El frío nórdico en mi piel – Gustavo Núñez Valero #CrónicasYSemblanzas

En esta sección, Crónicas y semblanzas, destinada a revivir momentos y episodios vividos, he decidido presentar hoy la historia de mi visita a Copenhague realizada a comienzos de mayo de 2019. Es un relato contado desde mi óptica periodística y desde mi esencia de boyacense. Es una crónica de viaje.

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Se me antoja creer que Copenhague es un parque soñado. Un manto verde de arbustos y una    profusión de jardines concurren en las amplias zonas públicas. Las edificaciones guardan una cadenciosa armonía en medio de su diversidad arquitectónica. Pequeños lagos iluminan de plenitud espacios de recreo. El trémulo agitar de las olas del mar acompaña y vigila la ciudad. Las embarcaciones estacionadas en la costa se mecen al ritmo de un viento impredecible y eterno. La limpieza y el orden campean soberanos e inflexibles por las calles. El aire esparce su pureza y penetra todos los resquicios vitales.

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—Bienvenidos a un día escandinavo —fue el saludo de Marcos, el guía de la excursión.

Eran las ocho de la mañana, estaba en Copenhague. Me encontraba en uno de los asientos de las primeras filas del segundo piso de un autobús de transporte de turistas, que minutos antes había iniciado la marcha desde el hotel en donde estaba hospedado hacia el centro de la ciudad. Caía una lluvia delgada y atenuada. Los vidrios de las ventanas estaban empañados. Durante el recorrido entre la puerta del hotel y el vehículo, el frío había penetrado mi piel. El destino inmediato era la entrada principal de los Jardines de Tívoli; allí esperaba la guía local para realizar la visita por los sitios más representativos de la ciudad.

Fuente de Gefión. Foto de Martha Lucía Galvis.
Fuente de Gefión. Foto de Martha Lucía Galvis.

Una extraña sensación de duda me dominaba. No podía creer que me encontrara en la capital de uno de los países nórdicos.

A pesar de los estímulos contundentes que mis sentidos me enviaban al cerebro, algo impedía que aceptara esta realidad; tal vez, la lejanía inalcanzable con la cual percibí desde niño esta parte del planeta ahuyentaba la validación plena de aquella vivencia; sin embargo, cuando afuera observé transeúntes con prendas impermeables y abrigadas, edificaciones de arquitectura extraña, letreros en un idioma desconocido, bicicletas por aquí, bicicletas por allá,  supe que no era una ensoñación lo que experimentaba.

—Bueno, ya llegamos frente a los Jardines de Tívoli y por aquí debe estar la guía local —anunció Marcos, con un inconfundible acento catalán.

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Los países nórdicos nunca me han sido indiferentes; todo lo contrario, me han atraído. Al leer, en la enciclopedia El tesoro de la juventud, por allá en 1960, su historia y sus costumbres, me despertaron intriga y curiosidad. En el bachillerato me llamaron la atención por ser originarios de allí los temibles vikingos y por ocurrir, en su ámbito, fenómenos naturales singulares como el sol de medianoche y las auroras boreales. Ya en mi ejercicio profesional, primero como periodista y luego como asesor legislativo, tuve que investigar sobre sus características sociales y políticas, tarea que me permitió saber que a nivel mundial ocupaban los primeros puestos en la medición de desarrollo humano y tenían los más altos índices de ingreso per cápita; también descubrí que eran los primeros en la clasificación de los países más felices de la Tierra.

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Era jueves. A Copenhague arribé casi a la madrugada de ese día. Mi viaje desde Bogotá duró 18 horas, incluyendo dos de escala programada en París y tres de retraso del vuelo París-Copenhague.

La prolongada estancia en París no me impacientó. ¿Quién podría aburrirse allí?  Al menos a mí eso nunca me sucederá porque el solo hecho de saber que estoy en París me entusiasma. Esas cinco horas que permanecí en el aeropuerto “Charles de Gaulle” las disfruté:  recorrí los pasillos del terminal  donde se hace conexión con los países de la Unión Europea, observé tiendas y almacenes, compré macarrones  en un kiosco ubicado en el hall de embarque, observé el comportamiento de los  pasajeros en tránsito, miré rostros, detallé indumentarias, grabé conversaciones de personas que hablaban en otros idiomas, escuché el sonido del aeropuerto, me tomé un café con el periodista deportivo Carlos Julio Guzmán, quien estaba esperando un vuelo a Roma para cubrir el Giro de Italia del 2019, en fin, esas horas las gocé con  simpleza de niño y curiosidad de periodista. 

Al llegar a Copenhague, me pareció interminable el trayecto entre el sitio de desembarque y el lugar de entrega del equipaje; caminaba y caminaba detrás de otras personas que, al parecer, iban a recoger sus maletas; los rostros de quienes me antecedían y de los que me seguían en el desfile se veían fatigados; presumí que esos ocasionales compañeros de viaje eran originarios de Dinamarca y que ninguno hablaba español; por eso no intenté preguntarles si también iban en busca de su equipaje. En el camino solo encontraba flechas indicando el recorrido. Había soledad y silencio. Me sentí incómodo y dominado por la impotencia. De pronto, apareció la cinta sinfín de equipajes. Las maletas no tardaron en comenzar a circular; ubiqué las de mi esposa y las mías.

Al salir del aeropuerto nadie revisó pasaportes ni maletas.

Sabía que afuera debía estar esperando alguien de la agencia de viajes. El nombre de mi esposa y el mío aparecieron en un cartel que sostenía un hombre de unos cincuenta años, rubio, flaco, de mediana estatura y con los ojos entre somnolientos y resignados.

—Buenas noches señor —le dije. No me respondió. En su rostro apenas se insinuó una sonrisa.

Good night, Mr. —insistí en saludarlo, esta vez en inglés. Tampoco me respondió. Otra vez en su rostro apareció una tenue sonrisa.

Además de mi esposa y yo, se le acercaron dos parejas más. Hizo señas para que lo siguiéramos. No pronunció ni media palabra. Subimos al vehículo.

—De dónde viene —le pregunté al hombre de baja estatura y gafas con marco dorado que se sentó a mi lado.

—De México —me respondió sonriendo.

—Y  usted, ¿de dónde? —me preguntó.

—De Colombia —le contesté.

—Pero su acento no parece colombiano porque nosotros en México vemos series colombianas de televisión y los actores hablan distinto —intervino su esposa.

Enseguida me dirigí a un hombre de tez morena que iba con su esposa en la silla de adelante.

—Y usted ¿de dónde viene? —le pregunté.

—De los Ángeles, California. Vivimos allí, pero somos de Guatemala —me respondió.

—¿Ustedes también van a realizar la gira por los países nórdicos? —me preguntó la esposa del guatemalteco.

—Sí señora —le contesté.

Con esas preguntas y respuestas se rompió el hielo y la conversación entre los ocupantes de la furgoneta comenzó a fluir.

 Las calles estaban vacías. La oscuridad de la noche las invadía. El frío intimidaba.  

Plaza de del Palacio de Amalienborg. Al fondo la Iglesia de Mármol. Foto, Martha Lucía Galvis.
Plaza de del Palacio de Amalienborg. Al fondo la Iglesia de Mármol. Foto, Martha Lucía Galvis.

Una vez en el hotel, nos bajamos del vehículo. El conductor volvió a hacer señas para que lo siguiéramos. Le hicimos caso. Nos llevó hasta la recepción. Allí una dama, que tampoco habló, nos entregó los sobres que estaban marcados con nuestros nombres; en estos aparecía el número de las habitaciones y en su interior un pequeño volante con la infaltable contraseña de wifi  y las tarjetas-llave de la habitación.

Después de recibir el sobre busqué con la mirada al conductor, quise agradecerle y despedirme, pero… ya no estaba por ahí.

En la habitación, a pesar del cansancio, me sentí plácido. El ambiente generado por la decoración, la distribución de los muebles, la amplitud del espacio y la discreta intensidad de la iluminación agradaban. El color caoba del piso hacía juego con el naranja de las cortinas, el beige de las paredes y el marrón del zócalo. El diseño de los muebles era moderno y atrayente. Todo eso me hizo pensar que aquella era una bienvenida silenciosa e impersonal, pero hospitalaria.

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La guía local estaba allí frente al parque Tívoli. Subió al autobús. De baja estatura, cabello negro y corto, unos 50 años. Al escucharle su acento me sonó familiar, pero no pude identificar su nacionalidad.

Mientras el autobús recorría las calles y la guía suministraba información relevante de la ciudad, yo recordaba lo que días antes había leído sobre Copenhague: originariamente fue un pueblo de vikingos dedicados a la pesca;  es la capital de Dinamarca desde el siglo XV; el nombre de Copenhague en nórdico antiguo significa “puerto de pescadores”.

Una espesa capa de nubes grises cubría el firmamento. Llovía sin cesar.  No obstante, la claridad del día hacía resaltar las edificaciones, los vehículos, los ciclistas y los peatones. El agua convertía al pavimento en un espejo que proyectaba imágenes desde un fondo azabache y brillante.

—Para los escandinavos no hay mal tiempo, sino ropa inadecuada —comentó la guía.

Esa apreciación la recibí con cautela, pero la comprendí. Pensé, y sigo pensando, que no es lo mismo caminar por la calle en un día soleado que en uno lluvioso; esto es válido en mi entorno y desde la cultura a la que pertenezco. Para los nórdicos, la lluvia, el frío, la nieve y la escasa luz solar constituyen su realidad. Por supuesto, las condiciones climáticas y topográficas determinan los comportamientos humanos. Ahí la diferencia cultural y social entre quienes viven en esas condiciones climáticas y quienes vivimos en ambientes tropicales.

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Embarcaciones estacionadas en las playas de Copenhague. Foto Gustavo Núñez Valero.
Embarcaciones estacionadas en las playas de Copenhague. Foto Gustavo Núñez Valero.

—Estamos detrás de la residencia de la familia real. Vamos a hacer una parada para ir hasta allí. Pónganse sus chubasqueros, abríguense bien —dijo la guía.

El autobús se detuvo en una calle a la orilla del mar, frente a unos espaciosos jardines donde el verde de los arbustos y de las plantas, acentuados por el colorido de las flores, impactaba los sentidos de los turistas y los incitaba a contemplar con deleite ese espacio, creado por el ingenio humano a partir de la munificencia de la naturaleza.

Yo llevaba una capa impermeable azul clara con capota y visera plástica. Me sentía extraño e incómodo con esa indumentaria. Estaba desilusionado por no poder utilizar mi cámara fotográfica, pues era electrónica y la lluvia podía causarle daños. Tuve que acudir a la cámara de mi teléfono móvil.

Sin apuros, observando y disfrutando el entorno, bajé del autobús y comencé a caminar detrás del grupo.

—Me imagino que por parques como este Copenhague fue declarada hace unos pocos años Capital Verde de Europa —me comentó un argentino, compañero en la gira que, extasiado, observaba los jardines.

Las aguas del mar parecían dormitar y mostraban un azul claro y transparente; los adoquines del piso de la calzada brillaban como cristales ennegrecidos; el frío mantenía su gélida contundencia; la soledad se imponía; una embarcación mediana, de color blanco nieve, de diseño delicado y moderno intentaba alejarse de allí, pero los amarres que la ataban a un soporte de hierro, clavado en el piso del andén,  se lo impedían. Para no rezagarme del grupo tuve que aligerar el paso.  A no más de doscientos metros de la orilla del mar me encontré dentro de una enorme plaza.

—Este es el Palacio de Amalienborg —dijo la guía.

En la mitad de la plaza vi una estatua ecuestre y en los alrededores, varios edificios de mediana altura, con fachadas de piedra.

Amalienborg es, en realidad, un conjunto arquitectónico conformado por cuatro edificios, convertidos en residencia de la familia real danesa.

La Fuente del Salto del Dragón en el centro de Copenhague. Foto Martha Lucía Galvis.
La Fuente del Salto del Dragón en el centro de Copenhague. Foto Martha Lucía Galvis.

Allí, de un momento para otro,  tuve frente a mí a la guía local. Como estaba intrigado por no haber podido identificar su acento, que me parecía conocido, le pregunté:

—¿Usted de dónde es? 

—De Bogotá

—Oh, no me diga. Yo soy colombiano.

No pude seguir conversando con ella porque en ese momento una turista uruguaya la abordó.

—¿Cómo se llama esa iglesia que está al fondo? —le preguntó la uruguaya.

—Es la Iglesia de Mármol –le respondió la guía.

—¿Esa es? ¡yo la quería conocer!  —intervine y de inmediato me fui a tomarle fotos.

—No se demore porque ya nos vamos —me advirtió la guía.

En el camino, buscando una ubicación adecuada para fotografiar la Iglesia de Mármol, pasé por el centro de la plaza y me detuve a detallar la estatua ecuestre. Un turista con acento mexicano, que coincidió allí conmigo, me dijo que el personaje de la estatua era el rey Federico V de Dinamarca, promotor de la construcción del Palacio de Amalienborg y de la Iglesia de Mármol.

Desde una esquina de la plaza comencé a tomar fotografías con la cámara de mi teléfono. La verde y monumental cúpula, casi que calcada de la Basílica de San Pedro de Roma, corona ese majestuoso templo, destinado al culto luterano.

De regreso, mientras caminaba presuroso para reintegrarme al grupo, detallé a los guardias reales apostados en las entradas de los cuatro edificios del conjunto arquitectónico del Palacio. Con sus tocados negros de piel de oso, chaqueta azul oscura, pantalones azul claro con rayas blancas y fusil con bayoneta calada, rígidos e imperturbables resistían la llovizna. Esa imagen la grabé en mi retina para recordar mi visita a la residencia de invierno de la monarquía más antigua de Europa y la segunda más antigua del mundo, después de la de Japón.

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El recorrido continuó. La pretensión era conocer Copenhague. En ese momento me acordé del periodista y literato Albert Camus; él afirma que el modo más cómodo para conocer una ciudad es “…averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere”. Eso, desde luego, requiere toda una vida, y en este caso solo disponía de tres horas. La única opción era aprovechar al máximo el tiempo y hacer desplazamientos al mayor número posible de sitios típicos e históricos.

Quince minutos después de haber estado en el Palacio de Amalienborg me encontraba ya en la Fuente de Gefion. Me atreví, extremando cuidados, a utilizar mi cámara fotográfica electrónica. 

El lugar donde está localizada esta fuente corresponde a una zona de parques; al pie se levanta imponente el templo luterano de San Albano, mártir de la Gran Bretaña.

A la Fuente de Gefion la forman varias piletas circulares y concéntricas, construidas en piedra, rematadas por cinco figuras en bronce: cuatro  enormes e impetuosos  bueyes que tiran un arado maniobrado por una mujer de gracia seductora y acción arrolladora. Es una composición escultórica de expresividad plástica formidable que transmite vibraciones de incontenible movimiento.

Vía céntrica de Copenhague. Foto Gustavo Núñez Valero.
Vía céntrica de Copenhague. Foto Gustavo Núñez Valero.

La figura femenina representa a Gefjun, diosa de la fertilidad. Según la leyenda,  el rey sueco Gylfi se comprometió a darle el territorio que ella pudiera arar en una noche. Gefjun, para lograr la máxima extensión posible, convirtió a sus cuatro hijos en bueyes; estos trabajaron toda la noche. En la madrugada, el rey cumplió lo prometido. Desprendió del territorio sueco el terreno arado y lo envió al mar. Ese terreno se convirtió en  la isla de Selandia, en la cual se levanta Copenhague. La leyenda no termina ahí. El espacio del terreno arrancado se convirtió en  el lago de  Vänerm, situado en el sur de Suecia, el cual, según estudiosos del tema, se parece en extensión y forma a la isla danesa de Selandia.

Seducido por  la perfección de los detalles de las esculturas y de la fuerza comunicativa visual que les   imprime realidad y genera admiración, me preguntaba, mientras tomaba fotografías, ¿por qué la mitología convierte un producto de la fantasía en creencias y convicciones que se integran a la entraña sensible de una colectividad? Si no, ¿cómo entender que esta leyenda de la diosa Gefjun se mantenga viva durante tanto tiempo?

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Muy cerca de la Fuente de Gefion está situado el que al parecer es el lugar más visitado por los turistas en Copenhague: el monumento de la Sirenita. El recorrido hasta allí fue en autobús.

–—Uy vamos a tener la Sirena para nosotros. Normalmente es imposible visitarla por la congestión  —dijo la guía cuando el autobús llegó frente a la estatua de la Sirenita.

Con una sensación de emoción, creada por el deseo que tenía de conocer la escultura,  me bajé rápido del vehículo. Quería ubicarme en un lugar estratégico para admirar esa obra de arte, divisar el panorama y, por supuesto, tomar fotografías.

Llovía, las nubes grisáceas continuaban inmóviles sobre Copenhague y el mar estaba tranquilo. Al murmullo producido por los turistas se imponía el sonido de los obturadores de las cámaras fotográficas. Me sentí como visitando un templo religioso, donde con recogimiento todos dirigían sus miradas hacia la Sirenita y se detenían alucinados en el disfrute del paisaje.

Al concentrarme en el conjunto escultórico, interpreté que este era una oda a la desnudez. La Sirenita, con su esbelto y seductor cuerpo a la intemperie, reposa sentada sobre la limpia y natural superficie de una roca esculpida por el agua a través de centurias.  En esa obra todo está desprovisto de accesorios y muestra una genuina naturalidad que le imprime magia y fascinación.

La Sirenita ha entrado ya en la órbita de la connotación mítica. Sobre el motivo que inspiró la escultura hay por lo menos tres versiones. Una, que está basada en el cuento “La Sirenita” del escritor danés Hans Cristian Andersen. Otra, que es un homenaje a una bailarina del Ballet Real de Dinamarca que interpretó una obra basada en el cuento de Andersen. La última, que personifica a una sirena que se enamoró de un pescador de Copenhague y abandonó su vida en el mar para vivir con él. Cualquiera sea el origen de la inspiración del escultor, lo cierto es que la obra ha trascendido por la genialidad estética que plasma.

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El tránsito de vehículos particulares y autobuses de servicio público en Copenhague es descongestionado. Al recorrer algunas de sus vías principales no vi atascos ni accidentes automovilísticos; tampoco sentí bocinas estridentes ni sirenas de ambulancias o de patrullas policiales. Ese desahogo se debe, tal vez, a que existen otros modos de transporte que los habitantes de esta ciudad prefieren como la bicicleta,  el tren de cercanías, el metro y las embarcaciones marítimas privadas y de servicio público.

En la capital de Dinamarca es evidente el predominio de la bicicleta como vehículo de transporte. Mujeres, hombres, adultos, jóvenes y niños se desplazan en este vehículo; unos llevan casco protector, pero la mayoría no; todos van vestidos con prendas oscuras y de material adecuado para soportar la lluvia. Transitan por el “carril bici”, que es un espacio  para el desplazamiento de estos vehículos en los dos sentidos, construido en medio de la calzada vial y el andén peatonal.

Allí, la bicicleta pareciera ser una extensión del cuerpo humano, porque, según estudios de movilidad, es difícil encontrar un habitante que no disponga de este medio de transporte, a pesar de que su precio es elevado. Claro que en los países nórdicos todo es demasiado caro.

Los extranjeros que llegan a residenciarse en esta ciudad deben adquirir una bicicleta; si no disponen de recursos económicos acuden a planes de financiamiento o adquieren una de segunda mano.

Copenhague, además de ser una ciudad de topografía plana, está pensada para la bicicleta. Dentro de la cultura nórdica el “carril bici” es considerado zona preferencial inviolable por parte de peatones y conductores de automotores. 

Aprovechando la prevalencia de la bicicleta y el respeto por quienes en ella se movilizan, desde hace más o menos cinco años las empresas de turismo ofrecen visitas guiadas en bicicleta a través de la ciudad.

Por bicicleta nadie se vara en Copenhague. En distintos sitios hay establecimientos destinados a su alquiler y, también, lugares al aire libre donde se encuentran bicicletas que pueden ser retiradas mediante una aplicación tecnológica. 

El tren de cercanías es el medio de transporte que le sigue en importancia a la bicicleta; sus rutas solo cubren una parte de la ciudad.  

El metro, inaugurado en el 2002, no tiene una cobertura amplia, pero cubre los sectores a donde no llega el tren de cercanías. 

El transporte a través del mar es un emblema de Copenhague; la mayoría de sus habitantes poseen embarcaciones menores que utilizan para actividades laborales y de recreación. En los muelles existentes a lo largo de la costa de la ciudad se encuentran estacionados botes, yates, veleros y motos de agua. El parque automotor marino le da un tinte atractivo y peculiar a Copenhague.

En todo el tiempo que estuve allí no vi ni una sola motocicleta. Pensé que la inmovilidad y la desprotección que implica este vehículo para quien lo utilice no lo hacen apto en un clima tan frío, sobre todo en época de invierno.

Estatua de la Sirenita, el atractivo turístico más visitado en Copenhague. Foto Gustavo Núñez Valero.
Estatua de la Sirenita, el atractivo turístico más visitado en Copenhague. Foto Gustavo Núñez Valero.

Fue ese el momento en que, con dolor, evoqué la tragedia que significa el uso generalizado de la motocicleta en Colombia. En nuestras calles y carreteras circulan más motocicletas que cualquier otro vehículo; proliferan no solo en las vías urbanas e intermunicipales, sino en las trochas rurales de los municipios, en donde han reemplazado al caballo como medio de transporte. No pude evitar que me sintiera abatido al pensar que más de la mitad de quienes pierden la vida en accidentes de tránsito en Colombia son motociclistas, y tres cuartas partes de estos son menores de 35 años; es decir, la fuerza productiva del país se está yendo por ese tenebroso callejón de muerte, dejando orfandad y desventura.

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A Copenhague la fundó hace 860 años el obispo Absalón, que además de prelado era político y guerrero.

El actual centro de la ciudad es reciente y gira alrededor del Ayuntamiento Municipal, inaugurado hace 105 años, sede actual del Concejo y de la Alcaldía; ocupa una cuadra entera y el frontis da a la plaza que lleva su nombre. Está construido en ladrillo, tiene cuatro plantas y sobre un costado del mismo, al fondo, se levanta una torre de 106 metros de altura, en cada uno de cuyos cuatro lados está empotrado un reloj.

En la plaza del Ayuntamiento hay un monumento que no pasa inadvertido: la  Fuente del Salto del Dragón. Sobre una columna, que se levanta en la mitad de la fuente, un toro enorme embiste a un dragón que aparece tendido, indefenso, al borde de la derrota.  Al lado de la fuente hay varios dragones pequeños mirando  el singular combate.

En medio de la llovizna, durante casi una hora me desplacé a pie por el centro de Copenhague. Supe que la temperatura ambiente era de ocho grados centígrados porque en la arista de un edificio esquinero  de ladrillo, de siete pisos de alto,  un termómetro gigante de mercurio señalaba ese número de la escala térmica.

—Mira, estamos a ocho grados. No entiendo. En Tunja tenemos temperaturas menores pero allá no se siente tanto frío —le comenté a mi esposa.

—Es por la humedad. Eso aumenta la sensación térmica y hace que se sienta más frío – me respondió.

Las Torres de Axel, situadas detrás del edificio del Ayuntamiento, me llamaron la atención por el matiz de originalidad y modernidad que le aportan a esta zona de la ciudad. Son cinco torres circulares, recubiertas de cobre y cristales verdes, que se levantan imponentes al lado de edificaciones bajas de corte arquitectónico tradicional y albergan oficinas, restaurantes, y cafeterías. Esta composición arquitectónica luce como telón de fondo de una estampa original del transcurrir nórdico en un mundo de vertiginosos cambios y sin distancias inalcanzables.

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El parque de atracciones Jardines de Tívoli es un ícono de Copenhague. Fue inaugurado en 1843, justo 260 años después de que a solo 10 kilómetros de allí se construyera el parque de atracciones de Bakken, el más antiguo del mundo.

A Tívoli se le conoce por sus atracciones mecánicas y por los programas que realiza en sus dos temporadas anuales: la de verano y la de navidad; esta última es nocturna y se desarrolla en medio de una iluminación formada por millones de bombillas multicolores, a la que concurren turistas de toda Europa.

Walt Disney visitó los Jardines de Tívoli dos veces. Quedó impactado del lugar; este fue inspiración y modelo para los parques de atracciones que construyó tiempo después en Estados Unidos.

El día que estuve en Copenhague el parque Tívoli no se encontraba abierto al público. Debí observarlo a través de sus escuetas rejas.

La arcada de la entrada principal está construida en piedra, no tiene más de diez metros de altura y se erige en medio de dos pequeñas edificaciones. En la arcada, antes del torniquete de control de ingreso del público, disfruté el ambiente apacible  de la zona de recepción: un amplio pasillo con un reluciente  piso de cerámica, flanqueado por dos hileras laterales, una de postes que soportan en su extremo superior materas con zulias moradas  y otra de   verdes y  esbeltos arbustos. Ese pasillo se pierde en el interior del parque entre el follaje de plantas ornamentales.

Al recorrer los andenes que rodean sus instalaciones y mirar hacia adentro, se observan escenas bucólicas de pequeños lagos, arbustos de follaje exuberante, floridos jardines en donde sobresalen tulipanes y pensamientos, edificaciones de corte rural y, desde luego, las imponentes torres y ruedas de las atracciones mecánicas.

Si mirándolo desde afuera es un deleite para el espíritu, ¿cómo será el gozo al estar en su interior?  fue la inquietud que me quedó al retirarme de allí enfrentando sensaciones contrarias de regocijo por lo vivido, pero de aflicción de ánimo por no haber podido conocer Tívoli en todo su esplendor. 

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—Esta es una ciudad muy segura. No tengan ningún temor —comentó la guía.

Sin preocupación alguna transité con mi esposa por las calles.  

Y en ese deambular por el centro de Copenhague me propuse disfrutar los sabores locales. Mientras caminaba, buscaba una pastelería o una cafetería que mostrara en sus vitrinas algo que me sedujera. Pasaban los minutos y no veía nada atrayente. Además, el suculento desayuno en el hotel me había dejado pleno. En ese desayuno degusté, con placer, panecillos y bizcochuelos de ricura total; por supuesto, no me resistí a probar unas pequeñas lonjas de salmón ahumado, que me parecieron de una exquisitez indescifrable.

Entrada principal al parque de Tívoli. Foto Gustavo Núñez Valero.
Entrada principal al parque de Tívoli. Foto Gustavo Núñez Valero.

De otra parte, el deseo de visitar el mayor número posible de lugares me dominaba y por eso le daba prevalencia a este por encima del querer explorar la comida danesa. Quería ir a conocer la iglesia que solo se utiliza cuando muere un monarca y la iglesia en donde se firmó la paz con Suecia a donde todos los años miles de suecos vienen a confirmar a sus hijos. Tenía la certeza de que en cualquier momento iba a encontrar un sitio dónde satisfacer el capricho de mi ansioso paladar. Fueron pasando los minutos hasta que, de pronto, miré el reloj y me di cuenta de que faltaban dos minutos para cumplir la cita con la guía local en el parqueadero del Tívoli. No tuve alternativa distinta a la de salir corriendo hacia el autobús; me asustaba la posibilidad de perderme en una ciudad desconocida, donde se habla un idioma del cual no sé ni una sola palabra.

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Cuando terminó el recorrido por el centro de la ciudad, dejó de llover. Intenté hacer comentarios sobre ese hecho con mis compañeros de viaje, pero me abstuve porque, si bien, desde mi óptica hubiese sido mejor haber realizado esos desplazamientos sin la lluvia y con el resplandor del sol, entendí que esa circunstancia me permitió vivir el clima nórdico en su apogeo y tenerlo en mi piel para conservarlo por siempre en mis recuerdos.

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