Con el sol a las espaldas – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

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Clareth se dio vuelta en la cama, acomodando su cuerpo bajo las cobijas, intentando huirle al viento helado del amanecer, que a esa hora del nuevo día entraba por la ventana del cuarto, dando la sensación de querer jugar con el velo de la cortina, que parecía un fantasma juguetón flotando en la habitación.

El hombre escondió la cabeza bajo las cobijas, buscando volver a conciliar el sueño, pero oyó la carrera del gallo colorado, persiguiendo a las gallinas alrededor de la casa, seguido del infaltable canto y el alborotado aleteo,  contándole a la naturaleza el feliz cumplimiento de su tarea de vida, todo esto, hizo que el frustrado durmiente, desistiera de la idea y abandonara las cobijas, se sentó a la orilla de la cama, desperezándose, y luego estirando el brazo, tomó el reumático bastón, que permanecía recargado contra la pared, y con sigilo, observó un momento el rostro sereno de su esposa, que seguía disfrutando el sueño del amanecer, en tanto el primer rayo de sol se colaba en el cuarto tibiando el ambiente.

Realmente, él no recordaba los años que llevaban, en esa deliciosa convivencia, donde la monotonía no había sido invitada, eso les había permitido caminar hombro a hombro por la vida, sin sentir el paso del tiempo, tantos veranos y tantos inviernos transcurridos, felizmente la divergencia de pensamiento, se había diluido en la sosegada vida compartida. 

Clareth caminó recargando sus años en el duro bastón de guayacán, y saliendo al corredor, dejó que su imperturbable mirada se perdiera en el valle de Surba y Bonza, pensó que el valle figuraba una colcha de retazos, extendida entre los cerros, cada parcela parecía pintada con un pedacito de arco iris, sobre ella, en la distancia se divisaba el ganado pastoreando en las praderas, y por el sendero avanzaban presurosos los labriegos, que se dirigían a retomar su faenas diarias en los cultivos de esperanzas e incertidumbres y posibles cosechas de alegrías o desilusiones.

Entonces, dejó las pantuflas en el corredor, y caminó descalzo por el pasto humedecido por el rocío del amanecer, uno de sus grandes placeres,  una vieja costumbre heredada de sus abuelos, cuando percibía la caricia de la hojas en la planta de sus pies, lo invadía un grato cosquilleo desde la punta de los dedos hasta la coronilla, incluso llegaba a calentarle las mejillas, y luego afloraba en sus pupilas con el brillo de la vida, igual sucedía con la caricia del sol, en este instante él siempre miraba al cielo y extendía sus brazos a la cúpula celeste, agradeciendo al Creador la vida y el nuevo día, sabía que mientras le diera aire puro, seguiría disfrutando su existencia.

A esa hora buscó la sombra del coposo cedro cebollo y acomodándose sobre su grueso tronco, se conmovió con el jardín florecido, que, en esa época del año, se veía colmado de rosas, geranios y azucenas. todas consentidas por las delicadas manos de su esposa Cecilia, que en ese instante, acababa de aparecer en la puerta que daba al amplio corredor de la casa, llamándolo cariñosamente al desayuno, en tanto, él sonrió con picardía, cuando vio nuevamente, pasar en desbocada carrera, al libidinoso gallo colorado, queriendo alcanzar una gallina saraviada.

En las mañanas cuando Clareth, se dedicaba a disfrutar el paisaje, igual que las travesuras de los animales de la granja, no había poder humano, que lo alejara de la sombra del cedro, esto lo sabía su querida Cecilia, por eso, ella dio orden a la encargada de la cocina, de servir los alimentos bajo la sombra de cedro, y en pocos momentos estaban disfrutando las delicias del horno y un vaporoso chocolate con queso mantequilludo, acompañado de las pilatunas del gallo, convertidas en sabrosas tortillas, entre bocado y bocado, ella reía de las ocurrencias del marido con alma de niño, de pronto volvió a pasar el insaciable colorado, iba persiguiendo a otra gallina, perdiéndose en la esquina de la casa, entonces el viejo entre soplo y sorbo de cacao, dijo en tono de burla “hágale mijito mientras pueda, que pronto, le llegara su año nuevo”.

Mientras tanto, seguía recordando las épocas pretéritas de su juventud, hombre moderado en sus sentimientos y deseos, digno hijo de su familia.  Esa mañana se dejó llevar de la nostalgia, y viajó a sus raíces, la única forma de entender el presente, en tanto su mirada vagaba sobre el valle, mientras apuraba el último bocado de tortilla, él volvía a pensar en la incógnita de su vida. ¿Por qué el hombre tenía que morirse, cuándo más experiencia, conocimiento y sabiduría había acumulado, si para la otra vida, no se necesitaba nada de lo aprendido?

Esa tarde, dejaron el reumático bastón de guayacán, recargado en el tronco del cedro, y la pareja caminó descalza por el prado, iban abrazados con el sol a sus espaldas, decididos a compartir la sabiduría ganada en el diario de su vida, con las generaciones futuras, así los vio pasar el gallo colorado, cuando se perdieron por el corredor de la casa, en tanto rodaba por el valle, el último kikiriki del atardecer, llamando a las gallinas al corral porque ya era hora de la dormida.    

*Por: Fabio José Saavedra Corredor         

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