Desde que era niño, escuché hablar de la libertad. Tal vez porque en la niñez uno soñaba con un día en que podría salir a jugar hasta tarde, o en el que no recibiría órdenes perentorias de los profesores, los padres, los hermanos mayores y de todos aquellos que se creían con la autoridad para dirigir las decisiones de uno. La noción de libertad en mi niñez la asociaba con la ausencia de restricciones.
A medida que ha pasado el tiempo, he experimentado algo irónico y paradójico. Ahora creo que viví más libremente en la niñez porque no había tantos prejuicios como ahora, o porque mi mente no estaba tan colonizada como lo está hoy en día. Sin embargo, hace unos días, mientras montaba bicicleta en una de las altas montañas que circundan Tunja, recordé que una de las pretensiones del estoicismo es no perder la libertad, independientemente de la edad en la que me encuentre.
Desde esa perspectiva, vivir libremente tiene poco que ver con la edad que se tiene, aunque tal vez con los años se construya un carácter que permita cuidar de la libertad con vehemencia. No obstante, la incógnita sobre qué es la libertad sigue presente. La libertad, entonces, se revela como un estado interno, más que una condición externa; un espacio de tranquilidad y dominio propio que trasciende la mera ausencia de restricciones físicas o sociales. La verdadera libertad, según los estoicos, radica en la capacidad de mantener la serenidad frente a cualquier adversidad, sin importar las circunstancias externas.
Intentaré expresar lo que se ha materializado en mí después de algunas lecturas y de conversaciones con amigos: la libertad es no dejarse afectar por nada. Por ejemplo, la libertad, tal como la proponen los estoicos, consiste en no permitir que los eventos de la vida cotidiana, o los que son relativos a la vida, atenten contra la opción vital. Ahora, ¿cuál podría ser una elección vital? Elegir que, frente a todas las situaciones de la vida humana, responderemos con serenidad. Solamente con la construcción de una fortaleza interior que no se deja sacudir por las tormentas externas, podremos ser libres.
Si me encuentro con alguna persona que, por alguna situación, esté irritada y me trate con desdén, responderé con serenidad, es decir, sin permitir que eso quebrante mi opción vital. Si voy a una reunión aburridísima, no caeré en la tentación de irritarme, sino que recordaré la opción vital. En definitiva, cada momento es una oportunidad para ejercitar la libertad interior, para reafirmar el compromiso con una vida orientada por la serenidad.
En otras palabras, la única manera en que puedo ser libre consiste en no permitirme ser dominado por sentimientos de animadversión que me quiten la tranquilidad y la serenidad. Cada vez que permito que un evento, por sencillo que sea, me quite la paz, estaré siendo esclavo. En cambio, si me conservo sereno frente a las vicisitudes, seré libre, tan libre como el que es capaz de pensar mientras pedalea por las montañas boyacenses. La auténtica libertad, entonces, es un ejercicio constante de autoconciencia, una práctica que nos permite mantener la paz interior independientemente de las circunstancias.