Espejismos – Fabio José Saavedra Corredor #Columnista7días

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Pastorcito arrebujó su diminuto cuerpo entre las cobijas de lana, en tanto, en el patio de la casa, se escuchó el aleteo del gallo colorado, antes de lanzar al aire su estridente canto, saludando el nuevo amanecer.

Pastorcito sintió los pasos menuditos de la abuela trayendo la leña para prender el fuego, en el fogón de las tres piedras, y al mismo tiempo, la voz de trueno paterna le espantó el sueño desde la puerta diciendo, “volando, volando mijito que se hace tarde para el ordeño”, de modo que, en un suspiro se encontró calzándose las botas de caucho y en un santiamén ya estaba caminando por entre los frailejones, rumbo a arriar la Pintada,  la Colorada y la Chocolatina hasta el corral de los terneros,  donde su mamá señora las esperaba para el ordeño.

Así era todo en el campo, a la carrera y sin descanso, el tiempo volaba y la voz de trueno detrás arriando. Pastorcito pensó que no quedaba tiempo ni para oír el canto de las mirlas en el cerezo, mientras ellas se atragantaban con los racimos de cerezas maduras, saltando entre las ramas del cogollo.

En poco tiempo ya había regresado de nuevo a la cocina, permanecía sentado en el tronco, sosteniendo el plato de peltre lleno de caldo vaporoso hasta el borde, con la camba de la ruana como mantel, para evitar quemarse las manos, y entre cucharada y cucharada oyó decir a la abuela, mientras ella atizaba la candela, mijito túpale que se le va a hacer tarde, así fue, porque en dos volandas ya estaba camino a la escuela, corriendo otra vez por entre los frailejones, él los imaginaba como si fueran soldados que vigilaban el páramo, ahí siempre firmes, sin sentir el frío, el sol o la lluvia, en cambio a él, el viento y el frío de las madrugadas le ponían los cachetes, como el cuero viejo del zurrón de la miel.

Pero fuera lo que fuera, cuando corría por esos caminos del páramo, no dejaba de soñar, que algún día las cosas fueran a otro precio, como la vieja canción, que la tortilla se volviera, que los pobres comieran pan y los ricos viento molido y agua raspada.

En desbocada carrera, apenas alcanzó a entrar al salón de la escuela, y la Señorita Inés, la maestra le cerró la puerta en las narices a los dos chivatos que tenían por costumbre llegar tarde. Ese día ella se dedicó a contar historias, de cómo los chapetones con la excusa del descubrimiento se habían dedicado a arrasar la cultura Muisca, siempre con los ojos rojos de avaricia y el corazón destilando sevicia y codicia, querían encontrar como diera lugar, el ansiado tesoro del Dorado, y después de recorrer tierra y cielo, paramos y llanuras, se habían quedado con un palmo de narices, sin saber nada del famoso tesoro. 

Esas historias le quedaron zumbando en la conciencia al pequeño Pastorcito y en la noche mientras se calentaban alrededor del fogón, le espetó de pronto la pregunta al taita: “¿entonces los Chapetones no encontraron el Dorado?”  El viejo que de tanto cabecear, ya amenazaba irse de narices entre el fogón, apenas atinó a responder mientras se perdía rumbo a la cama, “mijo, esa joda se volvió un encanto y se escondió entre la Laguna de Iguaque, la de Fúquene y el pozo sagrado de Hunzahua”.

Desde esa noche Pastorcito se metió en la mollera, la idea de encontrar como fuera el dichoso tesoro del Dorado, más aún después que el Nono le empezó a contar historias de guacas, tesoros enterrados y duendes socarrones que, en noches de Viernes Santo, señalaban con luces como candelillas, el lugar preciso donde estaban enterradas las joyas, las morrocotas y los doblones, todo esto reforzado con las historias de la señorita Inés, en las que el Zipa se hundía en aguas de la laguna de Guatavita, subido en una balsa hecha de piedras preciosas, y con el cuerpo cubierto de polvo de oro, además que nunca jamás nadie había sacado los tesoros que año tras año se iban al fondo de la laguna.

A partir de entonces, el pequeño vivía ilusionado, por tanto cuento del Nono, y últimamente los domingos después de misa, se perdía por entre los batallones de frailejones, hasta llegar al Páramo, y en el Alto del Pino, se acostaba sobre el musgo, a mirar las figuras de las nubes, mientras les contaba sus sueños de riqueza, así pasaban las horas de domingo en domingo, hasta que un día vio pasar por encima de las copas de los árboles, a dos guacamayas, que se dirigían rumbo a los farallones del llano, ahí fue cuando su mente entre creativa y calenturienta, pensó que los dos enormes pájaros por sus colores de oro, rubíes, azulejos y esmeraldas, no eran otra cosa, que tesoros convertidos en aves, por algún extraño y desconocido sortilegio de los espíritus de la montaña.

Desde ese día, Pastorcito tomó como símbolo de su sueño, a la hermosa y encantadora guacamaya, porque además de ser un ave multicolor, en su nombre había encontrado su primera guaca.

El tiempo pasó, y tres décadas después, los avatares del destino, llevaron a Pastorcito a las duros y difíciles caminos de la mentira y la politiquería, donde el niño ya hecho hombre, vio cumplido un remedo de su tan anhelado sueño, cuando se sumergió en las turbias profundidades de los dineros públicos. Hasta que una noche quiso estar solo, perdido en sus recuerdos infantiles, y volvió a sentir  los dolores que se quedaron  en su piel, como sanguijuelas insaciables haciendo daño hasta las entrañas, así sentía todavía el frío de la mañana, la neblina helada pegada a la piel de su cara, punzando con saña, como miles de espinas, sensación que desaparecía, cuando recordaba sus diminutas manos, perdidas entre las tibias manos de su abuela, o escondidas bajo la vieja ruana, la que ya no aguantaba otra cardada.

Esos recuerdos nunca se quedarían atrás, así el fogón de piedras, hoy fuera una moderna cocina, y la tibia ternura de las manos de la Nona, ya no fuera necesaria, porque su cuerpo se tibiaba con un sofisticado sistema de calefacción, entonces recordó sus buenas intenciones de justicia y equidad, y las vio convertidas en cenizas, quemadas en el horno de la codicia y avaricia.

Esa noche sintió el vacío triste de los insatisfechos, su felicidad era incompleta, como si su vida fuera un fraude, había corrido toda la vida detrás del espejismo de un hombre nuevo en una nueva sociedad, porque se había dejado llevar por el canto de sirenas de las guacamayas y hoy tenía tanto, que ya no sabía si la avaricia y la codicia habían llenado su cuerpo, desalojándole el alma.

Entonces vio el lujo que lo rodeaba, y deseo vivir viejas necesidades, y las insatisfechas limitaciones que le llenaban el alma, entonces la amargura brillo en su mirada, y asomó una amarga sonrisa en sus labios, en tanto no sabía si sentía decepción, rabia, o deseo de venganza con la vida, porque hoy estaba seguro de que ella le había dado tanto y realmente no tenía nada.

*Por: Fabio José Saavedra Corredor

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