La escritora y experta en negocios Carol Roth planteaba, en un artículo muy interesante, publicado en el 2015, que las personas sólo son inteligentes en la medida en que pueden automatizar tareas; esta idea se presentaba con el objetivo de argumentar que las personas inteligentes no eran buenas haciendo negocios, especialmente cuando tenían problemas para delegar, de manera que la “verdadera” inteligencia, según la autora, estaría en poder “estandarizar” lo esencial en un formato que cualquiera pueda replicar. Con la proliferación de aplicaciones que usan inteligencia artificial (IA) en los últimos dos años, vale la pena reflexionar sobre lo que consideramos inteligente, e incluso si podemos ir más allá de este concepto para el beneficio de la sociedad.
Claramente, las ideas de Roth son discutibles: la importancia de las habilidades blandas, como las asociadas con la capacidad de delegar adecuadamente, no se puede usar como argumento para desacreditar las habilidades duras, específicas o técnicas, mucho menos para demeritar el coeficiente intelectual.
Ahora, en un momento en el que la proliferación de aplicaciones que incorporan IA, en el que se ha facilitado la automatización de procesos y tareas, podemos preguntarnos: ¿qué tipo de inteligencia nos permite generar mayores niveles de valor en los procesos productivos, empresariales u organizacionales?
Por una parte, desde una perspectiva empresarial, u organizacional si se prefiere, podríamos pensar que la IA facilita la automatización de tareas en niveles operativos y tácticos, pero en las cuestiones estratégicas la IA facilita el análisis de información relevante, pero no necesariamente la “operatividad” de las decisiones gerenciales.
En este orden, para el paso de la información sistematizada (por humanos o máquinas) hacia la toma de decisiones críticas, se requiere de una actividad humana en la que la IA aporta información y datos, pero se juega el conocimiento y la sabiduría humana para que las decisiones no sean simplemente la mejor inferencia para maximizar la ganancia.
De esta manera, los humanos son quienes diseñan las políticas o las directrices generales bajo las cuales deben operar todos los niveles organizacionales, si bien la IA también puede ayudar, incluso en este nivel estratégico, está en la capacidad humana “ir más allá” del análisis de la información disponible con la aplicación de una racionalidad profunda (para no caer en los “sitios comunes” de “las emociones” y “la intuición”) involucrando diferentes variables al mismo tiempo.
Es así que los análisis cuantitativos para inferir la mayor utilidad es algo que “siempre” haremos, y cada vez mejor con el apoyo de la IA, pero esto no es lo único que funciona en las organizaciones humanas.
Es acá donde cabe un análisis más profundo para reflexionar si las decisiones humanas se juegan en función al análisis del mayor beneficio posible para la mayoría (al estilo utilitarista de Jeremy Bentham o de John Stuart Mill), o pragmatista (John Dewey, William James), o si cabe una ética diferente, basada en deberes y principios (Immanuel Kant), o en el ejercicio de la virtud (Aristóteles), o incluso centrada en la empatía y la compasión (Carol Gilligan).
Sólo un humano puede integrar esta diversidad de opciones desde la sensibilidad y la comprensión (concepto más “avanzado” que el de “análisis de información”), no sólo desde la inteligencia (referida a la capacidad de adaptación, aprendizaje y resolución de problemas), sino desde la sabiduría (mucho más abarcadora y relacional, dentro de la cual se podría incluir la inteligencia, la comprensión profunda, la ética, la prudencia y la empatía).
Desde una perspectiva social más amplia, ya desde la época de Rousseau se proponía que la estadística podía dar las bases para definir las mejores políticas, pero dichos análisis no podrían usarse para demeritar la democracia participativa; esta reflexión es propuesta por el filósofo contemporáneo Byung-Chul Han en su libro titulado “Infocracia”, en el que señala que actualmente “en lugar de fortalecer la participación ciudadana y la deliberación democrática, la tecnología digital a menudo conduce a la polarización, la manipulación de la opinión pública y la erosión de la confianza en las instituciones democráticas”.
Podríamos señalar dos horizontes para que los humanos seamos más “competitivos” frente a la IA: uno en el que “superamos” a las máquinas con nuestra inteligencia emocional y habilidades blandas, pensamiento crítico o analítico, empatía, ética, creatividad e innovación; y otro, en el cual nos “complementamos” incorporando una suerte de inteligencia digital y tecnológica (aunque este concepto no existe formalmente), digamos con una mayor alfabetización digital, mejor manejo de herramientas tecnológicas y el desarrollo de habilidades para la programación y el análisis de datos.
Esto es un debate frecuente en el contexto de la llamada cuarta y quinta revolución industrial, incluso algunos dicen que estamos experimentando el paso de una era industrial a una era de datos.
Pero las relaciones humanas son más complejas, y es altamente probable que el debate se deba orientar desde otro paradigma, en lugar de preguntarnos cuál inteligencia es mejor, deberíamos preguntarnos: ¿cómo podremos dar el paso de una era de información, datos y conocimiento, hacia una era de sabiduría?