
En ese amanecer, los rayos del sol parecían encogerse sobre el horizonte de las montañas, de la misma manera que en la madrugada, la lámpara Coleman emitía débiles fogonazos, sus reflejos se veían cansados de iluminar las tinieblas de la noche, como cosa rara, también el horno de leña se había quedado dormido, arropando con sus propias cenizas, las pocas brasas que parpadeaban agónicas entre el rescoldo.
Fue el momento, en que el cansancio de la vida empezó a extender su manto de oscuridad, y nadie pudo alimentar el fuego, para que las volutas de humo del buitrón danzaran con el viento, anunciando que pronto estaría servido el pan en la mesa. Había llegado el momento, en que la voluntad Divina decidiera, que la tarea de su hija ya estaba hecha. Que ya había llegado el tiempo de su cosecha.
Entonces María Alicia, la mujer infatigable, la de mirada alegre y sonrisa abierta, como los amaneceres de la Cumbre en verano, con la ternura de siempre, se abrazó a sus hijos y depositándoles a cada uno un beso en la frente, su alma tomó vuelo, para seguir sembrando bondad en la eterna labranza del cielo.
Ese día, el sol se escondió tras el manto de nubes que cubría el firmamento, apagó los latigazos de los relámpagos, y silencio la voz del trueno, entonces la naturaleza se declaró en duelo, cuando la lluvia se escondió tras los cerros, y la brisa helada de Iguaque detuvo su eterna carrera, mientras el rumor del río entonaba una plegaria a su paso, rumbo a la Serranía del Peligro.
Así fue la vida e historia de María Alicia, en la memoria de un pueblo, grabada en el paso del tiempo, trabajadora sin tregua, amable y bondadosa, acogiendo siempre a propios y extraños, dulce como los cálidos rayos de sol de Monserrate, o la brisa fresca del río en verano, así fue ella, un sabio y oportuno consejo, envuelto en la picardía irónica del sano comentario, una maestra sin aula, enseñando en la escuela de la vida diaria, forjando familia y buenos ciudadanos, mujer valiente, a veces rayando en la temeridad, no la detuvo el día ni la noche, tampoco el grito del trueno, la lluvia o el verano, mujer de paso menudito pero constante, reduciendo distancias y abriendo nuevos horizontes, así fue María Alicia, una mirada tierna de familia, aliviando tristezas o calmando dificultades, como la llama de una vida, que no se apaga en el corazón de un pueblo y más allá de sus fronteras .
Recuerdo que alguna de tantas tardes lluviosas de invierno, yendo de paso a tierra caliente, apenas pisé el dintel de su puerta en la tienda, respiré profundo el aroma de siempre, un olor a campo, a huerto, a hierbas: toronjil, hierbabuena, cidrón y el infaltable poleo, según sentenciaba ella, para que los chinos no se orinen en la cama, en tanto de atrás del mostrador emergió su voz acogedora:
“Entre, que se moja chino chivato
bienvenido sea el que amasa versos
porque amasa sentimiento
En cambio, yo aquí,
amaso pan y amaso sonrisas
cuando apago los bostezos
en la boca de un niño hambriento”.
Así era ella, espontánea y sincera, dulce y cálida como su deliciosa agua de
hierbas, o como disfrutar el destello de un lucero en las navidades arcabuqueñas.
Q.E.P.D.
Fabio José Saavedra Corredor