
Benito avanzó sin prisa por entre el cañadulzal, sentía la caricia de las hojas en su rostro y sus brazos desnudos, las alargadas hojas parecían querer abrazarse a su cuerpo, mientras emitían a su paso suaves susurros.
Hacía más de tres décadas cuando él tuvo que partir a la ciudad, en busca de mejores horizontes. Desde temprana edad, había tenido que asumir responsabilidades, además, el único trabajo posible en la vereda, eran las moliendas de caña.
¡Hoy después de tanto tiempo él había regresado! Queriendo recordar las viejas épocas, tantos inviernos y veranos, con días que no conocían el descanso, sin hogar y asumiendo responsabilidades, atropellado por el abandono materno y la dureza del carácter paterno, todo esto lo había obligado a asumir deberes ajenos.
Consideraba que él nació viejo, y que su niñez se la tragó la voracidad del trapiche, igual que el brazo de la desafortunada cocinera, que aquel día quiso ayudarlo a meter caña en el molino, y en un momento la maldita máquina dejó manca a la pobre mujer, que enloquecida quería meter la otra mano, para intentar recuperar la que se había llevado la máquina entre las cañas.
Eran recuerdos dolorosos, que endurecieron el alma del niño, igual que el recuerdo de las noches, cuando le cogía el sueño sobre el montón de bagazo, mientras los arrieros viejos se embriagaban con chirrinche, y contaban historias de fantasmas y brujas o amores imposibles, por todo esto él sentía que nunca conoció la infancia y había nacido viejo.
Así, perdido en remembranzas, avanzaba por entre la caña, pensando que sus juegos infantiles habían sido cargar caña y arrear mulas, porque su niñez prácticamente se redujo a trabajar, comer y dormir.
Nunca le preocupó qué sucedía fuera de la vereda, y así se sentía feliz, sin preocuparse quién era el señor alcalde, y mucho menos la ropa o zapatos que estuvieran de moda, sus noticieros fueron los chismes de las cocineras, o las trifulcas entre arrieros, que generalmente terminaban en el cementerio.
Así había navegado en sus primeros años, entre las aguas de la ignorancia, pero feliz de poder satisfacer las necesidades básicas de su vida y las de sus dos hermanos menores, hasta que debió huir de la vereda, porque llegó la guerrilla a llevarse a los chinos mayores de quince, y detrasito llegó el ejército pisándoles los jarretes a los guerrilleros, con aquel cuento del servicio militar. Esto fue lo que cambio su vida, porque una noche que llegaron al trapiche, le valieron paticas por entre las cañas, y con los chiritos que llevaba puestos, fue a parar a la ciudad.
En ese momento, Benito salió de entre el espeso cañadulzal, iba sobándose los brazos, a causa del sudor y la intensa piquiña producida por la pelusa que desprendían las hojas de la caña, en mitad del camino se detuvo a tomar aire, y quitándose el sombrero se limpió el profuso sudor, que incontenible rodaba por su frente, en tanto miró al cielo despejado y bajando la mirada buscó la frescura de la sombra, bajo un coposo guamo en cosecha, que imponente se elevaba a la orilla del camino, algunas ramas cargadas de fruta madura, se doblaban hasta el piso, mientras tanto el hombre se sentó con cuidado en la hierba, recargando la espalda contra el tronco, dejando que su mirada se perdiera en el horizonte de las montañas.
Allí continuó recordando sus viejas épocas de arriero de mulas, cargando caña para la molienda, por esos difíciles caminos en invierno, y la recua de mulas testarudas como el demonio, avanzando por entre interminables barrizales, y sartales de maldiciones, igual a torrenciales aguaceros, amasando barro hasta las rodillas día tras día, sin poder parar, porque la avidez del trapiche no se saciaba nunca, ni daba tregua.
Benito seguía sentado bajo el guamo pensando que esa vida de ignorante, era una vida sin preocupaciones, y respiró el aroma particular del campo en tierra caliente, olía a pasto Jaragua y a guayabos en cosecha, también percibió la fresca caricia de la brisa que subía del río, trayendo humedad en gotas casi invisibles, y envolviendo también su recuerdo de los domingos después de misa, cuando con sus amigos corrían rumbo al río en carrera desbocada, como ilusionados aprendices queriendo ser diestros nadadores, entre angustiados braceos y atragantados por bocanadas de agua, hasta que un día cualquiera la constancia había vencido, y como jauría de pequineses, todos habían atravesado el pozo, y celebrado delirantes, como si hubieran cogido el cielo a dos manos.
A esa hora, Benito seguía ahí, bajo el guamo, y perdido entre sus recuerdos, cuando el viento tumbó una enorme guama, que se estrelló estrepitosamente en su cabeza, sacándolo sin ningún miramiento de sus añoranzas, entonces, pudo ver las garzas regresando al nido, y oyó el mugido de las vacas llamando a los terneros, mientras respondía, saludó amablemente a los alegres niños que se dirigían a apartar los terneros, previendo el ordeño del próximo día.
Benito estaba emocionado, recordando sus épocas difíciles, cuando solo pensaba en buscar nuevos horizontes, para huir de su triste futuro, con el barro hasta el cuello y peleando a zurriagazo partido, con las testarudas mulas, entonces se abrazó al tronco del guamo, sacudiéndolo con todas sus fuerzas y derribando una buena cantidad de frutos, llenando el morral, emprendió el regreso al pueblo, en donde estaba seguro que la vida, no la entendía nadie y que ese día después de sus cavilaciones había tenido una revelación, que a pesar de las dificultades y la supuesta ignorancia que se vivían en el campo, el abrazo de la naturaleza siempre haría niños felices.
Fabio José Saavedra Corredor