nombre del escritor, Fabio José Saavedra Corredor, al correo: cuentopoesiaboyaca@gmail.com.
La extensión del trabajo no debe exceder una cuartilla en fuente Arial 12. El tema es libre y se debe incluir adicionalmente una biografía básica (un párrafo) del autor.
Los criterios de selección estarán basados en la creatividad e innovación temática, el valor literario, redacción y manejo del lenguaje y aporte de este a la cultural regional.
Todos los domingos serán de Cuento y poesía, porque siempre hay algo que contar.